José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Los genios, sin embargo, no la habían tocado aún.

Pero qué pasaría, se preguntaba, qué pasaría si nadie respondiera, qué pasaría si la tensaban más allá de lo prudente, si intentaban forzar la situación hasta el límite, qué pasaría si…

La noche se había hecho azul profundo. La brisa que antes la refrescaba helaba ahora sus huesos.

Había contado hasta cien, luego cien más, y otros cien. Por último había dejado de contar. No se atrevía a colgar, pues conforme más tiempo pasaba m á s importante (y difícil) le parecía lo que le aguardaba detrás. Lo más importante y difícil y lo más duro y arriesgado.

Contempló el silencio, la dormición de la luz, el reino de los gatos. Ser testigo del desarrollo de la madrugada en una ciudad le pareció semejante a observar la imperceptible procesión de la manecilla del reloj.

Qué sucedería, se preguntaba, si no le hablaban. Cuándo, en qué momento sería preciso considerar que había llegado el final de aquel juego. Quién cedería primero en aquel pulso enorme e injusto.

De repente la voz de la mujer regresó al auricular. Su oído había estado tanto tiempo inservible que casi le dolió, como duele la pupila de un ciego que recupera de súbito la luz. La voz fue cortante y concisa. Mencionó un sitio: plaza de Desiderio Gaos sin número. Un nombre: señor Friedman. Una cita: las nueve en punto de la mañana siguiente. Después colgaron.

Durante un rato quiso persistir todavía en la misma postura, el auricular en alto. Luego, con una mueca, regresó a la incomodidad de la vida.

Era la madrugada del jueves 22 de junio de 2006.

El desván. El desván. La casa de Alberca. Papá.

El sol lucía espléndido sobre el huerto. Era una visión encantadora: la hierba, los naranjos, la camisa azul de cuadros de su padre, el sombrero de paja y sus gafas de cristales gruesos y cuadrados, porque Manuel Reyes era miope, un miope intenso y casi voluntario, o al menos resignado, a quien no le importaba llevar aquel artilugio de carey grueso y anticuado sobre el rostro. Aseguraba que sus gafas otorgaban cierta seriedad a las detalladas explicaciones que ofrecía a los turistas sobre los cuadros del museo del Prado. Porque el trabajo de papá era ése: guiar a la gente por las salas del museo mientras explicaba en voz alta y con sobria erudición los secretos de Las lanzas y Las meninas, sus obras favoritas. Papá podaba los naranjos mientras su hermano José Manuel se entrenaba con el caballete en el garaje (quería ser pintor, pero papá le aconsejaba que estudiase una carrera) y ella aguardaba en su cuarto para ir a misa con mamá.

Entonces oyó el ruido.

En una casa como la Casa, donde anidan tantos (ruidos), uno más carece de importancia. Pero éste había conseguido intrigarla. Su ceño formó una uve diminuta. Salió a ver qué o quién lo había producido.

El desván. La puerta se había abierto un poco. Quizá su madre había entrado a guardar algo y luego no la había cerrado bien.

El desván era la habitación prohibida. Mamá no dejaba que los niños se metieran allí porque temía que los trastos apilados les cayeran encima. Pero Clara y José Manuel pensaban que ocultaba algo horrible. En eso estaban de acuerdo. Diferían tan sólo en el significado que le otorgaban a lo horrible. Para su hermano, lo horrible era malo; para Clara, malo o bueno, pero sobre todo atractivo. Como un caramelo, que podía ser malo pero atractivo al mismo tiempo. Si lo horrible hubiese aparecido ante ellos, José Manuel habría retrocedido atemorizado y Clara se habría acercado fascinada con el sigilo de un niño en noche de reyes. La calidad de lo horrible gobernaría el doble movimiento: algo verdaderamente horrible habría espantado a José Manuel y atraído a Clara como una posesa, la habría lanzado hacia eso como se lanza una piedra (con la misma sombría naturalidad) a la oscuridad de un pozo.

Ahora, por fin, lo horrible la invitaba a pasar. Podría haber llamado a su madre (la oía trajinar en la cocina), o bajar al huerto y buscar la protección de su padre, o bajar aún más hasta el garaje y pedirle ayuda a su hermano.

Pero se decidió.

Temblando como jamás había temblado, ni siquiera el día de su comunión, empujó la vieja puerta y aspiró remolinos de polvo azul. Tuvo que retroceder y descargar una ráfaga de tos que, en parte, desdoró un poco su aventura. Había tanto polvo y olía tan mal, como a cosa fermentada, que pensó que no podría soportarlo. Además, se ensuciaría el vestido de ir a misa.

Pero, qué caramba, encontrar lo horrible exige cierto sacrificio, pensó. Lo horrible no crece en los árboles, al alcance de cualquiera: cuesta mucho trabajo obtenerlo, como papá dice que ocurre con el dinero.

Tomó dos o tres bocanadas de aire exterior y lo intentó de nuevo. Dio un par de tímidos pasitos en la maloliente oscuridad, parpadeó, acomodó la vista a lo desconocido. Descubrió cuerpos atados con cordeles y los identificó como viejas mantas. Cajas de cartón apiladas. Un tablero de ajedrez combado. Una muñeca sin vestidos ni ojos sentada en un anaquel. Telarañas y sombras azules. Todo eso la impresionó bastante, pero no la asustó. Había esperado encontrar cosas así.

Estaba a punto de sentir la inevitable decepción cuando de repente lo vio.

Lo horrible.

Estaba a su izquierda. Un leve gesto, una sombra móvil iluminada por la claridad del umbral. Giró sobre sí misma con calma inaudita. El grado de su horror había llegado al máximo (se sentía a punto de chillar), lo cual significaba que por fin había descubierto lo horrible y que se disponía a contemplarlo.

Era una niña. Una niña que vivía dentro del desván. Vestía un conjunto azul marino de Lacoste y llevaba el pelo muy lacio y muy bien peinado. Su piel parecía mármol. Era como un cadáver. Pero se movía. Abría la boca, la cerraba. Parpadeaba inmensamente. Y la miraba.

El terror rebosó por su piel. El corazón se le convirtió en rata y lo sintió trepar a ciegas por el interior de su pecho hasta atorarle la garganta. Fue un instante de tremenda eternidad, una fracción de segundo fugaz y definitiva, como el momento en que morimos.

De alguna forma, de algún modo inexplicable pero poderoso, supo en ese preciso instante que aquella niña era la visión más espantosa que había contemplado y contemplaría jamás. No sólo era horrible sino infinitamente insoportable.

(Y, sin embargo, su alegr í a no conoc í a l í mites. Porque estaba contemplando lo horrible por fin. Y lo horrible era una ni ñ a de su edad. Podr í an ser amigas y jugar juntas.) Entonces se dio cuenta de que el vestido de Lacoste era el mismo que su madre le había puesto aquel domingo, que el peinado era similar al de ella, que las facciones eran las suyas, que el espejo era grande y el marco estaba disimulado en la penumbra.

– Ha sido un susto tonto -le dijo su madre, que había corrido al escuchar el grito y la abrazaba.

El amanecer pintaba de azul celeste el índigo del techo. Clara parpadeó, y las imágenes del sueño que acababa de tener se disolvieron en la luz de las paredes. Todo era normal a su alrededor, pero dentro de ella aún se agitaba el torbellino de aquel recuerdo de su infancia remota, aquel «susto tonto» en el desván de la antigua casa de Alberca, un año antes de que su padre falleciera.

El despertador había sonado: las siete y media. Recordó su cita en la plaza de Desiderio Gaos con el misterioso señor Friedman y se levantó de un salto.

Ser cuadro profesional le había enseñado, entre otras cosas, a considerar los sueños como instrucciones extrañas de un anónimo artista interior. Se preguntó por qué su inconsciente había recuperado aquella pieza antigua de su vida y la había colocado de nuevo sobre el tablero.

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