Andrea Camilleri - Las Alas De La Esfinge

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Montalvano se encuentra sumido en un mar de dudas. Su relación con Livia (se entenderá mejor si se ha leído Ardores de Agosto) es… compleja.
Entonces aparece el cadáver de una joven, de quien por toda identidad se tiene el tatuaje de una esfinge (mariposa nocturna) en su espalda. Y esta pista le lleva a investigar una asociación benéfica (La Buena Voluntad) dedicada a redimir chicas de la calle. La asociación está respaldada por gente importante… pero a Montalvano el tema le huele mal…

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– ¿Y yo? -dijo Augello.

– Ya te lo he dicho: métete en el bolsillo la fotografía de Picarella y corre a ver al jefe superior; hazme caso. Nos vemos esta tarde a las cinco. Ah, enviadme a Catarella.

Mientras ambos salían, Montalbano escribió algo en una hoja doblada. Catarella se presentó de inmediato.

– ¡A sus órdenes, dottori !

– En esta hoja hay dos nombres, Graceffa y monseñor Pisicchio. De Graceffa te he anotado también el número. Lo llamas y le pides que te dé el número de su hermana, que se llama Carmela, el número y la dirección. Después busca en la guía telefónica de Montelusa a monseñor Pisicchio, lo llamas y me lo pasas. ¿Está claro?

– Más claro que el sol, dottori.

A los cinco minutos sonó el teléfono.

– Pisicchio.

– ¡Ah, monseñor! Soy el comisario Montalbano de Vigàta. Disculpe que me haya tomado la libertad de…

– ¿Por qué quiere saber cómo se llama mi hermana y su número de teléfono? -lo interrumpió Pisicchio.

Por la voz se deducía que el monseñor estaba más bien cabreado. Virgen santa, pero ¿qué lío había armado Catarella?

– No, monseñor, perdóneme; el encargado de la centralita… el encargado de la centralita se habrá… su hermana no… perdone, yo quería ir a verlo esta mañana a propósito de una investigación que…

– ¿Que no se refiere a mi hermana?

– En absoluto, monseñor.

– Pues entonces venga a las doce del mediodía en punto. Via del Vescovado, cuarenta y ocho. Sobre todo, le ruego que sea puntual.

La comunicación se cortó sin ninguna despedida. Era hombre de pocas palabras monseñor Pisicchio.

– ¡Catarella!

– ¡Aquí estoy, dottori ! ¡Tengo el número de la hermana de Graceffa!

– Pero ¿por qué le has preguntado el nombre y el número de su hermana también a monseñor?

Catarella lo miró perplejo.

– Pero ¿usía no quería el número de las dos hermanas, la de Graceffa y la de monseñor Pisicchio?

– Déjalo correr. Dame el número que te ha facilitado Graceffa y procura desaparecer.

Catarella se retiró, confuso y humillado. Como es natural, en el número no se distinguía si los treses eran ochos y los cinco, seises. Consiguió acertar a la primera.

– ¿Señora Loporto?

– Sí, ¿con quién hablo?

– Soy el comisario Montalbano. Su hermano Beniamino me ha facilitado su número. Necesito hablar con usted.

– ¿Conmigo?

– Sí, señora.

– ¿Y yo por qué tengo que hablar con usted? ¡Ni hablar del peluquín! ¡Yo la conciencia la tengo tranquila!

– No me cabe duda. Se trata de una simple información.

– ¡Ah, bueno! ¡Ya lo he comprendido! -Carcajada sardónica de la señora Loporto.

– ¿Qué ha comprendido?

– ¡Ya no hay comidita para gatos, amigo mío!

– No entiendo, señora.

– ¡Yo, en cambio, a ti te entiendo muy bien! Como la otra vez, que con la excusa de pedirme una información, ¡me vendiste una aspiradora que no funcionaba! Quizá lo mejor sería cambiar de tono.

– Muy bien, pues dentro de cinco minutos van dos agentes a recogerla y la traen a comisaría.

– Pero ¿de verdad eres un poli?

– Sí. Y le aconsejo que conteste a mi pregunta: cuando usted buscaba una cuidadora para su hermano, ¿a quién recurrió?

– Al padre Pinna.

– ¿Quién es?

– ¿Cómo que quién es? Un cura. ¡El párroco de mi iglesia!

– ¿Y él fue quien le indicó a aquella chica rusa, Katia?

– No; el padre Pinna me dijo que me dirigiera a monseñor Pisicchio, que está en Montelusa.

– ¿Y fue monseñor Pisicchio quien le envió a Katia?

– No; fue otra persona por cuenta del monseñor.

Las calles de la parte antigua de Montelusa están tan enmarañadas como los intestinos en la barriga; las direcciones prohibidas, las obras públicas, los contenedores de basura llenos a rebosar, los cascotes de una finca baja con jardín que se había derrumbado dos meses atrás y seguían obstruyendo la mitad de una callejuela, hicieron que Montalbano llegara diez minutos después del mediodía.

– Llega usted con retraso -dijo monseñor Pisicchio mirándolo indignado-. ¡Y eso que le había rogado que fuera puntual!

– Perdone, pero el tráfico…

– ¿Acaso el tráfico es una novedad? Eso significa que, sabiendo que siempre hay tráfico, uno sale antes de casa y evita llegar tarde.

Era un hombretón de unos cincuenta años, de cabello pelirrojo y figura y modales de ex jugador de rugby. En el despacho del obispado, todos los muebles estaban en proporción con el tonelaje del monseñor, incluido el crucifijo que había detrás del escritorio y que también lo miró de mala manera, o eso por lo menos le pareció a Montalbano, por haber llegado con retraso.

– Crea que lo siento -dijo Montalbano, temiendo sufrir algún castigo corporal.

– ¿Qué desea de mí?

– Me han dicho que está usted al frente de una organización que se encarga de buscar trabajo…

– Sí. La organización, como usted la llama, es una asociación fundada hace cinco años, La Buena Voluntad. Nos encargamos sobre todo de muchachas muy jóvenes para evitar que caigan en ambientes ambiguos o en el mundo del hampa, estilo droga, prostitución…

– ¿Cuántos son ustedes?

– Aparte de mí, seis. Tres hombres y tres mujeres. Todos voluntarios, dotados precisamente de buena voluntad.

– ¿Cómo hacen las chicas para ponerse en contacto con ustedes?

– De muchas maneras. Algunas se presentan solas porque se han enterado de nuestra existencia; a otras nos las indican los párrocos, asociaciones similares a la nuestra u otras personas corrientes; a otras conseguimos convencerlas de que abandonen lo que estaban haciendo y confíen en nosotros.

– ¿Y cómo las convencen? -preguntó el comisario. Confió en que, entre los medios de convicción, no se incluyeran maneras rudas propias de un jugador de rugby.

– Nuestros voluntarios las abordan en las calles donde han empezado a prostituirse o bien en los locales nocturnos… En resumen, intentamos llegar a tiempo, antes de que ocurra lo irreparable.

– ¿Cuantas aceptan su ayuda?

– Más de las que pueda imaginar. Muchas jóvenes se dan cuenta del peligro y prefieren un trabajo honrado a las ganancias fáciles.

– ¿Ocurre que alguna muchacha se harte del trabajo honrado y regrese a las ganancias fáciles?

– Raras veces.

– ¿Podría hablar con sus voluntarios?

– No hay problema. -Buscó bajo el escritorio, sacó una hoja y se la entregó-. Aquí están los nombres, direcciones y números de teléfono.

– Se lo agradezco. He venido por dos chicas rusas, Katia e Irina, que su organización, perdón, su asociación ha…

– Por desgracia, de esa tal Irina me hablaron. Pero usted no tiene que dirigirse a mí.

– ¿Pues a quién entonces?

– Verá, yo represento legal y oficialmente a La Buena Voluntad, la presido, recaudo fondos, pero ¿me creerá si le digo que, en cinco años, no he visto ni siquiera a una de esas chicas?

– ¿Pues a quién debo dirigirme?

– Al primer nombre de la lista. Es el cavaliere Guglielmo Piro, el brazo operativo, vamos a decir.

– ¿La organización, perdón, la asociación tiene una sede?

– Sí, en dos cuartitos de via Empedocle, doce. Encontrará todas las indicaciones en la hoja que le he entregado.

– ¿Qué horario tienen?

– En via Empedocle hay alguien sólo pasadas las siete de la tarde. De día mis voluntarios trabajan, ¿comprende? Además, para hacer lo que hacemos, nos basta el teléfono. Y ahora no me haga más preguntas. Habrá de perdonarme, pero tengo un compromiso. Si se hubiera dignado ser puntual…

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