– No puedo.
Y le habló de la llamada de Livia y de la excusa de Mimì para pasar algunas noches fuera de casa.
– ¿Comprendes? Si no intervengo, Beba acabará por recurrir directamente a mí. Y entonces no podré cubrirlo. Además, hay una cosa de Mimì que me preocupa mucho.
– Antes de contármela, vamos a tomarnos otro whisky.
– Tómalo tú.
Le comentó el cambio de Mimì, sus enfados sin motivo, sus ganas de armar jaleo para desahogarse.
– Las posibilidades son dos -dijo Ingrid-. O bien esta relación lo trastorna porque ama a Beba y se siente culpable, o bien se está enamorando en serio de la otra mujer. Todo ello partiendo de la premisa de que Mimì tenga una amante, tal como crees tú. Pero ¿no podría ser que saliera de noche por algún otro motivo?
– No lo creo.
– ¿Qué quieres de mí?
– Querría que descubrieras si es verdad que Mimì tiene una amante. Y a ser posible, que averigües quién es. Te digo cuál es su coche y tú lo sigues.
– Pero no puedo pasarme todas las noches delante de su casa…
– No será necesario. Después de todo lo que me dijo Livia, he hecho unos cuantos cálculos. Seguramente Mimì saldrá mañana por la noche. ¿Sabes dónde vive?
– Sí. Mañana por la noche no tengo ningún compromiso. Y después, ¿qué hago?
– Me llamas a casa. A la hora que sea.
Esperó a que Ingrid se terminara el whisky y después salieron del bar.
– ¿Vamos en tu coche o en el mío? -preguntó Ingrid.
– En el mío. Tú has bebido.
– Pero ¡lo aguanto muy bien!
– Sí, pero si nos paran será difícil explicarlo y convencerlos. Después volveremos a recoger tu coche.
Ingrid lo miró con una sonrisita y subió al automóvil del comisario.
***
Llegaron al restaurante Peppucciu 'u Piscaturi, en la carretera de Fiacca, cuando ya eran casi las diez. El comisario había reservado una mesa porque aquel local estaba siempre lleno. Además, conociendo los gustos de Ingrid, que tenía buen saque, había pedido también la cena en la certeza de que contaría con su aprobación. Y contó con ella, en efecto.
Menú: entremeses marineros (anchoas cocinadas en zumo de limón y aliñadas con aceite, sal, pimienta y perejil; anchoas sciavurusi , aromáticas, con semillas de hinojo; ensalada de pulpo; pescadito frito); primer plato: espaguetis con salsa coralina; segundo plato: langosta a la marinera (a la brasa, aliñada con aceite, sal y una pizca de perejil).
Bebieron tres botellas de un vino blanco traicionero: parecía bajar como agua fresca, pero después, cuando ya estaba dentro, salía disparado y encendía el fuego. Al final tomaron un whisky para ayudar a la digestión. Cuando salieron del restaurante, Ingrid preguntó:
– Y ahora, si te paran, ¿cómo te las arreglarás para explicar que aguantas bien el vino? -Y se echó a reír.
Montalbano condujo todo el rato con los ojos abiertos de par en par y los nervios a flor de piel. Temiendo un desafortunado encuentro con alguna patrulla, no superó en ningún momento los cincuenta kilómetros por hora. Ni siquiera abrió la boca para no distraerse.
Al llegar al aparcamiento del bar de Marinella, advirtió que Ingrid se había dormido. La sacudió con delicadeza.
– ¿Hum? -respondió ella sin abrir los ojos.
– Hemos llegado. ¿Estás en condiciones de conducir?
Ingrid abrió un ojo y miró alrededor, aturdida.
– ¿Qué has dicho?
– Te he preguntado si estás en condiciones de conducir.
– No.
– Pues entonces te llevo a Montelusa.
– No. Voy a tu casa, me ducho y después vuelves a traerme aquí para coger el coche.
Mientras Montalbano abría la puerta de su casa, Ingrid se tambaleaba tanto que tuvo que apoyarse en la pared.
– Voy a tumbarme cinco minutos -dijo, dirigiéndose al dormitorio.
El comisario no la siguió. Abrió la cristalera y se sentó en la banqueta de la galería.
No soplaba ni una pizca de viento, y la resaca del mar era muy lenta; casi no conseguía moverse. En aquel momento sonó el teléfono. Montalbano corrió a cerrar la puerta del dormitorio y levantó el auricular. Era Livia.
– A ver si me dices qué estabas haciendo.
Hablaba en plan Torquemada. ¡Las mujeres! Livia jamás había iniciado una llamada con semejante pregunta. Pero esa noche, en cambio, cuando en la cama de su hombre estaba durmiendo otra mujer, le daba por el tono inquisitorial. ¿Qué era eso? ¿Sexto sentido animal? ¿O acaso tenía ojos de rayos X y veía desde lejos? Montalbano se quedó impresionado, se hizo un lío mental y, en lugar de decirle la verdad, o sea, que estaba contemplando el mar, le contestó, a saber por qué, con una inútil y estúpida mentira.
– Estaba viendo una película en la televisión.
– ¿En qué canal?
Llevaban años juntos, y a aquellas alturas ella, a la mínima inflexión de voz, comprendía si lo que él le estaba diciendo era verdadero o falso. ¿Y ahora cómo salía de ese atolladero? Lo único que podía hacer era seguir adelante por aquel camino.
– En la tres. Pero ¿qué…?
– Yo también la estoy mirando. ¿Y cómo se llama la película?
– No lo sé; cuando he encendido la tele, acababa de empezar. Pero ¿qué son todas estas preguntas? ¿Qué mosca te ha picado?
– ¿Por qué hablas en voz baja?
Era verdad, ¡maldita sea! Lo estaba haciendo instintivamente para no despertar a Ingrid. Carraspeó.
– Ah, ¿sí? No me había dado cuenta.
– ¿Quién está contigo?
– ¡Pues nadie! ¿Quién quieres que esté?
– Ya. Me ha llamado Beba. Mimì le ha dicho que mañana por la noche también tendrá que hacer una vigilancia.
Muy bien, eso significaba que sus cálculos eran correctos.
– ¿Le has dicho a Beba que tenga un poco de paciencia?
– Sí. Pero tú no me dices la verdad.
– ¿Qué es lo que yo no…?
– Tú no estás solo.
Mierda, ¡qué olfato el suyo! Pero ¿acaso tenía antenas? ¿Hablaba con las urracas?
– ¡Ya está bien!
– ¡Júramelo!
– Si tanto te empeñas, te lo juro.
– Bah. Buenas noches.
Ya estaba. Livia había quedado servida. Tanto había hecho y tanto había dicho que él, inocente, había tenido que decir una mentira y jurar que era cierta. Una mentira pese a ser inocente. ¿Inocente? ¡Pues no! Tan inocente no era. Livia había acertado de lleno. Era verdad que con él había otra persona, una mujer, pero ¿cómo explicarle que esa mujer no era…? Se imaginó el final del diálogo:
– Pero ¡si está durmiendo en NUESTRA cama!
¡Maldita sea una y mil veces! Tenía razón; aquella cama no era sólo de él, sino de los dos.
– Sí, pero mira, después se irá…
– ¿Después de qué? ¿Eh?
Mejor pasar página.
Volvió a la galería. Sacó del bolsillo la carta de Mimì; la había cogido para enseñársela a Ingrid, pero después había cambiado de idea. No la leyó, sino que se quedó contemplando el sobre y reflexionando.
¿Por qué Mimì había ordenado a Galluzzo que copiara una carta tan personal y reservada? Esa era una de las primeras preguntas que se había hecho cuando Galluzzo se la entregó. Mimì podía haber vuelto a copiarla él mismo, meterla en el sobre y mandársela, si verdaderamente no quería verlo.
¿No se daba cuenta de que, actuando de esa manera, revelaba a un extraño la delicada situación que había entre ellos dos? Y después: ¡anda que elegir precisamente a Galluzzo, que era de lengua suelta y tenía un cuñado periodista!
Un momento. Quizá hubiera una explicación. ¿Y si Mimì, pongamos por caso, lo hubiese hecho a propósito? Calma, Montalbà, tal vez hayas acertado.
Mimì ha actuado así porque quiere que el asunto lo conozcan otras personas, porque quiere darle cierta publicidad.
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