– ¿Conmigo? ¿Con los ojos siempre en todas partes? ¿A quién te refieres? -Miró a su alrededor, avergonzada de sí misma. Todos los demás clientes evitaban mirarlos. Se volvió hacia él y dijo alegremente-: Está bien, Daniel. No te estoy juzgando. Eres quien eres. Si al menos me reconocieras que…
Él retiró la mano.
– No deberíamos haber salido a cenar. Deberíamos haber recordado que siempre… -Ella arqueó las cejas ante la admisión. Él inhaló, tratando de recuperar su fragmentado dominio-. Algún día sabrás qué es lo que miro. Siempre. Confía en mí, K…
Parecía tan asustado que ella se sintió profundamente dolida. En aquel momento recordó el gran atractivo de Robert Karsh, un hombre sin la décima parte del idealismo de Daniel. De todos los hombres con los que ella había estado, Karsh tenía por lo menos la decencia de decir a qué mujeres miraba. No daba pie a las ilusiones. Por lo menos Karsh nunca se había engañado a sí mismo creyendo que pertenecía del todo a Karin. Karsh, que siempre estaba ojo avizor. Karsh, el implacable promotor inmobiliario.
Permanecieron sentados, removiendo la comida en sus platos, profundamente avergonzados. Decir más solo serviría para aclarar las cosas. Los clientes de las mesas vecinas devoraban su comida, pagaban y se marchaban. Ella ansiaba cambiar de tema, fingir que no había dicho nada. La duda formaba una pequeña costra sobre la herida, y Karin tiraba de ella. Solo quería arrancarlo todo, despejar el paisaje, huir a algún lugar desierto y auténtico. Pero no existía ningún lugar auténtico, solo un breve espejismo, seguido de una larga y humillante autojustificación. Ella volvería con aquel hombre a su celda monacal. Era su amante, su compañero. La última y eterna promesa de aquel año. Karin no tenía otra cama, otro lugar al que volver para seguir estando cerca de su hermano, el hermano del que probablemente no debería estar cerca.
– Lo siento -le dijo-. Creo que estoy perdiendo el control de mis emociones.
– No pasa nada -replicó él-. No importa.
Todo importaba. Volvió la camarera, aún sonriente pero cautelosa. Ahora todo el mundo los conocía.
– ¿Puedo retirar los platos o todavía no han acabado…?
Daniel alzó su plato a medio comer, desviando los ojos de la Medusa. El gesto solo sirvió para ratificar lo que Karin pensaba y aumentar la tristeza de la situación. Cuando la joven se marchó, él concentró toda la fuerza de su voluntad sobre Karin, desesperado por demostrarle una buena disposición que incluso ella debería admitir.
– Tenemos que contarle a Weber lo de Mark. Hemos entrado en un nuevo territorio.
Karin asintió, pero no podía mirarle. Todo lo antiguo, nuevo otra vez.
* * *
Por fin de regreso en su rincón del globo, su aguilera en la orilla de la bahía Conscience, Weber tocó con los pies en el suelo. Sylvie era incondicional, por supuesto, realmente indiferente a lo que cualquiera, aparte de su hija, pensara de ellos. El juicio público no significaba para ella más que el correo electrónico basura. Por lo que respectaba a Sylvie, el engaño radicaba en el consenso.
– No podemos pensar claramente por nosotros mismos, no digamos ya en grupos de dos o tres. ¿Y quieres confiar en el mercado? Veremos lo que dicen de ti dentro de veinte años.
El destino del famoso Gerald le preocupaba menos que la epidemia de escándalos empresariales: Enron, WorldCom… el fraude multimillonario del mes. Durante el desayuno, le leyó acerca de los escándalos más recientes.
– Son unos reptiles, cariño. ¿Puedes creer lo que está pasando? Vivimos en la era del hipnotismo de masas. Mientras sigamos aplaudiendo y creyendo, los grandes magnates de la industria cuidarán de nosotros.
Él agradeció que le distrajera, que concentrara su justa ira en los engaños de las empresas. Ella hacía bien al no secundar el nerviosismo de su marido, Y, sin embargo, en un rincón de su mente le contrariaba su indiferencia, le contrariaba que los estafadores del mundo empresarial le eclipsaran. Le contrariaba que a ella, con su temperamento, no le afectara el repentino y sumario juicio de que él era objeto.
Empezó a buscar las valoraciones de su obra en Amazon cada vez que encendía el ordenador. Cavanaugh le había mostrado ese sitio, en los buenos tiempos. Deseaba examinar los datos reales. Los críticos de los medios tenían intereses creados profesionales; el lector particular, no. Pero las valoraciones privadas estaban por todo el mapa. Una estrella: «¿Quién se cree que es este individuo?». Cinco estrellas: «No hagas caso de los negativistas»;
«Gerald Weber ha vuelto a hacerlo». La alabanza era peor que el veneno. Las reacciones se multiplicaban, como las serpientes que se retorcían en el sótano de su familia, en la única pesadilla recurrente de su infancia. Nuevas valoraciones, cada vez que miraba. De alguna manera, mientras no estaba mirando, el pensamiento particular cedía paso a las evaluaciones en grupo perpetuas. La era de la reflexión personal había terminado. En lo sucesivo, todo se discutiría en pendencias públicas que se retroalimentaban. Programas de radio con participación por teléfono del público, grupos de sondeo cada vez que cualquiera se movía. León Tolstói: 4,1. Charles Darwin: 3,0.
Y, sin embargo, cada vez que apagaba el sistema, asqueado por las implacables valoraciones, de inmediato deseaba mirar de nuevo, ver si la siguiente reacción podía borrar el último rechazo sin sentido. Comparaba sus cifras con las de otros escritores entre los que le habían agrupado. ¿Solo él era objeto de aquella reacción violenta? ¿Quién era el más admirado del momento? ¿Cuáles de sus colegas también habían caído? ¿Cómo se las ingeniaba el público para trazar aquellas piruetas con una sincronía perfecta, como si obedeciera a una señal?
Esta vez no había hecho nada que no hubiera hecho por lo menos dos veces antes. Tal vez ahí radicara el problema: no había satisfecho el interminable apetito colectivo de novedad. Nadie quería que le recordaran entusiasmos de antaño. Se había convertido en un icono de una década anterior. Ahora tendría que pagar por todos los elogios del pasado.
Y esa era la horrible ironía. Cuando empezó, en la treintena, lo que escribía por las noches no iba dirigido a nadie. Pura reflexión, una carta a Sylvie. Unas palabras a la pequeña Jess, para cuando creciera. Tan solo una manera de comprender su actividad profesional de una manera un poco más humana, con unas pocas conexiones más, esas sencillas especificaciones prohibidas por el empirismo, el material en pos del cual iba realmente la ciencia aunque no se atreviera a admitirlo. Tan solo algo con que refrescar su sensibilidad cada noche. El cerebro humano cavilando sobre sí mismo.
Únicamente el entusiasmo de unos pocos amigos íntimos a los que había mostrado fragmentos le convenció de que aquellos ensayos podrían tener un público. La aprobación de la gente no había significado nada, hasta que la tuvo. Ahora la idea de perder a su público le avergonzaba. Lo que había comenzado como una actividad complementaria había adquirido definición, una definición que se desvanecía en el momento en que él le daba crédito. Solo tenía cincuenta y cinco años. Cincuenta y seis. ¿Cómo llenaría los próximos veinte años? Estaba el laboratorio, por supuesto. Pero allí había sido poco más que un administrador durante largo tiempo. La maldición de la ciencia que tiene éxito: los investigadores veteranos se convertían inevitablemente en recaudadores de fondos. No podía pasarse las dos décadas siguientes recaudando fondos.
La mayor parte de la neurociencia se había descubierto desde que Weber comenzó a investigar. La base de conocimientos se duplicaba a cada década. Uno podía conjeturar razonablemente que todo lo que es posible conocer sobre la función cerebral se sabría en la época en que sus estudiantes actuales se jubilaran. La cognición se dirigía hacia su principal logro colectivo: comprenderse a sí misma. ¿Qué imagen de nosotros mismos nos quedaría, a la luz de la totalidad de los datos? Tal vez la mente sería incapaz de soportar su propio descubrimiento. Tal vez nunca estaría preparada para saberlo. ¿Qué haría la especie si tuviera un conocimiento total? ¿Qué nueva criatura construiría el cerebro humano para que ocupara su lugar? Alguna estructura nueva y más eficiente, despojada de su antiguo lastre…
Читать дальше