Peor todavía: un sujeto que observaba cómo acariciaban una mano de goma en sincronía con su propia mano oculta seguía experimentando las caricias, aun cuando habían dejado de acariciar su mano real. La mano artificial ni siquiera tenía que parecer natural, ni ser siquiera una mano. Podía ser una caja de cartón o el ángulo de una mesa, y el cerebro seguiría absorbiéndola como parte de su cuerpo. Un sujeto con una clavija atada a la punta de un dedo incorporaría gradualmente la clavija a su imagen corporal, extendiendo la sensación del dedo unos centímetros más allá de donde finalizaba.
La más ligera deformación podía distorsionar el mapa. Cada otoño, Weber pedía a sus estudiantes que pusieran la punta de la lengua del revés y entonces pasaran un lápiz de derecha a izquierda a lo largo de la parte inferior de la lengua, que ahora estaba arriba. Cada sujeto notaba el lápiz como desde debajo, deslizándose de izquierda a derecha. A otros estudiantes les hacía ponerse gafas de cristales prismáticos hasta que normalizaban la imagen de un mundo invertido. Cuando se quitaban las gafas y miraban de nuevo, el paisaje real, sin filtros, se presentaba al revés.
Riachuelos de agua jabonosa le corrían por el abdomen y las nudosas piernas. Le recordaban a Jeffrey L., un hombre que se rompió la columna en un accidente de moto. Había quedado tirado en un terraplén, con las piernas en el aire, en el momento en que se le rompió la espina dorsal. Perdió totalmente el movimiento corporal por debajo del cuello, y debería haber perdido también toda sensación. Pero Jeffrey aún sentía el cuerpo invertido, los pies cernidos para siempre por encima de la cabeza. Otro de los pacientes de Weber, Rita V., había estado sentada y con las muñecas cruzadas cuando el caballo que montaba la derribó. Desde entonces su vida fue un martirio, deseosa tan solo de descruzar los brazos, que en realidad estaban perpetuamente extendidos a los costados. Otros tetrapléjicos informaban de que no tenían ninguna sensación corporal, tan solo les parecía que eran una cabeza flotante.
Más desconcertantes todavía eran los miembros fantasma. Nada peor que un dolor atroz en un miembro que ya no existía, un dolor del que los demás no hacían caso por considerarlo puramente imaginario (todo está en tu cabeza), como si lo hubiera de otra clase. Una persona puede mostrar una sensibilidad persistente en cualquier parte amputada, labios, nariz, orejas y, en especial, los senos. Un hombre seguía experimentando erecciones en su pene amputado. Otro le dijo a Weber que ahora tenía unos orgasmos muy intensos que reverberaban a través de su pie perdido.
Luego estaban las guerras fronterizas, los mapas cerebrales de la parte amputada invadidos por mapas cercanos. En alguna parte, solo Dios sabía en qué libro, Weber se refería al descubrimiento de una mano en gran parte intacta y sensible que seguía manifestándose en la cara del amputado, Lionel D. Al tocarle en lo alto del pómulo, Lionel la notaba en el pulgar que no tenía. Si se le rozaba el mentón, la notaba en el meñique. Al echarle agua en la cara, notaba que el líquido se deslizaba por su mano desaparecida.
Weber cerró la ducha y los ojos. Durante unos segundos más, cálidos afluentes siguieron corriéndole por la espalda. Incluso el cuerpo intacto es un fantasma, montado por las neuronas como un útil andamio. El cuerpo es el único hogar que tenemos, e incluso es más una postal que un lugar. No vivimos en los músculos, las articulaciones y los tendones, sino en el pensamiento, la imagen y el recuerdo que tenemos de ellos. No hay sensaciones directas, solo rumores e informes que no son de fiar. Los acúfenos de Weber, tan solo un mapa auditivo, se reorganizaban para producir sonidos fantasma en un oído intacto. Acabaría como uno de sus pacientes víctimas de una apoplejía, un brazo izquierdo de más, tres cuellos, un candelabro lleno de dedos, cada uno discretamente percibido, oculto bajo la manta en una cama de hospital.
Y, no obstante, el fantasma era real. Personas que habían perdido los pies pedían que les dieran golpecitos en los dedos, que encendieran esa parte de la corteza motora responsable de la locomoción. Incluso la corteza motora de personas intactas destellaba cuando tan solo se imaginaban caminando. Al verse huyendo de algo, Weber notaba que se le aceleraba el pulso, incluso mientras permanecía inmóvil en la bañera. Sentir y moverse, imaginar y hacer: fantasmas que se desangraban, uno en el otro. De momento no podía decidir qué era peor, si estar encerrado herméticamente en una habitación sólida, creyéndote en el exterior, o tener la facultad de atravesar las paredes porosas y pasar al azul proteico…
Sin coger una toalla y secarse, apagó la luz del baño y se dirigió hacia la cama tenuemente iluminada. Se sentó, goteando, en una butaca. En el extranjero se había humillado a sí mismo. En casa, le aguardaban cientos de pacientes, personas reales a las que había utilizado como meros experimentos mentales. Cada una latía en su interior sin que pudiera desprenderse de ellas. No quedaba ningún lugar en el mundo, ni real ni imaginario, donde pudiera sentarse.
* * *
En casa de Mark, Karin encontró una descripción online en una página llamada «Enciclopedia Popular Gratuita». Parecía respetable, con notas al pie y citas, pero recopilada a base de participación general, por votación comunitaria, por lo que era tan poco de fiar como de costumbre.
SÍNDROME DE FREGOLI: perteneciente a un raro grupo de síndromes de delirio psicótico con falsa identificación, en el que el paciente está convencido de que varias personas son en realidad una sola cuyo aspecto cambia. El síndrome toma su nombre de Leopoldo Fregoli (1867-1936), un mago teatral y mimo cuya capacidad de cambiar velozmente de cara y voz y de adoptar los de cualquier personaje dejaba atónito al público…
Como el síndrome de Capgras, el de Fregoli supone cierto trastorno de la capacidad de categorizar los rostros. Algunos investigadores sugieren que todos los delirios psicóticos con falsa identificación pueden existir a lo largo de un espectro de anomalías familiares compartidas por la conciencia ordinaria, no patológica…
Se lo contó a Daniel mientras comían en un restaurante chino. Karin había insistido en que salieran, diciéndole que necesitaba evadirse de su celda monacal y hablar en público. Ella se había vestido con elegancia y hasta se había perfumado. Pero no había tenido en cuenta los problemas logísticos, que comenzaron en cuanto Daniel tuvo el menú entre las manos. Daniel cenando fuera de casa: como un ministro calvinista en una fiesta con música acid. Sacudió la cabeza mientras silbaba.
– ¿Ocho dólares por un plato de ternera con brócoli? ¿No es increíble, K.?
El entrante era el producto gancho del restaurante. Ella decidió capear el temporal y esperar.
– Ocho dólares es un montón de dinero para el Refugio de las Grullas.
Gracias a las subvenciones y la buena administración, podían comprar y recuperar una pulgada cuadrada de tierra de labor marginal. Se acercó la camarera para informarles de los platos especiales. La lista de peces, mamíferos y aves sacrificados resultaba terriblemente dolorosa para Daniel.
– Esta «Berenjena china»… -dijo a la inocente camarera-. ¿Sabría decirme, así entre nosotros, cómo está preparada?
– Vegetariana -le aseguró la camarera, como decía el menú.
– Pero ¿está la berenjena frita en mantequilla? ¿Usan grasa de leche en la preparación?
– ¿Quiere que lo averigüe? -gimoteó la camarera. -¿Sería posible tan solo un plato de verduras cortadas? ¿Zanahoria y pepino crudos? Esa clase de cosas.
Karin había cometido una locura al proponer la salida, como había sido una locura que él la aceptara. La carne con brócoli era como un sueño para ella, una cura para su creciente anemia causada por comer solo alimentos integrales. Las semanas que llevaba viviendo con Daniel la habían destrozado. Le miró a hurtadillas, mientras la camarera seguía a su lado. El semblante de Daniel era plácido, como si lo condujeran por una rampa hacia el dispositivo aturdidor. Ella pidió tofu y brotes de soja.
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