– Vino a buscarme -dijo Joyce-. Él estaba allí, vio a los tipos y ellos le vieron.
Harry esperó. Mantuvo la mirada fija.
– Quiere hablar contigo -prosiguió ella.
– No lo dudo. ¿Tiene la citación judicial?
– Está aquí por su cuenta.
– Es un tipo extraño -comentó Harry.
– Quiere que regreses con él.
– Espero que hayas aclarado las cosas.
– Le dije que no lo harías -respondió Joyce-, pero ahora es diferente. No me refiero a que regreses, pero habla con él. Puedes necesitarle.
Harry vaciló, después sonrió.
– ¿Lleva el sombrero vaquero? No, no le necesito. Porque no veo cómo pueden encontrarnos. -Desvió la mirada mientras hablaba.
Joyce se volvió lo suficiente para ver a Robert Gee cruzando el jardín. Esperó y dijo:
– Harry no cree que le encontrarán. -Le hablaba a un amigo al que había conocido bien en el viaje desde Milán hasta aquí, un hombre en el que confiaba.
– Estaba a punto de mencionarlo -dijo Robert Gee-. Pienso que deberíamos entrar en la casa. Allá arriba hay un tramo de carretera desde donde nos pueden ver.
– Primero tendrán que buscarme en la ciudad -señaló Harry-, antes de que se les ocurra subir por la carretera. Sé lo que quieres decir. Desde allí puedes ver el jardín, pero sólo -Harry chasqueó los dedos-, por un segundo. Porque has de saber a dónde mirar, y necesitas unos prismáticos para identificar a cualquiera.
– ¿Quieres un consejo? -le preguntó Robert Gee.
– Vale. ¿Qué?
– Entra en la casa. Y sal sólo cuando sea de noche.
– Mi guardaespaldas -le dijo Harry a Joyce-. Y mi cocinero. Uno intenta mantenerme vivo y el otro intenta matarme con pasta carbonara.
Joyce miró a Robert. Ninguno de los dos sonreía. Robert le dijo a Harry:
– No es coña. Quizá piensas que a tu edad puedes comportarte a la brava, como si te importara una mierda lo que te pueda pasar. O puede que esté equivocado, no sepa dónde tienes la cabeza y no debería intentar adivinarlo. Pero yo también estoy aquí. ¿Lo comprendes? Yo estoy aquí y ahora Joyce está aquí. Sé que ellos van en serio. ¿Lo comprendes? Así que nosotros también debemos ir en serio. Si alguna vez aparecen por aquí con armas, dispararán contra todo bicho viviente. Tú los conoces. ¿Tengo razón o no?
Joyce observó a Harry, que fruncía el ceño como si entrecerrara los ojos para mirar el sol, exagerando mucho.
– ¿Qué intentas decir? -preguntó Harry.
Como si no lo entendiera. Montando el numerito.
Robert pareció sorprendido.
– Sólo lo que acabo de decir. ¿No he sido bastante claro? Intento hacerte comprender -insistió Robert- que te lo tomes en serio y entres en la casa, que hagas lo que digo. No piensas en ninguno de los que estamos aquí, ni en Joyce ni en mí, ni en lo que nos ocurriría si esas personas descubren dónde estamos y vienen aquí con sus armas.
Harry continuó mirándole ceñudo.
– Bueno, sabes que en tu trabajo corres un cierto riesgo -dijo-. Por eso llevas un arma. ¿Me equivoco?
– Siempre -contestó Robert-. Comprendo que hay un riesgo cuando te juegas el cuello por dinero. Lo que no me gusta es jugármelo si no me pagan lo bastante por hacerlo.
Harry sonrió.
– Ahora sí que estamos llegando al fondo de la cuestión. Lo que me estás diciendo es que no piensas que lo acordado, cinco papeles a la semana, sea suficiente. Quieres renegociar, a la vista de que quizá tengas que sudar para ganarte el dinero. Y si no consigues lo que quieres, te largas. ¿Es así cómo están las cosas? -dijo Harry-. Te lo pregunto porque supongo que no te conozco tan bien como pensaba. En cambio a los otros tipos, los que conozco de toda la vida, les pagas para que hagan algo y lo hacen. Puedes confiar en ellos.
Robert meneó la cabeza.
– Te equivocas, Harry -afirmó.
A Joyce le pareció que estaba cansado, e intuyó que tenía razón.
– Quizá lo haces aposta -siguió diciendo Robert-, quieres discutir. Quieres hacer ver que no tienes miedo, así que hablas como un tipo duro, como si no te importara. Lo entiendo, Harry, entiendo la razón por la que lo haces. Pero no me voy a quedar aquí contemplándote, porque entonces te descuidas y les das a esos tipos más oportunidades de las necesarias. ¿Me entiendes?
– Te entiendo perfectamente -respondió Harry-. Es como el precio de los paraguas, que sube cuando llueve. ¿No es así? No pago tu precio, y te largas, porque eres libre de trabajar como quieras.
A Joyce le entraron ganas de pegarle.
Robert volvió a menear la cabeza diciéndole:
– Harry, el dinero no tiene nada que ver con esto. Es tu manera de comportarte.
– Puedes salir a buscar clientes -le dijo Harry, sin hacer caso de su protesta-. Ve a ver a los tipos que me buscan… Quizás ellos te paguen lo que pides.
– Tío, eres peor de lo que pensaba -afirmó Robert. Dio media vuelta y echó a andar.
Joyce dijo:
– Espera, Harry, has vuelto a beber, ¿no es así? -Lo observó volverse despacio, meditando la respuesta. Luego Harry ladeó la cabeza.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó con esa mirada suya seria e interesada.
Robert Gee también esperaba oír la explicación de Harry.
– Bueno, sé que lo haces.
– Espera un momento. Lo haga o no lo haga, quiero saber por qué lo has dicho.
– Harry, por amor de Dios, porque te pones serio e intentas parecer lógico, un tipo listo, y tú no eres así. Me doy perfecta cuenta cuando finges.
– Entonces no estás diciendo que estoy borracho.
– No, estás en lo que solías llamar «mantenimiento»; bebes sólo lo suficiente para que no te resulte tan duro, para mantener controlado tu sistema nervioso central. ¿Recuerdas cuando me lo explicabas? -Joyce casi sonrió-. No digo que no debas beber, sólo que estás bebiendo.
– Tomé unas cuantas copas el domingo pasado -dijo Harry-. Tenía problemas, ya sabes, para hablar con la gente, no podía arrancar, así que… no tomé martinis, sólo whisky y agua. De todos modos aquí no saben preparar martinis. Eso fue el domingo. Desde entonces, durante la semana pasada, no bebí más que dos al día y un par de vasos de vino con la cena. Pregúntale a Robert. Volví a ser el de antes después de pasar por un -¿cómo lo llamarías tú?-, un período de ajuste, de «asentamiento».
– Mientras volvías a ser el de antes -preguntó Joyce-, ¿le dijiste a alguien dónde vivías?
El domingo por la noche, Raylan entró en el bar del hotel a tomarse un trago, sin saber qué pedir. Ya sabía qué no tenían, ni nunca habían oído mencionar, Diet-Rite o Dr. Pepper. Tampoco Mountain Dew. Tenían Coke, Pepsi-Cola y Seven-Up. Raylan se sentó en la vieja barra de madera oscura viéndose a sí mismo en el espejo y pidió una Pepsi, sin hielo. Llenó el vaso, bebió la mitad, y sintió que le lloraban los ojos con el picor. Estaba cansado.
Había mostrado la foto de la jeta de Harry en todos los cafés de la Vía Veneto y algunos camareros habían asentido, «sí, el americano». El recepcionista de un hotel dijo: «Sí, el americano con el mismo nombre que el río de la Toscana, aunque en su pasaporte aparece escrito de otra manera.»
Nadie recordaba que Harry dijera nada en particular y Raylan se sorprendió, porque sabía que Harry no bebía. Pero después pensó: «Caray, tú apenas si bebes y estás aquí.» Así que le mostró la foto al pequeñajo que atendía la barra y éste asintió de inmediato.
– ¿Le conoce?
– Sí, desde luego, el señor Arnaud.
– El mismo nombre que el río -dijo Raylan.
– Sí, vino por aquí, humm, creo que hace unas tres semanas. Pasaba por aquí cada tarde a tomar el té. Eso fue durante las dos primeras semanas. La tercera se pasó al whisky. -El pequeñajo sonrió-. Y se convirtió en una persona más amable.
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