Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Atracaron en el muelle y sacaron la documentación que sabían iban a pedirles.

Los alemanes no dejaban nada al azar y siempre los sometían a un control riguroso de documentación antes de permitirles desatar la carga siquiera. Una vez resueltas las formalidades, empezaron a descargar las piezas de maquinaria que constituían el objeto oficial de su transporte. Los noruegos recogían el género mientras los alemanes observaban ceñudos el proceso, con los rifles prestos por si fuera necesario. Axel aguardaba su momento, que llegaría al atardecer. Para poder descargar su mercancía necesitaba oscuridad. Las más de las veces llevaba alimentos. Alimentos e información. Como en este caso.

Después de cenar en medio de un denso silencio, Axel se sentó a esperar lleno de desasosiego a que llegara la hora que habían acordado. Unos toquecitos discretos en la ventana lo sobresaltaron, igual que a los demás. Axel se inclinó rápidamente, levantó una parte del suelo y empezó a sacar cajas de madera. Manos silenciosas y atentas las iban recogiendo y poniéndolas en el muelle. Todo sucedía mientras resonaba la estridente charla de los alemanes que se oía desde el barracón situado a unos metros. A aquellas horas de la tarde ya habían sacado las bebidas fuertes, lo cual simplificaba su peligrosa misión. Los alemanes borrachos eran mucho más fáciles de engañar que los sobrios.

Tras un quedo «gracias» pronunciado en noruego, la carga había desaparecido del barco y se había esfumado en la oscuridad. Una vez más, la entrega se produjo sin complicaciones. Con una embriagadora sensación de alivio, Axel bajó de nuevo al castillo de proa. Tres pares de ojos lo recibieron, pero nadie pronunció una palabra. Elof asintió sin más, se dio media vuelta y empezó a cargar la pipa. Axel sentía una gratitud enorme hacia aquellos hombres que, sencillamente, lo superaban por completo. Afrontaban las tormentas y a los alemanes con el mismo semblante apacible. Tenían asumido desde hacía mucho tiempo que los caprichos de la vida y del destino no eran algo sobre lo que uno pudiera influir. Uno hacía lo que podía, intentaba vivir en la medida de lo posible. El resto era cosa de la Divina Providencia.

Axel se fue a dormir agotado. Concilio el sueño en el acto, mecido por el leve balanceo del barco y por el chasquido del agua contra el casco. En el barracón del muelle, las voces de los alemanes subían y bajaban. Al cabo de un rato empezaron a cantar. Pero para entonces Axel ya dormía profundamente.

* * *

– Y bien, ¿qué sabemos hasta el momento? -Mellberg miraba a su alrededor en el comedor de la comisaría. Había café, los bollos preparados sobre la mesa y todos reunidos alrededor.

Paula carraspeó:

– Yo me puse en contacto con Axel, el hermano. Al parecer, trabaja en París y siempre pasa allí los veranos. Pero está de camino. Parecía destrozado por la muerte de su hermano.

– ¿Sabemos cuándo salió del país? -preguntó Martin a Paula, que consultó el bloc de notas que tenía delante.

– El tres de junio, según él. Por supuesto, comprobaré esa información.

Martin asintió.

– ¿Tenemos ya algún informe preliminar de Torbjörn y su equipo? -Mellberg desplazó los pies discretamente. Ernst se había tumbado sobre ellos y los aprisionaba con todo su peso pero, por alguna extraña razón y pese a que se le estaban durmiendo, Mellberg no era capaz de despachar al animal.

– Nada, todavía -respondió Gösta al tiempo que estiraba el brazo para coger un bollo-, Pero hablé con él hoy muy temprano y quizá para mañana tengamos algo.

– Bien, no lo sueltes -aprobó Mellberg mientras hacía un nuevo intento por retirar los pies. No sirvió de nada, Ernst les iba detrás.

– ¿Algún sospechoso, estando así las cosas? ¿Algún enemigo declarado? ¿Amenazas? ¿Algo? -Mellberg dirigió una mirada exigente a Martin, que negó con un gesto.

– Nosotros no tenemos registrada ninguna denuncia, desde luego. Pero tenía una pasión un tanto controvertida. El nazismo despierta siempre sentimientos intensos.

– Podemos ir a su casa a comprobar si hay alguna carta de amenaza o algo similar en algún cajón.

Todos miraron a Gösta con asombro. Sus iniciativas solían ser como las erupciones volcánicas, poco frecuentes, pero difíciles de pasar por alto.

– Llévate a Martin y salid después de la reunión -ordenó Mellberg mirando con una sonrisa de satisfacción a Gösta, que asintió antes de adoptar de nuevo su habitual postura letárgica. Gösta Flygare sólo se animaba en el campo de golf. Ese era un hecho que sus colegas habían comprendido y aceptado hacía mucho tiempo.

– Paula, tú estarás pendiente de cuando el hermano… Axel, ¿no era ese el nombre?, de cuando aterrice y procura que podamos tener una charla con él. Puesto que aún no sabemos cuándo murió Erik, podría haber sido él quien le asestó el golpe en la cabeza antes de marcharse del país. Así que estate encima de él en cuanto pise suelo sueco. ¿Cuándo será eso, por cierto?

Paula volvió a consultar sus notas.

– Aterriza en el aeropuerto de Landvetter a las nueve y cuarto de mañana.

– Bien, pues procura que venga derecho aquí. -A aquellas alturas, a Mellberg no le quedaba más remedio que cambiar los pies de sitio, el hormigueo era muy desagradable y los tenía casi dormidos del todo. Ernst se levantó, miró a Mellberg ofendido y salió de la habitación con el rabo entre las piernas, en dirección a la cesta que tenía en el despacho.

– Parece un amor sincero -dijo Annika riendo mientras seguía al animal con la vista.

– Pues sí… -Mellberg tosió para aclararse la garganta-. Precisamente iba a preguntarte, ¿cuándo vendrán a llevarse al bicho? -preguntó antes de clavar la vista en la mesa en tanto que Annika adoptaba la expresión más inocente del mundo.

– Verás, es que no es tan fácil. He hecho algunas llamadas, pero nadie puede hacerse cargo de un perro de su tamaño, así que si pudieras cuidarlo un par de días más… -Annika lo miró con sus grandes ojos azules.

Mellberg emitió un gruñido.

– Sí, bueno, un par de días más puedo aguantar al chucho. Pero no más, luego tendrá que volver a la calle, a menos que le encuentres un sitio.

– Gracias, Bertil, qué amable por tu parte. Sí, activaré todos los resortes.-Annika les guiñó un ojo a los demás aprovechando un instante en que Mellberg no la veía, y todos tuvieron que hacer un esfuerzo para aguantarse la risa. Ya empezaban a comprender cuál era el plan. Annika era, sin duda, una mujer muy habilidosa.

– Excelente, excelente -convino Mellberg levantándose-. En ese caso, volvamos al trabajo. -Y con estas palabras salió del comedor.

– Bueno, pues ya habéis oído al jefe -intervino Martin poniéndose de pie-. Gösta, ¿nos vamos?

Gösta parecía ya arrepentido de haber hecho una sugerencia que implicaba más trabajo para él, pero asintió con gesto cansino y echó a andar detrás de Martin. No quedaba otra que resistir. De todos modos, aquel fin de semana pensaba estar en el campo de golf lanzando bolas desde las siete de la mañana, tanto el sábado como el domingo. Todo lo que ocurriera hasta ese momento era un recorrido necesario.

El recuerdo de Erik Frankel y la medalla no le daba tregua a Erica. Intentó ahuyentarlo y lo consiguió con bastante éxito durante un par de horas seguidas, en las que logró comenzar el libro. Pero en cuanto perdía la concentración, allí estaban otra vez los mismos pensamientos. El breve encuentro entre los dos le dejó la impresión de que se trataba de un señor apacible y educado que se emocionaba cuando tenía ocasión de hablar de su tema favorito, el nazismo.

Guardó lo que llevaba escrito y, tras dudar unos segundos, abrió el Explorer y, acto seguido, la página de Google, en cuyo campo de búsqueda escribió «Erik Frankel» antes de darle a la tecla «Intro». Obtuvo un montón de resultados. Algunos eran, obviamente, erróneos, y contenían información sobre otras personas. Pero la mayoría trataban del Erik Frankel que ella buscaba, y dedicó algo más de una hora a navegar por varias páginas para recabar información. Había nacido en Fjällbacka en 1930. Tenía un hermano cuatro años mayor, Axel, pero ninguno más. Su padre había sido el médico de Fjällbacka de 1935 a 1954, y la casa en la que vivían él y su hermano era la de sus padres. Siguió buscando. Su nombre aparecía en varios foros de gente interesada por el nazismo. Sin embargo, nada indicaba que le interesara porque simpatizara con él. Más bien al contrario, aunque en algunos pasajes observó cierta reacia admiración por algunos aspectos del nazismo. O, al menos, una clara fascinación que, además, parecía ser la que lo impulsaba en sus investigaciones.

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