José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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El mundo, según Lothar Bosch, se divide en dos clases de seres: los que saben vivir y los que protegen a los que saben vivir. Gente como Hendrickje o su hermano Roland pertenecen a la primera categoría; Bosch es de la última.

Ahora observa el retrato de Danielle de hito en hito mientras Nikki Hartel entra en su despacho.

– Creo que tenemos algo, Lothar.

El despacho de April Wood se encuentra en la sexta planta del Nuevo Atelier y está repleto de cuadros. Son desnudos o casi desnudos en color carne. Ningún artificio, ningún color fascinante, ninguna complejidad. A Wood le gusta el arte abstracto corporal, donde las figuras se muestran como meras anatomías vírgenes en tonos uniformes, siempre caucásicas, casi todas femeninas, con talle de bailarinas o acróbatas. Cuestan mucho dinero, pero ella lo tiene. Y la Fundación le permite decorar su despacho a placer. Casi todas las obras son de autores británicos de la nueva hornada. Junto a la puerta se exhibe un Jonathan Bergmann titulado Culto al cuerpo que gusta a Bosch especialmente, quizá por su hermosa posición de ballet. De pie al fondo, con las piernas abiertas y las manos en la cintura, se planta un Alec Storck pintado con bronceadores y filtros solares de diversa gradación. También hay tres originales de Morris Bird: una chica en azul lunar que hace el pino frente a la ventana, un chico que se equilibra sobre una sola pierna cerca de la mesa -cuyas nalgas amarillas rozan el cable del teléfono- y una chica ocre y fucsia que se agacha en el suelo en postura de rana a punto de saltar.

Por acostumbrado que estuviera, a Bosch siempre le causaba cierta impresión entrar en aquel despacho.

– ¿Sí?

– April, hay buenas noticias.

Ella estaba allí, de pie, paseando con las manos a la espalda, vestida con una pieza tubular en gris plata. («Juana de Arco en armadura», pensó él.) Era como una reina en medio de estatuas desnudas. Su semblante mostraba preocupación.

– Vamos a la salita -dijo.

La salita comunicaba con el despacho a través de un breve pasillo de paredes de espejo. Se trataba de una pequeña habitación sin ventanas y sin decoración humana. Wood cerró la puerta para que los cuadros no pudiesen oírlos y ofreció a Bosch un asiento; ella ocupó el otro. Bosch le entregó los documentos que Nikki le había llevado. Contenían varias impresiones láser en papel de foto.

– Fíjate en esta mujer rubia. Fue filmada en tres ocasiones diferentes por la cámara de entrada en el Museumsquartier de Viena durante el mes de mayo. Ahora observa a este hombre. Filmado por las mismas cámaras cuatro veces y en días distintos a los de la chica. Y lo más increíble. -Mostró un tercer papel con una caricatura informática-. El análisis morfométrico de los rostros ofrece datos muy similares. Con un ochenta por ciento de probabilidad, se trata de la misma persona.

– ¿Y en Munich?

– Aquí están los resultados. Tres visitas ella, dos visitas él, días alternos, durante la segunda quincena de mayo.

– Perfecto. Ya lo tenemos. Dispuso de tiempo suficiente para regresar a Viena y convertirse en la indocumentada. Pero estaría más que perfecto si pudiéramos compararlo con un falso Díaz o un falso Weiss…

– Sorpresa.

Bosch le entregó otro papel. Al inclinarse hacia Wood, apreció la palidez de su rostro ensombrecido por el flequillo. «Se maquilla como un antiguo faraón, Dios mío, como si tuviera miedo de que alguien la contemplara al natural.» También era cierto que desde que habían regresado de Munich la encontraba distinta. Suponía que el trabajo la desmejoraba pero se preguntaba si le ocurría algo más. Tendió un tembloroso índice hacia la foto: eran dos hombres, uno de espaldas y otro de frente. El que estaba de frente era de complexión atlética, llevaba el pelo largo y gafas de sol.

– La imagen está grabada por la cámara del hotel Wunderbar. Se trata del momento en que el falso Weiss llegó al hotel el martes por la tarde para hacer la obra de Gigli. El hombre de espaldas es uno de nuestros agentes y está revisando su documentación. Hemos procesado la imagen de inmediato. Los análisis morfométricos coinciden en un noventa y ocho por ciento con los del hombre de Viena y Munich y en un noventa y cinco por ciento con la mujer. La probabilidad de falsos positivos es del catorce por ciento. Se trata de la misma persona, April, estamos casi seguros.

– Es increíble.

– April, perdona, ¿te sucede algo?

A Bosch le había alarmado que ella, de repente, quedara absorta con la mirada perdida en un punto fijo de la pared.

– Me han llamado de Londres -dijo Wood-. Mi padre está peor.

– Oh, cuánto lo siento. ¿Mucho peor?

– Peor.

Las conversaciones sobre la vida íntima de April Wood se limitaban a monosílabos o bisílabos murmurados con concisión y a largos silencios intermedios. «Bien», «mal», «mejor» y «peor» eran las opciones preferidas. Debido a esto, Bosch apenas conocía otra cosa sobre ella que los rumores. Sabía que su padre la había marcado significativamente de una forma que no se atrevía a conjeturar y que ahora se encontraba enfermo en algún hospital privado de Londres. Sabía que Wood había permanecido soltera toda su vida y que los comentarios sobre su posible lesbianismo no eran infrecuentes. Sin embargo, Gerhard Weyleb, el anterior jefe de Seguridad, le había revelado la tormentosa relación de Wood con uno de los críticos de arte más importantes e influyentes de Europa, Hirum Oslo. Bosch admitía haber conocido a Oslo sólo ligeramente, pero no podía imaginar qué clase de atractivo había encontrado una mujer como April en aquel individuo flaco, tullido e inerme.

Wood era un misterio tan apasionante como el fondo inexplorado del mar. Cuando se la presentaron, a Bosch le cayó muy mal.

A tenor de lo ocurrido con Hendrickje, supuso que terminaría enamorándose de ella.

– Lo siento mucho, April, de veras -dijo.

Ella asintió con un gesto de la cabeza y en seguida cambió de tono.

– Un magnífico trabajo, Lothar.

– Gracias.

Wood no prodigaba los elogios, y aquellas palabras lo hicieron sentirse bien. Lo cierto era que no creía merecerlas personalmente. Su equipo era el que lo había hecho todo: la gran Nikki y los demás. Habían estado enfrascados en la tarea desde que Wood sugiriera la posibilidad de rastrear morfometrías similares entre las imágenes de visitantes de las exposiciones de Viena y Munich. «Es probable que haya venido a explorar el terreno antes de actuar -había dicho-, y lo más seguro es que lo haya hecho disfrazado.» Los ordenadores del Atelier en el segundo sótano no habían cesado su febril actividad desde el miércoles. Bosch había recibido los resultados aquella mañana, viernes 30 de junio, a su regreso de Munich. Se sentía satisfecho de su equipo y le agradaba que ella lo reconociese.

– Te confieso algo -dijo Wood-. Mi duda principal consistía en saber si se trataba de varias personas o de una sola. En el primer caso estaríamos ante una organización bien estructurada con tipos entrenados para llevar a cabo pequeñas funciones. La segunda posibilidad apunta más bien a un especialista, lo cual es más jodido, porque no podemos esperar capturar al pez pequeño y tirar del sedal hasta llegar al grande. Nuestra pesca tendrá que ser de envergadura. Esto es un tiburón, Lothar. ¿Tenemos alguna comparación con los retratos informáticos de la indocumentada y la marchante?

– En la última página.

Wood pasó a la última página. A la izquierda se encontraba una ampliación de la muchacha de Viena y Munich; debajo, el rostro del falso Weiss; arriba, en el centro, el hombre de Viena y Munich; abajo, una foto de Óscar Díaz; a la derecha, los retratos informáticos de la indocumentada y la chica llamada Brenda obtenidos gracias a las declaraciones del barman de Viena y de Sieglinde Albrecht. Eran seis personas distintas: parecía increíble que una sola pudiera haberlas representado a todas. Bosch adivinaba lo que estaba pensando Wood.

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