Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Él seguía mirándola, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

– ¿Cómo… está tu hermano?

– ¿Mark? -respondió ella.

Esperaba de él que se disculpara. No en vano llevaba mucho tiempo viviendo con Daniel.

– Sí. Leí acerca de él en el Hub. Una pesadilla.

Con una notable economía de palabras, se dirigieron al banco ante el monumento conmemorativo de la guerra. Karsh se sentó a su lado, en plena luz del día, en el centro de la ciudad. Prescindía por completo de la cautela. Le preguntó una y otra vez si quería algo, un bocadillo, tal vez algo más elaborado. Ella respondió a todo con gestos negativos. «Come tú», le dijo. Habría de transcurrir algún tiempo antes de que ella pudiera comer de nuevo. Rechazó la idea de alimentarse, insistiendo en que aquello era más importante que la nutrición. Él le pidió detalles de Mark y se mantuvo callado durante un rato sorprendentemente largo, en comparación con lo que habría hecho el Robert Karsh de cuatro años atrás. Sacudía la cabeza y decía cosas como La dimensión desconocida o La invasión de los ultracuerpos. Burdo, de poco tacto, trivial, pero unas palabras que procuraban a Karin una sensación de hogar.

Ella se lo contó todo con la facilidad con que respiraba, haciendo que su crisis nerviosa pareciera casi cómica.

– Solo he vivido para él en los últimos seis meses, pero él ha llegado a la conclusión de que nunca volveré a ser yo misma. ¿Y después de medio año…? Tiene razón.

– Vamos, mujer, sigues siendo tú misma, permíteme que te lo diga. Unas pocas arrugas nuevas, tal vez.

El lema de Robert: «El gilipollas de la verdad». Cuanto más brutalmente sincero, tanto mejor. Decuplicaba el conocimiento de sí mismo que tenía Daniel. Casi siempre le había encantado admitirlo ante todas las mujeres a las que codiciaba. «Soy un hombre, Conejita. Estamos programados para mirar. Todo aquello que merece la pena mirar.» La verdad brutal era el motivo de que ahora estuviera sentada junto a él, en el centro de la ciudad, ante el monumento conmemorativo de la guerra, a la vista de todo el mundo.

Su voz la dejó helada: el sonido del tiempo que comenzaba de nuevo. Su cabello, ahora con una capa de escarcha muy tenue, le cubría las orejas. La camisa estaba tensa por encima del cinturón, en lugar de abombada. Por lo demás no había cambiado: un hermano Baldwin olvidado, ligeramente fofo, la cara un poco demasiado ancha para ser actor de cine y, por lo tanto, separado del resto del clan. Algo incomodaba a Karin, alguna pequeña diferencia. Tal vez solo fuese su manera de caminar. Se había vuelto un poco más lento, más abierto y apacible. Su acidez había sido neutralizada en parte. Mostraba menos labia, era menos agresivo, menos satisfecho de sí mismo. Cualquiera podía ser cualquier cosa, durante una hora.

La tomó del codo, como si fuese ciega y él le ayudara a cruzar la calle. Ella no lo apartó.

– ¿Por qué has tardado tanto?

El temblor en su voz la sorprendió.

– ¿Qué quieres decir?

– Has tardado en venir a verme.

– No he venido a verte, Robert. Estaba paseando por el centro. Eres tú quien me ha encontrado.

Él sonrió, lleno de simpatía por su mentira transparente.

– Me llamaste la primavera pasada.

– ¿Yo? No lo creo.

Entonces recordó la maldición del identificador de llamadas.

– Bueno, era el número de tu hermano, pero aún estaba en el hospital. -Su sonrisa era más burlona que sádica-. En fin, supuse que eras tú.

Ella cerró los ojos.

– Se puso tu hija. ¿Ashley? Me di cuenta nada más oírla… Lo siento. Un error estúpido.

Recordó las palabras de su madre la víspera de su muerte: «Ni siquiera los ratones caen dos veces en la misma trampa».

– Bueno -dijo él-. He visto crímenes peores contra la humanidad.

Se sacó una pequeña agenda negra del bolsillo de la chaqueta y pasó las páginas hasta llegar a la primavera. Le mostró la nota, en su caligrafía gélida y pulcra: «Ha telefoneado Conejita». El apodo cariñoso que le daba su hermano cuando eran pequeños. La palabra que nunca debería haber revelado a Karsh. El apodo con el que no había creído que nadie volviera a llamarla jamás.

– Ojalá no hubieras colgado. Podría haberte sido de ayuda.

No era un sentimiento que el Robert Karsh de antes hubiera sido capaz de fingir. Su encuentro podría haber finalizado así, sin que ella volviera a verle de nuevo y, de todos modos, sintiéndose justificada, mil veces mejor consigo misma de lo que él le había hecho sentir al final de su relación.

– Ahora estás siendo de ayuda -comentó.

Robert enfocó de nuevo la conversación en torno a Mark. Los síntomas le fascinaban, el pronóstico le deprimía y la reacción de los médicos le indignaba.

– Cuando vuelva ese médico escritor, házmelo saber. Me gustaría someterle a algunas pruebas.

Karin no le habló a Karsh de Barbara. No quería que se conocieran, ni siquiera en la imaginación.

– Háblame de ti -le pidió-. ¿Qué has estado haciendo?

Él abarcó con un gesto de la mano los edificios circundantes.

– ¡Todo esto! ¿Cuándo viniste por última vez? La ciudad debe de parecerte muy cambiada.

La ciudad parecía Brigadoon. La tierra de la que el tiempo se olvidó. Karin soltó una risita ahogada.

– Creía que nada había cambiado desde los tiempos Roosevelt. Teddy.

Él hizo una mueca, como si le hubiera dado un rodillazo.

– Estás de broma, ¿verdad? -Miró a su alrededor, a tres puntos cardinales, como si él mismo pudiera estar sufriendo alucinaciones-. La ciudad de Nebraska que ha crecido con más rapidez, aparte de la capital. ¡Tal vez de todas las Llanuras orientales!

Ella sofocó la risa con pequeños hipidos.

– Lo siento, de veras… He reparado en algunas cosas nuevas… Sobre todo cerca de la autopista interestatal.

– No puedo creerte. Este lugar está viviendo un renacimiento. Por todas partes hay mejoras.

– Se está acercando a la perfección, Bob.

Pronunció sin querer el diminutivo que se había jurado no utilizar de nuevo jamás.

El pareció dispuesto a emprender un ataque frontal, como en los viejos tiempos, pero se pasó los nudillos por el pelo, un poco avergonzado.

– ¿Sabes, Conejita? Tenías razón respecto a mí. Hemos construido un montón de mierda. Nada de calidad inferior, pero de todos modos… Muchas galerías comerciales y complejos de apartamentos de hormigón ligero, por los que te tendré que pagar cuando llegue el día del Juicio. Por suerte, el próximo vendaval se llevará todo eso. -Tarareó una aguda versión de la música del tornado de El mago de Oz, y ella se echó a reír sin querer-. Pero ahora hemos cambiado. Tenemos dos nuevos socios y somos mucho más ambiciosos.

– La ambición nunca ha sido un problema para ti, Robert.

– No, me refiero a la buena ambición. ¡Estuvimos involucrados en el proyecto de la Arcada!

A ella le entraron nuevos hipidos. Pero el entusiasmo de niño explorador de Robert la asombraba. Era inconcebible que alguna vez hubiera temido a aquel hombre. Simplemente se había equivocado con él, nunca había comprendido lo que buscaba realmente.

– Tardé algún tiempo en comprenderlo, pero es preciso reconocer que la buena conciencia vende. Solo tienes que enseñar a la gente a reconocer qué es lo que más le conviene. Logramos encargarnos de la planta recicladora de papel. ¿La has visto? Yo la llamo Mea Pulpa…

Ella le preguntó por los nuevos proyectos. En cuanto hubo plena confianza entre ambos, le sondeó. ¿Algo grande y nuevo cerca de Farview? La franqueza era lo mejor con Robert. Él no trató de ocultar nada; nunca lo había hecho. Se quedó pensativo ante la pregunta, su sorpresa amenazando con convertirse en deseo.

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