Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Mark cae en la cuenta de que su accidente tuvo lugar en el mismo comienzo de la temporada de observación de las aves. Desde luego, eso podría ser una mera coincidencia. Pero ahora que al señor Migración le ha dado por seguirle a todas partes, la contribución de ese dato a una teoría más amplia es significativa. Todavía más: Riegel y su falsa hermana están refregándose los genitales. Todo esto es demasiado. Mark no sabe exactamente cómo interpretarlo, pero ha de actuar con rapidez, o actuarán contra él.

Se lo plantea a la Karin artificial. No tiene nada que perder. Ya está en el punto de mira. Espera hasta que ella se presenta en la falsa Homestar con su última bolsa de comestibles que nadie le ha pedido. Entonces se lo pregunta a quemarropa, antes de que ella pueda confundirle: Dímelo sinceramente. ¿Qué se propone tu amigo el naturalista? No me mientas; ya nos conocemos desde hace algún tiempo, ¿no? Hemos pasado una época difícil.

Ella se muestra tímida, se sujeta los codos y se mira los zapatos como si acabaran de colocarse ellos mismos en sus pies. No lo sé exactamente, responde. Es extraño, ¿no? ¿Cómo entra y sale de mi vida en diferentes momentos de crisis? Primero cuando murió Cappy, luego mamá, y ahora…

Tampoco deja de ser extraña la manera en que él vuelve a entrar en mi vida. Cada vez que intento hablar con alguien sobre mi mensaje enviado desde el cielo.

Ella le mira fijamente, como si estuviera ante un pelotón de ejecución. Culpable, tal como la han acusado. Pero trata de convencer con evasivas de lo contrario. ¿Siguiéndote? ¿De qué me estás hablando? Se echa a llorar, a un paso de admitir su culpa. Como no sabe qué hacer, llama a Bonnie por el móvil, tratando de sincronizar sus respectivas explicaciones. Al cabo de diez minutos son dos contra uno, las dos mujeres hablando sin ton ni son, hasta que le pasan el teléfono y le dicen que Daniel está al aparato, que hable un momento con él…

Tiene que salir de ahí, ha de ir a algún sitio donde pueda pensar. Hay un lugar en el río donde puede sentarse en los bancos de arena y dejar que le bañe la fangosa corriente. Echa a andar hacia el sur. No ha estado en el Platte desde el otoño pasado. Ha tenido miedo de descubrir que alguien también está manipulando el río. Sale de casa sin gorro y el sol le quema. Los pájaros le siguen de árbol en árbol. Una bandada de zanates arman un jaleo totalmente gratuito, como si tuvieran algún problema con él. El supuesto canto de esas aves resuena en su cabeza, y le evoca algo, las palabras que estaba diciendo antes de que su vehículo volcara. ¿Qué palabras? ¿Algo relacionado con el nombre de la camioneta, de su Carnero? No, debía de ser otra cosa, si su vida significa algo. Llega al borde de la urbanización River Run y se desliza entre la hilera de plátanos falsos. Ahí está el promontorio que se extiende a lo largo de dos kilómetros, lleno de moscas y polen, donde nada puede protegerle de los elementos. El río retrocede mientras él camina hacia el agua. Los zanates siguen graznando como si se dirigieran a él. ¿Qué dicen? Por fin lo entiende: Adelante.

Adelante.

La súbita comprensión le sacude con tal fuerza que se deja caer sobre unas matas de la pradera. Él estaba diciendo «Adelante». O alguien se lo decía a él, en la cabina de la camioneta. Había recogido a un ángel que hacía autostop, alguien que sobrevivió al vuelco de la camioneta, se alejó del lugar del accidente y regresó a la ciudad para informar por teléfono del desastre. Y luego le siguió al hospital para dejar la nota, instrucciones para el futuro de Mark Schluter. Un ángel autostopista que le decía «Adelante». ¿Adónde? Hacia el accidente; a través del accidente. Aquí.

Se levanta, tembloroso a causa de la revelación. En el verde chamuscado de este campo se alzan motas negras y su visión se convierte en un túnel. Su cuerpo quiere tenderse, pero él se esfuerza por permanecer en pie. Se vuelve hacia Farview y echa a correr. Su cerebro chispea como un carbón ardiente movido con un atizador. Llega a la falsa Homestar doblado por la cintura y con un dolor en el costado. ¿Cómo ha llegado a estar en tan mala forma? Entra en tromba en la casa, ansioso por contárselo a cualquiera, incluso a personas a las que probablemente no debería decírselo. La maníaca Blackie Dos casi lo derriba, sabiendo ya, gracias a su telepatía animal, lo que ha descubierto. La mujer aún está ahí, sentada ante su escritorio, utilizando su ordenador, como si fuese la dueña. Gira en la silla con una expresión de culpa, sorprendida por el regreso de Mark. Incluso más enrojecida de lo habitual, echándose el cabello hacia atrás, como si dijera: No estoy haciendo nada, aunque puede que esté tratando de copiar los datos de sus tarjetas de crédito o algo por el estilo. Se apresura a salir del sistema y se vuelve hacia él. ¿Mark? ¿Estás bien, Mark?

Una pregunta increíble. ¿Quién en este mundo dejado de la mano de Dios está bien? Decirle lo que ha descubierto podría significar su muerte. Ella podría ser cualquiera. Mark no sabe aún de qué lado está. Pero han ido intimando en el transcurso de los meses, en la adversidad. Esa mujer siente algo por él, está seguro de ello. Simpatía o lástima, al ver aquello a lo que se enfrenta. Tal vez lo suficiente para que deserte y se una a él. O tal vez no. Decírselo podría ser lo más estúpido que haya hecho jamás, desde lo que hizo, fuera lo que fuese, para perder a su auténtica hermana. Pero, finalmente, quiere decírselo. Debe hacerlo. La lógica no tiene nada que ver con ello. Se trata de supervivencia.

Escucha, le dice, excitado. ¿Tu novio? Tu amigo o lo que sea. A ver si puedes averiguar qué estaba haciendo la noche de mi accidente. Pregúntale si la palabra «adelante» significa algo para él.

* * *

Por un momento, Weber no pudo encontrarse ni el brazo ni el hombro izquierdos. No sabía si tenía la mano debajo o encima de su cuerpo, con la palma abierta o cerrada. Le invadió el pánico, que le despejó casi lo suficiente para identificar el mecanismo: la conciencia antes del pleno retorno del sueño de la corteza somatosensorial. Pero solo cuando obligó a moverse a su paralizado lado izquierdo pudo localizar de nuevo todas las partes de su cuerpo.

Un hotel anónimo en otro país. Otro hemisferio. Singapur. Bangkok. Una versión apenas más espaciosa que esos hoteles de Tokio que parecen depósitos de cadáveres, con los hombres de negocios archivados en cajones que alquilan para pasar la noche. Incluso cuando recordaba dónde estaba, le costaba trabajo creérselo. El motivo de su presencia allí estaba más allá de cualquier respuesta. Consultó el reloj: un número arbitrario que tanto podría referirse al día como a la noche. Encendió la tenue luz de la mesilla de noche y se encaminó al baño. Una ducha caliente le ayudaría a dispersar su persistente sensación de desubicación. Pero su cuerpo volvía a la normalidad con vacilación. Ninguna de las singulares certezas neurológicas que había adquirido en el transcurso de su vida profesional le inquietaba más que la más sencilla de todas: la experiencia esencial era sencillamente errónea. Nuestro sentido de la encarnación física no procedía del mismo cuerpo. Se interponían varias capas del cerebro, que a partir de señales primarias componían la tranquilizadora ilusión de solidez.

El agua caliente le corría por el cuello y bajaba por el pecho. Notaba que se le relajaban los hombros, pero no tenía mucha fe en la sensación. Los mapas corporales de la corteza eran fluidos en el mejor de los casos, y se desmantelaban con facilidad. Podía alarmar a cualquier universitaria haciéndole deslizar los brazos en dos cajas con una ventana en el extremo de la derecha. La mano de la estudiante aparecía en la ventana, solo que la mano en la ventana no era su derecha, sino un reflejo astutamente superpuesto de la izquierda. Cuando le pedían que flexionara la mano derecha, la estudiante veía, a través de la ventana, una mano que no se movía. En vez de llegar a la única conclusión lógica, un truco de espejos, la estudiante siempre experimentaba un acceso de terror, creyendo que su mano estaba paralizada.

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