Y acababa apenas de pensar aquello cuando cayó en la cuenta de que había un detalle que Erica desconocía. Tragó saliva con un tic nervioso y añadió:
– Por cierto que se trata de un asesinato.
– ¡Asesinato! -gritó Erica en falsete-. De modo que no sólo te llevaste a Maja a un lugar donde han encontrado un cadáver, sino que además era un cadáver asesinado. -Erica meneaba la cabeza como si las palabras que quería decir se le hubiesen atascado en la garganta.
– Bueno, ya no volveré a mezclarme en ese asunto -aseguró Patrik con un gesto de resignación-. Los demás lo resolverán. Yo estoy de baja hasta enero, y lo saben. Me dedicaré a Maja al cien por cien. ¡Lo prometo!
– Será mejor para ti -gruñó Erica con voz bronca. Estaba tan enfadada que sentía deseos de zarandearlo. Pero enseguida se calmó un poco, movida por la curiosidad.
– ¿Dónde lo han encontrado? ¿Sabéis quién es la víctima?
– No tengo ni idea. Fue en una gran casa blanca situada a unos cien metros a la izquierda de la primera salida a la derecha después del molino.
Erica lo miró extrañada, antes de preguntar:
– ¿Una gran casa blanca con las esquinas de color gris?
Patrik hizo memoria y asintió.
– Sí, creo que sí. En el buzón se leía el apellido «Frankel».
– Ya sé quién o, mejor dicho, quiénes viven en esa casa. Son Axel y Erik Frankel. Ya sabes, Erik Frankel, el experto al que le dejé la medalla nazi.
Patrik la miró atónito. ¿Cómo había podido olvidar algo así? Frankel no era precisamente el nombre más corriente del mundo.
En la sala de estar se oía el alegre cotorreo sin palabras de Maja.
Estaba ya bien entrada la tarde cuando por fin pudieron volver a la comisaría. Torbjörn Ruud, el jefe del grupo de la policía científica, llegó con su equipo, realizó su trabajo a conciencia y ya se había marchado. También se habían llevado el cadáver al laboratorio del forense, donde lo examinarían de todas las maneras imaginables e inimaginables.
– Pues sí, vaya mierda de lunes -se quejó Mellberg cuando Gösta giró y aparcó en la cochera de la comisaría.
– Desde luego -convino Gösta que, fiel a su costumbre, no malgastó palabras sin necesidad.
Mellberg no había hecho más que entrar en las dependencias de la comisaría cuando entrevió algo que se acercaba a toda velocidad y, antes de que pudiera identificarlo, se abalanzó sobre él una masa peluda y una lengua que intentaba lamerle la cara.
– ¡Oye, oye! ¡Basta ya! -Un tanto asqueado, Mellberg apartó al perro, que con las orejas gachas se marchó decepcionado hacia el rincón de Annika. Allí, al menos, sabía que sería bienvenido. Mellberg se limpió la saliva del perro con el reverso de la mano y masculló algo mientras Gösta se esforzaba por mantenerse serio. Y no restaba diversión a la escena el hecho de que a Mellberg se le hubiese descolgado el mechón de pelo que llevaba minuciosamente enrollado como un nido en lo alto de la cabeza. El comisario se recompuso el peinado presa de la mayor irritación y continuó gruñendo pasillo arriba hasta llegar a su despacho.
Gösta se dirigió al suyo entre risitas, pero se sobresaltó, perplejo, al oír un alarido muy familiar:
– ¡Ernst, Ernst! ¡Ven aquí ahora mismo!
Gösta miró sorprendido a su alrededor. Hacía mucho que habían despedido a su colega Ernst Lundgren y no había oído decir que fuese a volver.
Mellberg volvió a gritar:
– ¡Ernst! ¡Que vengas te digo! ¡Ahora mismo!
Gösta salió al pasillo con la intención de aclarar el misterio y vio que Mellberg señalaba hacia el suelo con la cara encendida de rabia. En la mente de Gösta empezó a arraigar una sospecha. Y, en efecto, allí apareció el chucho, con la cabeza gacha, como avergonzado.
– ¡Ernst! ¿Qué es esto?
El animal intentó por todos los medios fingir que no entendía de qué le hablaba Mellberg, pero la cagarruta que había en el suelo de su despacho no dejaba lugar a dudas.
– ¡Annika! -bramó el jefe. Un segundo más tarde, la secretaria de la comisaría acudía presurosa.
– ¡Anda! Parece que aquí se ha producido un pequeño incidente -dijo mirando con conmiseración al perro, que, agradecido, se le acercó enseguida.
– ¡Un pequeño incidente! Ernst se ha hecho caca en el suelo de mi despacho.
En este punto, Gösta no pudo aguantar más. Empezó a escapársele la risa y el esfuerzo por ocultarlo sólo lo condujo a reír más aún. Por si fuera poco, contagió a Annika y la cosa terminó con que los dos estallaron en sonoras carcajadas mientras las lágrimas les corrían por las mejillas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Martin con curiosidad cuando entró seguido de Paula.
– Ernst… -Gösta casi se ahogaba al hablar-, Ernst… se ha hecho caca en el suelo.
Martin los miraba perplejo sin comprender nada, pero al observar la montañita que había en el suelo de Mellberg y al animal, que se pegaba temeroso a las piernas de Annika, se le hizo la luz.
– ¿Le has puesto… le has puesto Ernst al perro? -se sorprendió Martin rompiendo también a reír. Los únicos que no se reían histéricos eran Mellberg y Paula pero, mientras que el jefe parecía ir a estallar de ira, Paula tenía más bien cara de no entender nada.
– Luego te lo explico -le dijo Martin enjugándose las lágrimas.
– Joder, eso sí que es sentido del humor, Bertil, eres un tío divertido de verdad -añadió Martin.
– Sí, bueno… algo de gracia sí que tengo -admitió Bertil sonriendo ligeramente a su pesar-. Bueno, venga, a ver si limpiamos esto, Annika, y podemos seguir trabajando. -Lanzó un gruñido y fue a sentarse ante el escritorio. El perro miró vacilante primero a Annika, luego a Bertil, pero resolvió finalmente que, con toda seguridad, ya habría pasado lo peor del enfado, de modo que siguió a su nuevo dueño meneando la cola.
El resto de los empleados de la comisaría se quedó mirando perplejo a aquella pareja tan singular, preguntándose qué sería lo que habría visto el animal en Bertil Mellberg y que, al parecer, les había pasado desapercibido a ellos.
Erica no pudo dejar de pensar en Erik Frankel toda la tarde. No había llegado a conocerlo bien, pero él y su hermano Axel formaban, en cierto modo, parte de Fjällbacka. «Los hijos del doctor», así los habían llamado siempre en el pueblo, pese a que hacía más de cincuenta años que su padre fue médico en Fjällbacka y, además, murió hacía más de treinta años.
Erica rememoró su visita a la casa que compartían los dos hermanos. Su única visita. Vivían juntos en la casa de sus padres, ambos solteros, ambos con un ardiente interés por Alemania y por el nazismo, aunque cada uno a su manera. Erik había sido profesor de Historia en el instituto, pero en su tiempo libre había reunido material sobre la época nazi, que le inspiraba un particular interés. Axel, el mayor de los dos, tenía algo que ver con el centro Simón Wiesenthal, si no andaba equivocada, y tenía el vago recuerdo de que durante la guerra había sufrido algún percance.
Primero llamó a Erik, le contó lo que había encontrado y le describió la medalla. Le preguntó si creía que podría ayudarle a averiguar su origen y cómo habría ido a parar a manos de su madre, entre cuyas pertenencias la encontró. La primera reacción de Erik fue un silencio absoluto. Erica tuvo que decir «¿Hola?» varias veces; llegó a pensar que le habría colgado. Luego, con un tono de voz muy extraño, le dijo que se pasara por su casa con la medalla para que le echara un vistazo. A Erica le llamó la atención. El prolongado silencio. El tono extraño en la voz del hombre. Entonces no se lo mencionó a Patrik, se convenció de que habrían sido figuraciones suyas. Y cuando fue a la casa de los dos hermanos, no percibió nada raro en su modo de mirar la medalla. La recibió educadamente y, una vez en la biblioteca, Erik le pidió que se la mostrara. Con interés contenido, cogió la medalla y la estudió detenidamente. Luego le preguntó si podía quedársela un tiempo. Para emprender alguna investigación. Erica asintió y se mostró agradecida de que alguien se tomase la molestia de obtener información.
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