José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Bosch asintió mientras fingía beber otro sorbo de té. En realidad, se humedecía los labios.

– Te asombraría saber lo que algunos estaban dispuestos a pagar por el mantenimiento mensual de esa obra -prosiguió Benoit-. Por otra parte, yo sabía cómo apretarles las clavijas a los más interesados. Desfloraci ó n se encontraba triste últimamente, Willy pensaba que podía estar iniciando una depresión, y a mí se me ocurrió aprovechar esa circunstancia en nuestro beneficio. -Los ojos de Benoit relampaguearon de orgullo-. Difundiríamos la noticia de que los costes de una posible sicoterapia encarecerían el alquiler del cuadro. Y no podíamos olvidar que la obra tenía catorce años y necesitaba salir, viajar, distraerse, comprarse cosas… En fin, que su futuro comprador tendría que mantenerla por todo lo alto si no deseaba desembolsar el triple por una restauración. Stein me dijo que era una jugada maestra. -Hizo una pausa y arrugó los labios al tiempo que entornaba los ojos en un gesto característico. Bosch sabía que estaba escuchando alucinaciones de elogio. «Le encanta recordar sus éxitos», pensó-. En dos años nos hubieran vuelto a pagar el precio del cuadro sólo en alquiler. Entonces negociaríamos la sustitución, si el Maestro aceptaba. El lienzo ya no sería tan joven y lo dejaríamos fuera, pero vendría otro. El alquiler bajaría un poco, cierto, pero habríamos aprovechado la dificultad de sustituirla para sacar otra buena tajada. Desfloraci ó n hubiera pasado a la historia como uno de los cuadros más caros del mundo. Y ahora…

Los monitores de televisión emitieron un zumbido y se iluminaron de gris. La sesión de Apoyo iba a comenzar. De Baas y sus ayudantes estaban preparados para escuchar las quejas de las obras con problemas. Benoit no pareció percibirlo: arrugaba de nuevo los labios, pero su expresión ya no era triunfal.

– Y ahora, todo se ha jodido -concluyó.

Uno de los ayudantes de De Baas se volvió para llamar a la Mesilla con un gesto. De nada le hubiera servido gritarle, porque la Mesilla llevaba cobertores auditivos. Los cobertores eran necesarios cuando se quería hablar en privado delante de un adorno. La Mesilla se puso en pie con delicado equilibrio, caminó descalza por el suelo violeta transportando la tetera y las tazas, se situó junto a De Baas y empezó a servir té. Quién sería Maggie, se preguntó Bosch de repente; de qué remoto lugar del mundo habría venido y con qué remotas esperanzas; qué hacía desnuda por completo en aquella habitación, con la cabeza rapada, auriculares en las orejas, la piel pintada de color malva con arabescos negros y una tabla unida a su cintura por una argolla. Estaba condenado a no saber las respuestas, porque los adornos no hablaban con nadie y nadie les preguntaba nunca nada.

– Me gustaría saber, Lothar -dijo Benoit de repente-, si puede tener sentido algún tipo de… de hipótesis de «montaje». -Dibujó la palabra en el aire con un gesto de la mano derecha-. ¿Me explico?

– Te refieres a…

– A que todo sea un… Me da escalofríos incluso decirlo… Un «teatro».

– Teatro -repitió Bosch.

En ese instante apareció en los monitores el rostro de Jacinto moteado, la primera flor que había solicitado una cita con Apoyo. Acababa de ducharse y desprenderse la pintura. Su cráneo liso y su piel imprimada, sin cejas ni pestañas, se estampaban sobre fondo negro. Los ojos eran incoloros como vidrios redondos. Podía advertirse la cinta de la que colgaba la etiqueta del cuello.

Buona sera, Pietro -dijo De Baas en tono cordial, hablando por el micrófono-. ¿En qué podemos ayudarte?

Hola, se ñ or De Baas. -La voz del lienzo italiano llenó los amplificadores-. Lo de siempre. La dioxacina me produce picores. No entiendo por qu é el se ñ or Hoffmann insiste en usarla para el a ñ il de mis brazos…

Benoit apenas dedicó un segundo de atención al diálogo entre De Baas y el lienzo. En seguida siguió hablando.

– Sí, teatro. Me explicaré. A primera vista, Óscar Díaz es un sico-lo-que-sea, ¿no? Ha custodiado el cuadro varias veces y, mientras lo hacía, disfrutaba pensando cómo iba a destrozarlo. Lo planea muy bien y decide dar el golpe el miércoles por la noche. Conduce la furgoneta, pero, en vez de dirigirse al hotel, se marcha al bosque. Ya lo tiene todo preparado. Obliga al cuadro a leer un texto absurdo mientras graba su voz, luego lo corta y realiza sus rituales de loco, sean los que fueren. Éste es el planteamiento, ¿no?

– A grandes rasgos, así es.

– Bien, pues ahora imagínate que sea un montaje. Imagínate que Díaz no esté más loco que tú y que yo, y que las grabaciones y la parafernalia sádica sean un teatro para despistarnos y hacernos pensar en una especie de asesino en serie, cuando, en realidad, el sector de la competencia le ha pagado para que destroce el cuadro justo antes de la subasta. -Hizo una pausa y enarcó una ceja-. Tú has sido policía, Lothar. ¿Qué te parece esta idea?

«Ridícula», pensó Bosch. Por fortuna, no necesitaba ocultar su cerebro con la mano izquierda, como hacía con la taza, para impedir que Benoit supiera lo que pensaba.

– Me cuesta trabajo aceptarla -dijo.

– ¿Por?

– Sencillamente, no puedo creer que alguien haya podido hacerle eso a una niña como Annek sólo para jodernos una venta de millones de dólares, Paul. Tú tienes más experiencia en este terreno, pero… Piensa por un momento: si querían destruir el cuadro, por qué no hacerlo de mil maneras más rápidas… Incluso si pretendían imitar un acto de sadismo, como tú dices, había otros métodos… Era una niña de catorce años, por Dios. La cortaron con… con una especie de sierra eléctrica…, y estaba viva mientras…

– No era una niña de catorce años, Lothar -precisó Benoit-. Era un cuadro valorado en más de cincuenta millones de dólares de precio inicial.

– De acuerdo, pero…

– O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.

Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas y Jacinto moteado.

– La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.

Siempre me dice lo mismo, se ñ or De Baas… Pero no es a usted a quien le pican los brazos.

– Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos… Sólo tus brazos, ¿qué te parece…? Puede hacerse…

– Cincuenta millones de dólares es mucho dinero -dijo Benoit.

De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.

– Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.

Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.

– Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir…

– Fue un sádico hijo de puta. -Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado-. Tengo ganas de atraparlo, créeme.

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