– Venga. ¿Qué has estado haciendo? ¿Para quién trabajas?
– Tengo derecho a una llamada -respondió Jennings.
– En Suecia existen algunas leyes contra el terrorismo que son bastante controvertidas, y que personalmente no me gustan, pero que, de hecho, resultan muy útiles en este tipo de situaciones. En otras palabras, no hay llamada.
Jennings no dijo nada más.
– Benny Lundberg -siguió Hultin-. ¿Qué guardaba en su caja de seguridad?
Como no hubo respuesta, Hultin le mostró un retrato robot de Jennings con barba.
– ¿Por qué barba?
Nada, ni se inmutó.
– ¿Me permites que te refresque la memoria sobre lo que sucedió? -preguntó Hjelm desde su sitio-. Por cierto, soy Paul Hjelm. Tenemos un amigo común: Ray Larner.
La cabeza se giró unos milímetros y Paul Hjelm se enfrentó por primera vez con la mirada de Wayne Jennings. Comprendió enseguida cómo debían de haberse sentido los soldados de la FNL en las junglas vietnamitas. Y cómo debía de haberse sentido Eric Lindberger. Y Benny Lundberg. Y una veintena más de personas que murieron con esos ojos como último contacto humano en este mundo.
– La noche del once al doce de septiembre te resultó un fastidio -empezó Hjelm-. Ocurrieron varios hechos inesperados. Te habías llevado al diplomático Eric Lindberger al puerto, a tu pequeña cámara de tortura. Por cierto, se parece mucho a la de tu granja en Kentucky. ¿El arquitecto es el mismo?
Puede que los ojos de Jennings se entornaran un poco. Puede que adquirieran una nueva agudeza.
– Volvamos a Lindberger, ya que es el asunto principal en la continuación de este caso. Lo dejas inconsciente y lo atas a la silla. Tal vez te da tiempo a comenzar con el tratamiento. Introduces tus tenazas con una precisión quirúrgica en la garganta de Lindberger. Entonces, de repente, las cajas se caen. Detrás se oculta un joven. Lo eliminas enseguida. Pam, pam, pam, pam, cuatro tiros en el corazón. Pero ¿quién coño es ese tipo? ¿Te está pisando los talones la policía? ¿Tan pronto? ¿Cómo es posible? No lleva ningún tipo de identificación, nada de nada. Examinas su bolsa y ¿qué encuentras? Unas tenazas para las cuerdas vocales y otras para los nervios de la nuca. Quizá incluso las identificas como tus viejas herramientas. ¿Qué significaba todo esto? ¿Sabías de quién se trataba? ¿O pensabas que era un competidor? ¿Un admirador? ¿Un copycat? Ya volveremos a ese punto. Terminas con la tortura de Lindberger y luego tienes que cargar con dos cadáveres en vez de uno. Para más inri, una pandilla de juristas borrachos te pilla in fraganti, de modo que te ves obligado a abandonar al tipo desconocido. Estás convencido de que han llamado a la policía avisando de tu matrícula, así que el tiempo apremia. Vas a Lidingö y tiras el cuerpo al agua. Por otra parte, temes que alguna patrulla se presente, registre los locales de la empresa y que al final den con tu cámara de tortura. Por lo tanto, resulta imprescindible redirigir su atención. Tienes que hacer algo. Y ahí es donde aparece Benny Lundberg. En calidad de jefe de seguridad llamas a la garita de vigilancia y le ordenas que simule un robo en un almacén de la empresa alejado del que forma parte de tus dominios. A cambio le prometes dinero y vacaciones. La policía, efectivamente, acude al local donde se ha fingido el robo y se contenta con eso. Cuentas con que el cadáver se relacione con el robo. Todo debería haber salido perfecto. Si no fuera porque Benny Lundberg tiene otros planes. Intenta chantajearte para conseguir más dinero; y como seguro de vida esconde, en un lugar fuera de tu alcance, una carta en la que describe con gran detalle los acontecimientos de esa noche. Por desgracia, ignora que tu especialidad es hacer que la gente hable. Y eso es precisamente lo que logras que haga justo antes de que se presenten allí dos policías, a los que hieres pero sin llegar a matarles. Uno de ellos te guarda un poco de rencor y te pega un puñetazo que te deja inconsciente. Y ahora te encuentras aquí.
Durante toda la intervención, Jennings no desvió la mirada de Hjelm. Por detrás de los fríos ojos azules tenía lugar un intenso procesamiento de la información. Su cara empezaba a hincharse y colorearse del golpe, pero aun así parecía que todo aquello no fuera con él.
– O sea, hay dos preguntas fundamentales -continuó Hjelm-. Primero, ¿qué era lo que Eric Lindberger debía desvelar? Segundo, ¿sabes a quién mataste?
Silencio. Nada. Nada de nada.
– La segunda pregunta tiene trampa -siguió Hjelm-. Era el Asesino de Kentucky.
Los ojos de hielo se entornaron. Al menos eso le pareció a Hjelm, aunque quizá se tratara de una ilusión óptica.
– Me imagino que ya sabes que, desde hace un año, opera un copycat en Nueva York. Alguien se hizo con tus tenazas y se lanzó a la calle a buscar víctimas. También habrás leído en la prensa sueca que ese individuo está en Suecia; no creo que ese dato se le haya escapado a nadie. Pues sí, fue a él a quien disparaste. Tenía veinticinco años e iba a por ti. Lo mataste a sangre fría. ¿Sabes quién era?
Jennings seguía observándole. ¿Había un rastro de curiosidad allí dentro? ¿Realmente no había adivinado de quién se trataba?
– No te va a gustar -anunció Hjelm-. Se llamaba Lamar Jennings.
Wayne Jennings se echó hacia atrás unos diez centímetros. Una reacción notable para ser él. La fría mirada, a punto de desbocarse, subió disparada al techo. Luego la bajó para dirigirla de nuevo, dura como el acero, hacia Hjelm.
– No -dijo-. Mientes.
– Piénsalo. ¿Qué pasó con tus tenazas después de que engañaras a Larner y desaparecieras? Se quedaron allí. Craso error. Si la idea era seguir matando para despistar a Larner, las necesitabas, ya que tenían que ser idénticas para dejar las mismas marcas y demostrar así que el Asesino de Kentucky era otro y que estaba con vida. Te viste obligado a encargar unas nuevas y asegurarte de que tuviesen exactamente las mismas características, hasta la más mínima raya. Me imagino que no fue fácil.
Jennings contemplaba la pared.
– Tu hijo te sorprendió una noche en la cámara de tortura en Kentucky. Supuso el punto culminante a un maltrato de muchos años. ¿Por qué coño no dejaste en paz a tu propio hijo? ¡Un niño! ¿No entiendes lo que creaste? Un monstruo. Te copió. Vino aquí para aplicarte tu propio tratamiento, y lo matas como a un perro. Quien siembra sangre…
– Se dice quien siembra vientos… -corrigió Jennings.
– Ya no; ahora es quien siembra sangre… Has cambiado el dicho.
– ¿Realmente era Lamar?
– Sí. He leído su diario. Infernal. Verdaderamente infernal. Lo has asesinado dos veces. ¿Qué le hiciste cuando te sorprendió en el sótano en la granja? Sólo tenía diez años, joder. ¿Qué hiciste con él?
– Lo castigué, claro -reconoció Wayne Jennings con voz monótona.
Cerró los ojos. Se percibía una intensa actividad detrás de los párpados. Cuando volvieron a abrirse la mirada era otra, no sólo más decidida sino también más resignada.
– Sufrí fatiga de guerra -continuó-. Nunca podrás entender lo que es eso. En este país lleváis más de doscientos años sin estar en guerra. Lamar me recordaba lo que había sido: una persona normal con todas sus debilidades. Me ponía de los nervios. Sólo le quemaba un poco con cigarrillos. Se convirtió en mi desahogo. Yo no era muy diferente a mi propio padre.
– Venga, ahora cuéntalo todo -le conminó Hjelm.
Jennings se inclinó hacia adelante. Había tomado una decisión.
– Hicisteis bien en no dejar que esto saliera en los medios de comunicación. Habría sido devastador. I'm the good guy. No me creéis, pero la verdad es que soy de los buenos. La parte fea del lado bueno. La parte oscura, aunque imprescindible. Se trataba de hacer hablar al enemigo.
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