Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Con toda evidencia, Daniel no tenía ni idea de qué era lo mejor para él o lo que necesitaba. No ofrecía más que aquella irritante máscara de abnegación. Ella quería gritar: ve, prueba, saborea. Encuéntrate a ti mismo. Sé que no soy suficientemente buena, eso es lo que me dices con cada una de tus pacientes aceptaciones. Pero no le dijo nada. La verdad solo habría indignado a aquel hombre. Ella le comprendía ahora. San Daniel, que necesitaba ser superior al resto de la especie. Necesitaba probar que un ser humano podía ser mejor que el género humano, podía ser tan puro como un animal instintivo. Pero necesitaba la confirmación de Karin. Algo en ella la predisponía a conceder que él podía ser un hombre tan bueno como cualquiera que hubiera tenido ocasión de conocer en este mundo. Le gustaba la triste insistencia de él en que toda herida podía curarse. Pero la duda de su mirada, la vaga decepción que reflejaban sus ojos, aquella búsqueda constante de algo más válido y brillante… Virtuoso, sacrificado, resignado: y asfixiándola lentamente.

La más ligera insinuación de que Daniel pudiera ser tan frágil como cualquier hijo de vecino le hacía entrar en barrena. Presa de pánico, se esforzaba por complacerla, cuidaba de su relación como si corriera el peligro de perderla. Limpiaba y cocinaba, despilfarraba en exquisiteces: colmenillas y macadamia. Él descubrió sus artículos sobre el síndrome de Fregoli y le consintió todos sus temores. Por la noche, le masajeaba la espalda con linimento, y acabó por hacerlo casi con tanta fuerza como ella le pedía.

Hacía el amor con él, imaginándose la mujer que él estaba imaginando. Luego la embargaba un frenesí de ternura, un esfuerzo desesperado por contenerse y arreglar su deteriorada situación.

– Daniel -le susurró al oído en la oscuridad-. Danny… Tal vez deberíamos pensar en algo pequeño, algo nuevo, algo que sea un poco de los dos.

Le tocó la boca y un estrecho haz de luz lunar le permitió ver que él sonreía. Dispuesto a ir casi a cualquier parte donde ella le necesitara. No puso ninguna objeción, pero un músculo diminuto en el labio superior planteaba una negativa, le decía: Hijos no. Basta de seres humanos. Ya ves lo que hacen.

Por fin Karin comprendió lo que él pensaba acerca de sus posibilidades como madre. Vio cómo la imaginaba realmente en el fondo.

Aquel fin de semana, Mark le dijo que abandonaba la terapia. La noticia desconcertó a Karin. Se sintió como cuando tenía ocho años, cuando Cappy Schluter sufrió su primera bancarrota y llegaron los representantes de la entidad propietaria de la vivienda para subastar los muebles de la sala de estar. Su última esperanza de rehabilitar a Mark se había desvanecido. Le suplicó, tan exhausta por la falta prolongada de sueño que llegó a llorar. Sus lágrimas sorprendieron a Mark, pero finalmente sacudió la cabeza.

– ¿Esto es salud mental? ¿Qué es lo que andamos buscando con esto? Esto no es para mí, amiga. Lo último que deseo es tener una salud tan buena.

Ella se dirigió a Dedham Glen, pues quería consultar el asunto a Barbara. Habían transcurrido meses desde que Mark estuvo ingresado allí, pero Karin había esperado a medias verlo avanzar arrastrando los pies por el pasillo y que la regañara. Se sentó en el sofá de plástico, frente al mostrador de recepción, y se arregló el pelo con nerviosismo mientras esperaba a Barbara. Cuando esta llegó, su expresión reveló lo contrariada que estaba por la emboscada. Siempre le había dicho a Karin que fuese a verla por cualquier cosa que necesitara. Tal vez le hubiera mentido. Pero se repuso enseguida y sus labios trazaron una sonrisa animosa.

– ¿Qué tal, amiga mía? ¿Va todo bien?

Tomaron asiento para charlar en la sala de la televisión comunitaria, rodeados de pacientes aturdidos e incontinentes.

– No soy abogada -le dijo Barbara-. Sería una locura que te asesorase. Creo que, si quisieras, podrías presionar para que tomen una decisión. Ahora eres su tutora legal, ¿no es cierto? Pero ¿de qué te serviría eso? No es probable que la terapia forzada ayude. Tan solo convencería a Mark de que le estás persiguiendo.

– A lo mejor es verdad que le estoy persiguiendo, por el simple hecho de no ser quien él cree que soy. Todo cuanto hago no hace más que empeorar su estado.

Barbara cubrió la mano de Karin con la suya. Su contacto la tranquilizaba más que el de Daniel. No obstante, incluso la solicitud de Barbara contenía un consejo.

– A veces debe dar esa sensación.

– Siempre la da. ¿Cómo puedo saber lo que sería correcto hacer si no puedo confiar en mis sensaciones?

– ¿Has escrito a Gerald Weber? Eso sería lo correcto.

Karin sintió el impulso de confiarse por completo a ella, de decirle a Barbara la sencilla y justificable verdad de que jamás se había sentido tan impotente en toda su vida. Pero ahora ella sabía lo suficiente sobre los cerebros humanos, dañados o no, para que no se le ocurriera hacer algo así. Necesitaba una mujer, alguien que la ratificara, que le recordara el valor del afecto espontáneo, que la salvara del interminable rechazo masculino. Un encaprichamiento juvenil. No, algo más: ella sentía un profundo afecto por Barbara, por cuanto había hecho por ellos. Pero la primera de sus palabras alejaría a la mujer. Adoptó un tono de pura invitación que la sorprendió incluso a ella.

– ¿Tienes hijos, Barbara?

Preparada, si la otra mujer la rechazaba, a negar todo intento de intimidad.

– No -respondió, sin revelar nada.

– Pero ¿estás casada?

Esta vez, «no» significó «ya no». Karin notó un pequeño vuelco en su interior, como si aún pudiera ser capaz de darle a aquella mujer algo a cambio. Pero no estaba segura de qué preguntas le consentiría.

– ¿Estás sola?

El impulso de responder «¿Alguien no lo está?» afloró al rostro de la mujer antes de que pudiera reprimirlo. Sus facciones se suavizaron.

– La verdad es que no. Tengo esto. -Se encogió de hombros, las palmas hacia arriba abarcando la sala de la televisión-. Tengo mi trabajo.

Karin no pudo contenerse y soltó un bufido. Tenía que hacerle la pregunta que deseaba plantearle desde hacía tiempo.

– ¿Qué obtienes de este sitio?

Barbara sonrió. A su lado, la Mona Lisa habría parecido una bronca participante en un programa de testimonios.

– Conexión, solidez, mis… amigos. Continuamente renovados.

Sus ojos decían «Mark». Karin cayó en la cuenta de algo ilícito, dispuesta a sospechar incluso de la caridad cristiana. Si Barbara hubiera sido un hombre, la policía habría examinado la situación desde todos los ángulos. Mark su… ¿amigo? ¿Relación con aquellos pacientes, atrapados en unos cuerpos que se desmoronaban, personas incapaces de sostener una cuchara o recogerla del suelo si se caía? Un duro pensamiento desembocaba en otro, y ella iba sumiéndose en el rencor. Rencor porque aquella mujer no le daba la décima parte de lo que le daba a un hombre con una lesión cerebral quince años más joven que ella. La idea le hizo cerrar los ojos con fuerza y torcer el rostro. El rencor: nombre familiar de la necesidad. ¿No podía ver aquella mujer lo íntimas que eran las dos?

– Dime, Barbara… ¿Cómo lo haces? ¿Cómo te mantienes leal cuando todo el mundo es tan…?

Iba a perder el dominio de sí misma e indignar a la mujer. Miró a la auxiliar, tratando de no rogarle.

Pero el rostro de Barbara solo mostraba sorpresa. Abrió la boca para expresar su rechazo.

– No soy la única… -No abatida, no golpeada, ninguna lesión-. No soy yo…

¿Era realmente posible que alguien llegara a dominarse de esa manera? ¿Cómo había alcanzado esa madurez? ¿Cómo había sido ella a la edad de Karin? Los interrogantes se amontonaban, y ninguno de ellos era permisible. La conversación llegó a un punto muerto. Barbara se estaba poniendo nerviosa y necesitaba volver al trabajo. Karin tenía la sensación de que aquella podría ser la última vez que tuvieran una conversación similar. Antes de marcharse, abrazó a Barbara, pero, fuera cual fuese la «conexión» entre ambas, no se reflejó en el abrazo.

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