Andrea Camilleri - El Primer Caso De Montalbano

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Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri -uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años- ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano. Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco. Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen… Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.

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– ¿Eso es todo? Todavía no oigo las tracas más gordas.

– Es hijo de Romualdo Arena, llamado Rorò.

– ¿Y quién es Rorò?

– No quién es sino quién era, dottore. Lo mataron hace más de veinte años. Pertenecía a la familia de los Sinagra.

¡Un mafioso muerto de un disparo en el transcurso de la guerra entre los Sinagra y los Cuffaro! Montalbano plantó enseguida las orejas.

– ¿Ya ha oído finalmente la traca, dottore ? -dijo Fazio, sonriendo a modo de desquite.

– ¿Y cómo es posible que el hijo no se vengara?

– Por aquel entonces estaba trabajando en Alemania como obrero de una fábrica de automóviles. Regresó un año después y fue detenido por la historia de la pistola. Por lo visto, la intención de vengarse la tenía. Pero cuando salió de la cárcel, las cosas estaban cambiando rápidamente en perjuicio de los Sinagra. Y entonces él no se movió.

– ¿Por qué no siguió las huellas de su padre?

– Fue Rorò quien no quiso que entrara en el circuito. Quería mucho a su hijo.

– Si, tal como me has dicho, Giacomo Arena vive un poco a salto de mata, razón de más para preguntarse quién le dio el dinero para comprarse la casa de vacaciones en el campo.

Dottore, se ve que usía no ha mirado bien la lista que le hizo el señor Carmona. Es muy precisa. La casa sigue perteneciendo al señor Di Gregorio, Arena la tiene alquilada. Y se ha ido a vivir allí.

– ¿Desde cuándo?

– Desde hace tres meses. Tiene un contrato de un año.

– ¿Vive solo allí?

– Sí, señor. De vez en cuando le hace compañía alguna puta.

– ¿Sabes si Arena, aparte de la camioneta, tiene también algún otro vehículo?

– Claro. Un Polo.

Montalbano se quedó un poco pensativo y después preguntó:

– La hipótesis de que Giacomo Arena se haya puesto a la disposición del americano ¿te parece poco probable?

– Para nada, dottore. Sólo que, a mi juicio, las cosas ocurrieron justo al revés.

– ¿Qué quieres decir?

– Que fue Balduccio júnior quien se puso en contacto con los supervivientes o los parientes de la familia. En la elaboración de la lista puede que le echara una mano el honorable abogado Guttadauro, que los conoce a todos, los vivos y los muertos.

– Sea como fuere, de este contacto entre el americano y Giacomo Arena no tenemos pruebas.

– No ha habido tiempo de buscarlas -lo corrigió Fazio.

– ¿Sabes qué vas a hacer, Fazio, a partir de este momento?

– Pues claro que lo sé. Pisarle los talones a Giacomo Arena.

– ¿Sabes fotografiar?

– Me las apaño.

– Sácame unas cuantas fotos de Arena sin que él se dé cuenta. Busca a alguien que te ayude, si quieres. Me interesa especialmente que se le vea bien la cara. En cuanto las hayas hecho, manda revelarlas y me las traes.

– Pero, dottore, no es necesario hacer como en el cine, vigilancia, fotografías. Seguro que en algún sitio encuentro una imagen de Giacomo Arena.

– ¡Pero, hombre, por Dios! ¿Quieres darme una foto de carnet o de archivo? ¡Esas parecen hechas a propósito para que no se pueda identificar a la gente!

Acababa de llegar a Marinella cuando sonó el teléfono. Era Linda.

– Salvo, como tenía un compromiso que se ha anulado, he pensado que podríamos ir a cenar.

«¿Para que después puedas troncharte de risa a costa mía con Beba?», pensó inmediatamente Montalbano, enfurecido.

– Lo siento, pero estoy esperando a unas personas. Ya hablamos. Hasta pronto.

Colgó. Sonó el teléfono.

– Linda, ya te he dicho que…

– ¿Quién es Linda? -preguntó la voz de Livia.

Y adiós muy buenas.

6

Noche infame, un total de ocho larguísimas llamadas hechas y recibidas desde Boccadasse, provincia de Génova, hasta que el cansancio y el sueño se impusieron a los dos contendientes. Se presentó en el despacho con una pinta espantosa. Al verlo con aquella cara, ni siquiera Catarella tuvo el valor de ir más allá de un normal:

– Buenos días, dottori. -Dicho, por si fuera poco, a media voz.

– Buenos días una mierda -fue la fúnebre y amenazadora respuesta.

Nadie se atrevió a molestarlo durante unas dos horas. En efecto, eran poco más de las once cuando llamaron discretamente a la puerta. Era Fazio, a quien ya debían de haber advertido del negro humor del comisario, pues dijo mientras se sentaba:

Dottore, ¿quiere apostar a que, en cuanto yo empiece a hablar, se le pasa de golpe el ataque de mal humor?

– Apostemos. ¿Cómo es que estás aquí en lugar de estar vigilando a Giacomo Arena?

– Ya lo he vigilado, dottore. De la sorpresa que me he llevado me he caído de culo, dicho sea con todo el respeto.

– Cuéntame.

– Esta mañana a las seis me he apostado con mi coche en la carretera de Piano Torretta. Me he llevado a Alfano porque está con nosotros desde hace una semana y nadie lo conoce. Llevaba también la cámara. Bueno, pues a las siete de la mañana nos ha adelantado la camioneta de Arena que luce escrito en los costados «G. ARENA – MUDANZAS – TRANSPORTES». Él delante y nosotros detrás. A medio camino se ha detenido en una gasolinera y, como había un poco de cola, ha bajado. Entonces se me ha ocurrido una idea. Le he dicho a Alfano que le preguntara si podría hacerle una mudanza urgente. Mientras Alfano hablaba con él, he sacado un montón de fotografías que ya están revelando. Al volver, Alfano me ha dicho que Arena le había contestado que ya no se dedica a hacer mudanzas ni transportes porque ahora trabaja como colaborador fijo al servicio de una empresa. Cuando ha terminado, lo hemos seguido y hemos visto dónde se detenía, justo a la entrada de un gran almacén, en el que ha entrado. Al poco rato han salido dos hombres, que han cargado varios frigoríficos y calentadores de baño en la camioneta. Al finalizar la operación, Arena se ha sentado al volante y se ha ido a entregar los electrodomésticos.

– ¿Por qué no lo has seguido?

– Porque ya no era necesario. Las fotografías ya las tenía y hasta me había enterado de para quién trabaja Arena; consta en el rótulo del almacén.

– ¿Qué dice?

– Electrodomésticos Infantino.

– ¿Y qué?

– ¿Lo ha olvidado, dottore ? La otra vez se lo comenté. Calogero Infantino es aquel señor sin antecedentes penales, comerciante de electrodomésticos, casado con Angelina Cuffaro, que figura en los nuevos consejos de administración de las empresas adquiridas por Balduccio júnior.

Montalbano lo miró asombrado.

– Pero ¿cómo? ¿Ahora Arena se pone a trabajar para la familia Cuffaro, la que mató a su padre?

Dottore, pero ¿no dice usted mismo que los tiempos han cambiado? Ahora sólo se piensa en términos de bisnis.

Inesperadamente Montalbano esbozó una sonrisa. Y Fazio también.

Dottore, ¿he ganado la apuesta?

– Sí.

– Pues entonces invíteme a un café, que falta me hace.

– A mí también -dijo el comisario bostezando.

A última hora de la mañana, Montalbano decidió reunir al estado mayor de la comisaría, integrado por él mismo, Fazio y Augello.

– Las cosas, tal como yo lo veo, se desarrollaron de la siguiente manera. Balduccio júnior regresa de América para blanquear un dinero mafioso. Puesto que pertenece a la tercera generación, en lugar de declararles la guerra a los Cuffaro, se alía con ellos, estableciendo cierto reparto de los beneficios. Los negocios le van bien porque trabaja bajo mano, adquiriendo empresas al borde de la quiebra. Sin embargo, cuando pretende extender su radio de acción al mercado al por mayor del pescado, tropieza con dos dificultades. La primera es que la compañía de Belli, la Vigamare, va viento en popa y, por consiguiente, los métodos tienen que ser distintos de los utilizados hasta el momento; la segunda es que Fernando Belli es un hombre honrado, difícil de doblegar. Pero Balduccio no tarda en descubrir la trama oculta de la Vigamare, es decir, lo del otro socio, el cuñado de Belli, Gerlando Mongiardino. Lo aborda, o manda que otros lo aborden, y le plantea las ventajas que podría obtener si él, Balduccio, consiguiera introducirse de alguna manera en la sociedad. Gerlando Mongiardino habla evidentemente de ello con su cuñado, pero éste lo manda al carajo. De ahí las peleas que todos conocemos. ¡Y un cuerno disparidad de criterios acerca del rumbo de la empresa!

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