Arne Dahl - El que siembra sangre

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El que siembra sangre es la nueva novela de Arne Dahl, autor sueco de la novela Misterioso. Nuevamente, el protagonista es el inspector Paul Hjelm. Un año ha transcurrido desde la constitución del Grupo A, la unidad especial para la resolución de crímenes violentos de carácter internacional a la que Paul Hjelm pertenece. Debido a que no hay suficientes casos adecuados a sus objetivos y habilidades, los círculos policiales suecos comienzan a cuestionar la necesidad de la existencia de una unidad tan especializada.
Pero como si de un guiño del destino se tratase, el Grupo A recibe un aviso: un asesino en serie ha matado a un hombre por medio de un macabro ritual en el aeropuerto de Newark, en Nueva York, y viaja con su billete hacia Estocolmo. Se desconocen su nombre y su aspecto. El equipo entero se traslada de prisa al aeropuerto, pero, pese al operativo desplegado, el asesino escapa y empieza a matar en Estocolmo.
No parece que el móvil de sus asesinatos fuera el placer, un deseo retorcido o perverso. Hay un patrón en lo que hace, pero no está claro cuál es. Buscando averiguarlo, Paul viaja a Estados Unidos junto a su colega Kerstin Holm para entrevistarse con el FBI. Durante su ausencia, los asesinatos se suceden en Suecia ante el aprieto de los investigadores, que sólo cuentan como pista el pasado de la víctima de Newark y el método utilizado para asesinarla: una técnica de tortura que parece remitir a un criminal veterano, avispado y enormemente cruel.
Arne Dahl es el seudónimo del escritor sueco Jan Arnald, autor de novela negra conocido por su serie de libros Intercrime. La obra de Dahl contiene un gran trasfondo social y ha sido traducida a más de diez idiomas.

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Nyberg sacó la foto del pastor fallecido de Kerstin Holm y se la tendió a Mayer. Al revés. El otro se vio obligado a cogerla y girarla.

Tras contemplarla unos instantes, negó con la cabeza y se la devolvió a Nyberg, quien la recibió y la metió en la cartera.

– Lo siento -dijo Mayer-. ¿Debería conocerlo?

– Lo detuvimos en un coche que salía a toda velocidad de la zona portuaria. Uno de los trabajadores de los almacenes creyó reconocerlo como alguien que había trabajado en LinkCoop.

– No, no sé quién es.

Nyberg afirmó con la cabeza y se levantó perezosamente. Le tendió la mano a Mayer. El apretón de manos fue civilizado.

Tuvo que controlarse para no echar a correr por los pasillos. Les sonrió a las recepcionistas gemelas y fue recompensado por partida doble. El coche pasó las verjas rodando despacio y dobló la esquina con la misma lentitud.

Durante los últimos veinte metros pisó a fondo; pensó que bien podía permitirse ese lujo. Agachado bajo la lluvia, se pasó al Volvo de Hultin, en el que entró chorreando.

– ¿Todo bien? -preguntó Hultin.

– Creo que sí.

Le entregó la foto a Chávez, que seguía en el asiento de atrás. Hjelm la vio pasar volando ante sus ojos. Había algo profundamente macabro en las huellas dactilares del Asesino de Kentucky sobre el rostro del tímido pastor luterano marcado por el cáncer. Con las manos cubiertas por unos guantes de plástico, Chávez introdujo la foto en un pequeño escáner, sujeto a uno de los laterales del portátil. Todo estaba preparado. Tanto las huellas de Nyberg como las de Wayne Jennings se encontraban registradas. Tras una espera que se les antojó casi insoportable, el ordenador emitió un pitido. En la pantalla centelleaba la palabra «Match».

– Las huellas de Nyberg coinciden -anunció Chávez.

Nadie dijo nada. Aguardaron. Se les hizo eterno. Cada segundo era un paso hacia la desesperación.

Luego se oyó otro plin, y apareció de nuevo la palabra «Match».

– ¿No será otra vez Nyberg? -preguntó Hjelm.

– «Match» de Robert Mayer -anunció Chávez-. Wayne Jennings y Robert Mayer son la misma persona.

El Volvo gris metálico parado en un parking de una zona industrial a las afueras de Estocolmo vibró debido a un suspiro de alivio colectivo.

– No podemos irrumpir así como así en LinkCoop -dijo Hultin-. Nos descubriría como mínimo dos minutos antes de que llegáramos; y me imagino que le bastarían diez segundos para esfumarse.

Se hizo el silencio. Podría haberse definido como una sesión de lluvia de ideas, si no fuera porque llovía de todo menos ideas.

– Tendré que encargarme yo -asumió Nyberg-. Creo que he dado la impresión de ser lo bastante idiota como para haberme olvidado de algo.

– Acabas de sufrir una conmoción cerebral -advirtió Hultin.

– Es verdad -admitió Nyberg.

Acto seguido salió y se metió en su propio coche. Bajó la ventanilla.

– Estad preparados -añadió-. En cuanto pase algo me pongo en contacto.

– Ten cuidado -aconsejó Hultin-. Es uno de los asesinos profesionales más experimentados del mundo.

– Ya lo sé, ya -replicó Nyberg haciendo un irritado gesto con las manos. Arrancó el coche y se marchó.

En la garita dijo que se le había olvidado preguntar algo. Lo dejaron entrar. A esas alturas, llevaba quince segundos bajo el punto de mira de Mayer-Jennings, quien bien podía haberse esfumado ya. Nyberg esperaba de todo corazón haber causado una impresión pésima, la de un policía palurdo y corto. Las recepcionistas gemelas sonrieron y avisaron al jefe de seguridad. Consiguió deshacerse de la compañía de la minifalda danzante; así por lo menos ella no se jugaría la vida. ¿Cómo lo haría? A buen seguro que un arma podría aparecer en las manos de Mayer en décimas de segundo. Cualquier indicio de amenaza significaría la muerte inmediata de Gunnar Nyberg; no tendría nada que hacer. Y quería conocer a su nieto. Tomó una decisión.

Mayer estaba esperándolo en el pasillo delante del despacho. Se mostraba algo receloso, lo que sin duda significaba que por dentro era un hervidero de sospechas. Al verlo, a Nyberg se le iluminó la cara y se acercó a él.

– Lo siento -dijo jadeando un poco mientras ladeaba la cabeza-. Se me ha olvidado una cosa.

Mayer enarcó una ceja. Estaba preparado. La mano se acercó unos milímetros al borde de la americana, pero enseguida se retiró.

Entonces Gunnar Nyberg le pegó un puñetazo, un tremendo gancho que lo arrojó por el pasillo. La cabeza golpeó contra la pared con un sonoro crujido y el tipo se quedó tumbado en el suelo.

Asunto resuelto.

28

– Un plan brillante -gruñó Jan-Olov Hultin.

– Pues ha funcionado -replicó Gunnar Nyberg con una mueca de dolor en la cara.

Se había roto tres dedos de la mano derecha. La escayola todavía estaba húmeda.

Nyberg había arrastrado a Mayer a su despacho y desde allí llamó a Hultin. Decidieron que era esencial intentar mantener al margen a los medios de comunicación para no ver limitado su campo de actuación. Trazaron una estrategia. Bajo el pretexto de que necesitaba hablar con su compañero, Hjelm entró en LinkCoop y siguió a la mitad del danzarín dúo de gemelas a través de los pasillos. Juntos, aunque ligeramente renqueantes, Hjelm y Nyberg localizaron una puerta trasera idónea por la que sacar a Mayer, con el primero ejerciendo de vigilante. Luego Nyberg abandonó la empresa por donde había entrado -la sonrisa que les dedicó a las recepcionistas resultó algo forzada-, se subió al coche, rodeó el edificio y entre los dos consiguieron meter a Mayer en el maletero. Después Hjelm también salió de LinkCoop pasando por la recepción. No cabía duda de que las gemelas eran de una belleza deslumbrante.

Por un momento tuvieron miedo de que Nyberg hubiese matado a Mayer, lo cual quizá no fuera del todo justificable. Pero el hombre era un profesional hasta en eso: se despertó media hora más tarde, encerrado en una celda donde, en realidad, nadie sabía que estaba, pues Hultin optó por mantener un perfil extremadamente bajo, también en el ámbito interno. El médico de la policía constató que además de una conmoción cerebral tenía una fisura en el hueso maxilar y otra en el malar. No se había fracturado la mandíbula, así que podía hablar. Pero no lo hacía.

Primero lo intentó Hultin. Hjelm se había colocado en una silla al lado de su jefe, Viggo Norlander y Jorge Chávez estaban sentados junto a la puerta, y apoyados contra una de las paredes se encontraban Arto Söderstedt y Kerstin Holm. Excepto Gunnar Nyberg, que había preferido no presenciar el interrogatorio, se hallaban todos presentes en esa pequeña celda, estéril y casi secreta que había en el sótano del edificio de la policía. Nadie quería perdérselo.

– Soy el comisario Jan-Olov Hultin -empezó Hultin educado-. Tal vez ya ha visto mi nombre en la prensa. Es mi cabeza la que piden en una bandeja.

Robert Mayer estaba sentado, esposado y encadenado a una mesa soldada al suelo, mirándolo impasible. «Un hueso duro de roer», pensó Hultin.

– Wayne Jennings -continuó-. ¿O prefieres que te llame el Asesino de Kentucky? ¿O te gusta más K?

La misma mirada fría. Y el mismo silencio.

– Parece que todavía nadie te echa de menos en LinkCoop, y nos hemos asegurado de que no se haya filtrado nada a la prensa. En cuanto tu nombre salga en los periódicos las cosas cambiarán, como comprenderás. Ni siquiera tus jefes saben que estás aquí. Así que cuéntanos ya qué es lo que está pasando.

La mirada de Wayne Jennings resultaba escalofriante. Te taladraba. Te colocaba en el punto de mira, perfectamente alineado en el centro de la cruz filar.

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