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Cuatro meses después, el lugar era otro país. Los campos verdes, cuyas espigas llegaban a la espinilla, a través de los que condujo en junio pasado, ahora se ondulaban dorados y marrones. Idéntica ruta desde el aeropuerto de Lincoln hacia el oeste, en un vehículo alquilado intercambiable, y sin embargo todo a su alrededor se había alterado. No era solo el simple cambio de estación: más ondulaciones, más variedad enmarañada, colinas suaves y declives, grietas y bosquecillos ocultos que interrumpían la perfecta extensión de los campos cultivados, rasgos sorprendentes donde Weber solo había visto el apogeo del vacío. La primera vez que estuvo allí todo eso le había pasado por alto.
Así pues, ¿por qué en los últimos treinta kilómetros antes de llegar a Kearney todo le parecía tan familiar? Como regresar a la casa de verano herméticamente cerrada para recoger alguna prenda olvidada. No necesitaba ningún mapa, sino tan solo conducir desde la rampa de salida hasta el MotoRest guiándose por su brújula interior. En la marquesina de la fachada seguía el letrero: «Bienvenidos, observadores de grullas», ya preparado para la próxima migración de primavera, para la que solo faltaban cuatro meses y medio.
Tenía la sensación de hallarse en un retiro espiritual, recargando sus células, haciendo borrón y cuenta nueva. Unos cartelitos en su habitación seguían pidiéndole que limitara el uso de las toallas y salvase la tierra. Así lo hizo, y se acostó extrañamente tranquilo. Al levantarse, se sentía renovado. En el bufete del desayuno (una saludable oferta del Medio Oeste, con tres clases de salchichas), se le ocurrió pensar que su obra nunca debería haber pasado de ser más que una reflexión privada, una entrega diaria para sí mismo y unos pocos amigos. Podía empezar de nuevo, con el extraordinario Mark Schluter. Había vuelto no tanto para documentarse sobre Mark como para ayudar a que su historia avanzara por un territorio absolutamente desconocido. En última instancia, la ciencia podía ser impotente para estabilizar aquella mente que improvisaba con desesperación. Pero él podría ayudar a Mark a improvisar.
Siguió las indicaciones de Karin hasta Farview y la urbanización River Run por carreteras numeradas y trazadas tan en ángulo recto como la racionalidad pretendía serlo. Encontró la casa, en una zona agazapada en medio de un enorme campo cultivado, limitada a un lado por la serpenteante hilera de álamos de Virginia y sauces que indicaban la presencia del río oculto. Permaneció sentado un momento en el coche de alquiler, mirando la casa: encargada por catálogo, desmontable, algo que ayer no estaba allí y que ciertamente no estaría mañana. Al acercarse a la puerta de madera laminada, tuvo la sensación huidiza no de déjà vu, sino de déjà écrit, de un pasaje que había escrito mucho antes y que solo ahora se hacía real.
El hombre que abrió la puerta a Weber era un desconocido. Todas las cicatrices de Mark se habían curado y le había crecido el cabello. Parecía un dios en ciernes, un cruce entre Loki y Baco. Dio la impresión de que se sorprendía solo a medias al ver a Weber.
– ¡Loquero! Me alegro de que haya venido. ¿Dónde diablos ha estado? No podrá creerse lo que ha estado pasando aquí. -Echó un vistazo al césped detrás de Weber antes de franquearle la entrada. Cerró la puerta y se apoyó en ella, lleno de excitación-. Antes de que le cuente nada: ¿qué ha oído decir?
Todas las entrevistas clínicas deberían tener lugar en el domicilio del sujeto. En la sala de estar de Mark, Weber se enteró de más cosas acerca de él en cinco minutos que a lo largo de todos sus encuentros anteriores. Mark le hizo sentarse en la butaca demasiado rellena y le trajo un botellín de cerveza mexicana y unos cacahuetes tostados y rebozados en miel. Le pidió que esperase y fue en busca de algo a su habitación. Regresó con un bloc de papel y un bolígrafo. Hizo un gesto para que Weber pusiera en marcha la grabadora, ambos viejos colaboradores.
– Bien, abordemos este asunto de una vez por todas.
Mark estaba notablemente animado, y tejió un relato que salvaba todas las lagunas. Se apresuró a dar las respuestas antes de que Weber pudiera plantearle las preguntas. Trazó una sola y nítida línea de pensamiento: todos sus amigos conspiraban para ocultarle lo que había sucedido aquella noche. Cain y Rupp lo sabían; estaban hablando con él por el walkie-talkie cuando volcó. Pero le habían mentido. Su hermana lo sabía, y por eso la habían sustituido, para impedir que se lo dijera. Como al ángel de la guarda que era el autor de la nota, probablemente la habían encerrado en alguna parte. Daniel Riegel le estaba siguiendo, por razones desconocidas.
– Como si fuese una especie de animal silvestre. Es un gran rastreador, ¿sabe? Capaz de descubrir animales salvajes que nadie más distingue a simple vista. Seres que ni usted ni yo sabemos que existen.
El novio de tu falsa hermana siguiéndote disfrazado: Freud podría ser más útil en este caso que la imagen por resonancia magnética. Sin duda el fenómeno tenía que ver más con una disociación entre los caminos de reconocimiento ventral y dorsal. Pero ¿qué significaba ya la palabra «psicológico», excepto un proceso que aún carecía de sustrato neurobiológico? Weber no teorizaba sobre las nuevas creencias de Mark. Ahora su trabajo consistía en ayudar a que ese nuevo estado mental se adaptara a sí mismo. Jamás volvería a actuar de manera que pudieran acusarle de compasión fallida. Dejaría que Mark escribiera el libro.
¿Qué sensación produciría ser Mark Schluter? Vivir en aquella ciudad, trabajar en un matadero y experimentar en carne propia la fractura del mundo en un abrir y cerrar de ojos. El puro caos, el absoluto desconcierto del estado de Capgras, le revolvía a Weber las tripas. Ver a la persona más próxima a ti en este mundo y no sentir nada. Pero eso era lo asombroso: Mark no tenía la sensación de que nada en su interior hubiera cambiado. La conciencia improvisadora se ocupaba de eso. Necesitaba sus engaños, a fin de cerrar esa brecha. La finalidad del yo era su propia continuación.
Por lo menos Mark seguía siendo él mismo, y eso era más de lo que Gerald Weber podía decir. Como un actor del método, Weber trataba de ponerse en el lugar del hombre sentado ante él, entretejiendo teorías. Le sería más fácil canalizar a Karin, sus correos electrónicos desesperados y retraídos. ¿Cómo podía ponerse en el lugar de Mark Schluter, el abstraído paciente de Capgras, cuando ni siquiera podía ponerse en el lugar de Mark Schluter, el sano conductor de una camioneta customizada y mecánico de un matadero? Ya ni siquiera podía imaginar qué sensación le había producido ser Gerald Weber, aquel confiado investigador de la primavera anterior…
– Todos los que han nacido por aquí encubren algo. Usted y esa muñeca Barbie son las dos últimas personas en las que puedo confiar.
¿Qué suponía Mark que estaban encubriendo? Peor aún: ¿qué le hacía pensar que podía confiar en Weber? Por regla general, Weber nunca seguía la corriente a los delirios de los pacientes. Sin embargo, seguía la corriente a todos los demás, cada día de la semana. El taxista paquistaní camino de La Guardia, con sus teorías sobre los vínculos de Al Qaeda con la Casa Blanca. El agente de seguridad en el aeropuerto, que le hizo quitarse el cinturón y los zapatos. La mujer sentada a su lado en el avión, que le agarró del brazo al despegar, convencida de que el aparato estallaría a ciento cincuenta metros de altura. Seguirle la corriente a Mark formaba parte del estado de cosas habitual.
– Así que, al parecer, estaba hablando con los chicos a través de esos intercomunicadores. Ellos en la camioneta de Rupp y yo en la mía. íbamos detrás de algo, una especie de persecución, y había que pillar algo o a alguien. Resulta curioso… esa mujer que se hace pasar por Karin, ¿sabe? Daba a entender una y otra vez que esos dos estaban allí, y yo no le hacía caso.
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