Aquella noche, cuando Daniel volvió a casa, ella estaba sentada encima de sus tres maletas hechas, a metro y medio del sendero de acceso. Llevaba media hora sentada allí. Se había propuesto marcharse mucho antes de que él volviera del trabajo. Sin embargo, allí estaba, acampada a menos de diez metros de su coche aparcado, incapaz de moverse en una u otra dirección. Daniel saltó de la bicicleta, pensando que estaba herida. Pero a pocos metros de llegar a donde ella se encontraba, lo comprendió todo.
Evidenció una implacable nobleza, a pesar de que ella le abandonaba. Todas las preguntas que él no le formulaba («¿Por qué haces esto?», «¿Estás segura de que es esto lo que quieres?», «¿Qué me dices de Mark?», «¿Y de mí?») ardían en su interior mientras permanecía allí sentada, paralizada. Ni siquiera trató de hacer que se sintiera culpable, hablándole o acariciándola. No le dijo nada durante mucho rato, y se limitó a estar a unos pasos de ella, asimilando la situación, pensando. Buscaba en sus ojos, intentando determinar lo que necesitaba de él. Pero ella no podía sostener su mirada. Cuando por fin le habló, en su tono apenas había rastro de acusación. Una pura preocupación práctica por ella: exactamente lo que Karin no podía soportar.
– Pero ¿adónde irás? Todas tus pertenencias están almacenadas. Acabas de vender tu casa.
Ella replicó lo que había ensayado mentalmente durante semanas.
– Estoy destrozada. No puedo seguir haciendo esto. Por cada pequeña ayuda que le presto, lo hiero de tres maneras distintas. Verme lo empeora. Quiere que me vaya. Estoy cansada, destrozada, soy un engorro para ti, la cabeza me da vueltas y llevo mes y medio sin dormir bien. Él me hace pensar que soy invisible, un virus, nada. Me estoy desmoronando, Danny. Me siento aturdida y temblorosa, como si continuamente me corretearan arañitas por la piel. Estoy hecha un desastre, doy asco. No debes. No puedes, no tienes ningún derecho a…
Él le puso una mano en el hombro para calmarla. No le dijo: «Lo sé». Solo asintió.
Algo parecido a la excitación impulsaba a Karin.
– No cerrarán el piso hasta dentro de diez días. Puedo alojarme allí. Será muy sencillo… solo lo imprescindible. Puedo usar el dinero de la venta para alquilar un apartamento. Puedo volver al trabajo y empezar a reembolsarte todo lo que has pagado, todos estos…
Él la hizo callar. Dirigió una rápida mirada por encima del hombro a la hilera de ventanales, a través de los cuales los vecinos miraban aquella pieza de teatro callejero en la noche de septiembre. Ahora, encima de todo lo demás, ella hacía una escena y le avergonzaba. Se levantó bruscamente y cogió una de las maletas para arrastrarla hasta el coche. La repentina rapidez le hizo perder el equilibrio y cayó sobre él. Daniel la afianzó sujetándola por los hombros. Se inclinó para coger la maleta.
– Déjame que te ayude.
Su estúpida y burda compasión hizo que Karin perdiera los estribos. Se apartó de él, se llevó ambos puños a la mandíbula y empezó a respirar rápida y profundamente. Él se le acercó, para darle todo el consuelo que pudiera, y ella lo rechazó con ambas manos.
– Déjame en paz. No me toques. Estas lágrimas no son reales. ¿No te das cuenta todavía? No soy ella. Soy solo una simulación. Algo que has creado en tu cabeza.
No podía comprender sus propias palabras, húmedas y correosas. Un temor vívido cruzó por su mente: estaba sufriendo aquello sobre lo que ella y Mark tanto especulaban en el terror de la infancia: una crisis nerviosa.
Pero su furia cesó con la misma rapidez, y Karin permaneció en el bordillo, tranquilizada. De algún modo debía de haberlo sabido desde el principio: actuar como lo acababa de hacer sería siempre lo único que estaría a su alcance, jamás podría ir más allá. Si se marchaba, le daría la razón a Daniel. La despojaría de cualquier explicación que pudiera dar de sí misma. La embargó una gran curiosidad, una impaciencia por saber aquello en lo que aún podría convertirse si se quedaba allí. Quién podría llegar a ser todavía si ya no podía ser la otra. Se sentó en la maleta volcada, y Daniel lo hizo en el césped, a su lado, ahora indiferente a lo que cualquier otra persona viera o pensara de ellos.
– No puedo marcharme todavía -le anunció-. Me había olvidado. La nota del doctor Weber. Volverá la próxima semana.
– Sí -respondió Daniel-. Es cierto.
No hizo ni siquiera amago de alentarla a seguir. E incluso eso, de una manera que ella no podía nombrar, era un pequeño alivio. Se sentaron juntos en la maleta llena de ropa hasta que los primeros goterones de una escasa lluvia otoñal empezaron a caer a su alrededor. Entonces él la ayudó a entrar el equipaje en la casa.
Al día siguiente, Karin vio a Karsh. Este caminaba por Central, delante de su oficina, un trecho que ella había evitado durante meses. La mañana era espléndida, uno de esos días de otoño cristalinos, secos, azules, en que la temperatura ronda casi a la perfección las previsiones. Karin sabía que acabaría yendo allí, lo sabía desde que Daniel pronunció aquellas palabras durante su desastrosa cena. Casi como si la provocara a atreverse, sacando a la luz el asunto sin terminar. Nuevo consorcio de promotores. «Trapicheros locales.» ¿No sabrás por casualidad si…? Pues no, ella no sabía. No sabía absolutamente nada de nadie.
Pero había ciertas cosas que podía descubrir acerca de sí misma. Deambuló por las calles de delante del edificio de Platteland, fingiendo mirar aquellos pocos escaparates de tiendas (suministros médicos, Ejército de Salvación, libros usados) que aún no habían desaparecido desde la llegada del Wal-Mart. Él saldría a almorzar a las doce menos diez y se dirigiría al café Home Style. Cuatro años no habrían cambiado nada. Robert Karsh era el hábito personificado. «Una mente de primera clase sabe lo que quiere.» Todo lo demás era caos.
Salió de la oficina con dos colegas. Vestía una impecable chaqueta gris, corbata de color burdeos y pantalones negros Brooks: un hombre de negocios con sobrecompensación psicológica, que fingía que Kearney sería la próxima Denver. Karin se volvió para inspeccionar el escaparate de un cerrajero, un carrusel de llaves sin tallar. Él la vio a dos manzanas de distancia. Ella se llevó una mano al cabello, y la dejó caer al instante. Él hizo a sus acompañantes un vago saludo con la mano de «nos vemos luego». Entonces estuvo ante ella, sin tocarla, pero absorbiéndola con la mirada, consumiéndola de nuevo. Un turista de los tiempos en que viajar era todavía duro.
– Tú -le dijo, con la voz un poco más profunda-. Eres tú. No puedo creer que seas tú.
Por primera vez en meses, ella se reconoció a sí misma. Los seis últimos meses le quitaron la presa de su garganta. Sus hombros cayeron. Alzó la cabeza.
– Créelo -le dijo, su voz como la de la misma recepcionista de Dios.
Él crispó el rostro mientras movía las manos.
– ¿Qué te has hecho? -El corte de pelo: la única variación destinada a hacer creer a Mark que era ella-. Diablos, estás asombrosa. Como si hubieras vuelto a la etapa virginal, como si volvieras a estar en la universidad.
Ella frunció el ceño, procurando no reírse.
– Querrás decir el instituto.
– Claro, lo que he dicho. ¿Has perdido peso?
Cierta vez la había llamado anoréxica fracasada.
Ella casi adoptaba una pose, saboreando la venganza.
– ¿Cómo están tus hijos? -Casi podía actuar así. Capaz, pragmática-. ¿Y tu mujer?
Él sonrió y se pasó los dedos por el cabello.
– ¡Bien, bien! Bueno… es una larga historia.
Su corazón, ese estúpido vestigio, daba vueltas como una paloma en una caja de Skinner. *Cierta vez le había comprado a aquel hombre un libro titulado Cómo fugarse, incluso mientras buscaba vestidos de boda. Por lo menos se había limitado a los colores albaricoque y melocotón.
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