Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Él cerró el grifo del agua caliente.

– ¿Ocurrirme? ¿Qué quieres decir?

¿Qué podía ocurrirle todavía en la vida?

– Cualquier cosa… Cualquier gran cambio. Si algo, en fin, te causara serias dificultades. O al famoso Gerald. ¿Me lo dirías?

Ya habían pasado semanas desde que algo le empezó a causar serias dificultades. Dejó la esponja, tomó el paño de las manos de Sylvie, lo dobló con pulcritud por la mitad y lo colgó horizontalmente de la barra del horno.

– Claro que sí. Siempre. Todo. Ya lo sabes. -Se acercó a ella y le puso tres dedos sobre el lóbulo temporal. Un escáner mental, un beso de explorador-. Solo cuando te digo las cosas yo mismo las entiendo.

CUARTA PARTE

PARA QUE PUEDAS VIVIR

Lo que estaba lleno no era mi nasa, sino mi memoria. Como la curruca zarcera, había olvidado que en la Bifurcación nunca sería más que de mañana.

Aldo Leopold,

Almanaque del Condado Arenoso

Regresan desde el Ártico. Ahora los tres miembros de la familia vuelan con muchos otros. A media mañana, cuando el aire calentado por el sol se alza en anchas columnas, las aves se elevan a varios centenares de metros por encima del suelo. Las bandadas flotantes se van engrosando, descienden a la siguiente corriente térmica hacia el sur, donde se elevan de nuevo. Llegan a alcanzar ochenta kilómetros por hora y recorren ochocientos al día con escaso batir de alas. De noche se deslizan a la superficie y se posan en extensiones de agua someras y abiertas que recuerdan de años anteriores. Navegan sobre campos cosechados, dinosaurios alados cuyos gritos parecen toques de clarín, un último gran recordatorio de la vida antes de que empezara a existir la conciencia.

La cría, ya con el plumaje totalmente desarrollado, sigue a sus padres de vuelta a un hogar del que debe aprender que ha partido. Tiene que ver el meandro una sola vez, memorizar sus hitos. Esta ruta es una tradición, un ritual que solo cambia ligeramente, transmitido a través de generaciones. Incluso retiene las pequeñas irregularidades (a la izquierda, bajando por ese valle, para seguir más allá de aquel afloramiento rocoso). Algo en su visión debe de cotejar los símbolos. Pero ninguna persona sabe cómo lo hacen y ninguna ave puede decirlo.

Aletean de nuevo sobre los estados occidentales. Cada día les regala un viento de cola. En la primera semana de octubre, la familia se posa en las praderas orientales de Colorado. En cuanto ha amanecido, cuando sobrevuelan a ras de los campos, en espera de que el suelo se caliente y el aire ascienda, el espacio alrededor de la cría de grulla estalla. Su padre ha sido alcanzado. Lo ve tendido en la tierra cercana. Los gritos de las aves llenan el aire estremecido, sus troncos encefálicos bombean pánico. También este caos deja un rastro permanente, que siempre será recordado: Se abre la veda.

Cuando, tras la efusión de sangre, vuelve la normalidad, la joven ave localiza a su madre. Oye su llamada, a menos de un kilómetro de distancia, donde traza círculos, traumatizada. Esperan dos días más, examinando el entorno, lanzando al unísono un espectro de lo que fue su grito. Nada puede informarles, no tienen manera de saber. No pueden hacer más que trazar círculos y gritar, esperando, una especie de religión, para que se presente el muerto. Pero no lo hace, y entonces solo existe el ayer, el año pasado, los sesenta millones de años anteriores, la misma ruta, el regreso ciego que se organiza por sí solo.

Ahora las grullas canadienses no se reúnen en Nebraska. No hay en el Platte ninguna gran puesta en escena otoñal. Las grullas solo se detienen brevemente, en pequeños grupos. La madre ceba a su cría y la saca adelante. La conduce a diez metros del lugar donde, el pasado febrero, ella y su pareja se acurrucaban, a unos metros del lugar donde la camioneta dio una vuelta de campana. La madre vadea las lisas aguas del río en otoño, esperando encontrar de nuevo a su pareja en los meandros, en el tiempo sin límites de los animales, el ahora permanente, el mapa cuyos bordes se pliegan sobre sí mismos.

Pero su pareja tampoco se encuentra en este lugar. Ella vuelve a ponerse nerviosa, recordando ese antiguo incidente, el trauma de la pasada primavera. Algo malo sucedió una vez aquí, tan ruidoso y mortífero como el nuevo y fatal agravio. Como una especie de pronóstico, ese granulado irritante en la mente de la grulla viuda es todo lo que queda de lo que sucedió aquella noche. Todos los relatos de los testigos presenciales han desaparecido en el presente de los animales. Nadie puede decir lo que un ave podría haber visto, lo que un ave podría recordar.

Su nerviosismo se transmite a la cría de este año. Una inquietud contagiosa la hace saltar. Patea el vacío circundante. Sus plumas primarias se extienden como dedos separados. Echa el cuello atrás y grita, helando el aire. Arroja hojas por encima del lomo arqueado, cubriéndose las alas. Y por primera de un millar de veces en su vida, danza. En la creciente oscuridad, otras especies podrían tomarlo por éxtasis.

* * *

Abandona la presunta terapia cognitiva. Debería haberlo hecho hace largo tiempo. No es posible que algo propuesto con tanto empeño por la copia de Karin redunde en su beneficio. No es más que un truco para distraer su atención, para hacerle pensar en todo excepto en lo que sucede a su alrededor. Una especie de lavado de cerebro para lograr que se tome en serio todas estas falsedades. Tan solo confía en que no le haya echado a perder para siempre.

La doctora Tower se planta. Ella casi le suplica: Pero si ni siquiera hemos terminado con la evaluación. Bien, él está dispuesto a darle una evaluación completa, si le interesa. Pero ella sigue insistiendo. ¿No quiere tener la satisfacción de saber que se ha hecho todo lo posible antes de…? Una actitud bastante penosa e interesada. Él le dice que busque ayuda profesional.

Pero Mark necesita hablar con alguien, una persona que pueda ayudarle a ordenar los hechos. Bonnie está descartada. De acuerdo, sigue siendo la niña de sus ojos. Llámesele amor o lo que sea. Pero la copia de Karin ha influido en ella, la ha cambiado, la ha convencido de que hay algo en él que no está bien. Incluso cuando aduce las pruebas acumuladas (su hermana desaparecida, la falsa casa prefabricada, que nadie admita haber escrito la nota, la nueva Karin liada con el viejo Daniel, el Daniel disfrazado que los sigue de un lado a otro, el adiestramiento de animales para que los vigile), ella replica que no está segura.

Podría preguntarles a Rupp y Cain. Podría haberlo hecho, mucho tiempo atrás, de no ser por esa pequeña semilla de duda. ¿Dónde estaban ellos, después de todo, la noche que volcó su camioneta? Él se ha contenido, en espera de una explicación que nunca llega del todo. Pero ahora se pregunta quién plantó esa semilla de duda. La copia de Karin, una vez más, que trató de hacerle a él lo que había logrado hacerle a Bonnie. Convencerle de que sus amigos son enemigos y viceversa. La teoría de los tres vehículos: todo idea de la impostora. Es absurdo pensar siquiera en ello.

Busca la ocasión de solicitar la ayuda de los dos chicos. La ocasión se presenta una fría tarde, cuando vienen para llevarlo a un vertedero de ardillas. Es una de las especialidades de Ruppie: durante todo el verano liquida ardillas grises en su jardín con una escopeta de perdigones, y las almacena en el frigorífico hasta que tiene suficientes para justificar una excursión fuera de la ciudad con objeto de librarse de ellas. Entonces los tres amigos se equipan con gemelos, una docena de latas de cerveza, salchichas y un saco que contiene los roedores descongelados, y se dirigen a una pequeña franja de pradera sin cultivar a lo largo del río South Loup. Forman una pequeña pirámide de ardillas a campo abierto, acampan a unos cien metros de distancia, y esperan a los zopilotes. A Rupp le encantan esas rapaces, podría pasarse el día entero contemplándolas. Cathartes aurea, exclama cuando empiezan a trazar círculos en el cielo. Ave, Cathartes aurea, como si los zopilotes fuesen seres bíblicos y las ardillas, la ofrenda sacrificada. Y, en efecto, la densa nube de esos pájaros tiene algo de bíblico.

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