Dio largos paseos alrededor de la alberca del molino, hasta que empezó a encontrarse con amables vecinos. Navegó en barca por la bahía Conscience. El bote había yacido durante tanto tiempo boca abajo en el jardín, que en su interior se había amadrigado una zarigüeya. Aturdido por la luz del día, el animal le soltó un bufido cuando la descubrió. A lo largo del Neck, dejándose llevar por la corriente, notó el viento que zarandeaba la embarcación a voluntad. Había avergonzado en público a su esposa y su hija. Se había convertido en un fácil blanco de burla.
No había hecho nada malo, ni cometido un engaño consciente ni un error grave. Aún podía acreditar treinta años de reputada investigación, un minúsculo rincón de la empresa que coronaba a la especie. Solo que su intento de popularizar esa ciencia le había salido mal. Para su sorpresa, comprendió cómo se sentía: con mal cuerpo, sorprendido en alguna infidelidad.
Llegó septiembre, aquel desolador primer aniversario. ¿Qué importaba el contratiempo particular a la sombra del trauma compartido? Trató de recordar el temor público del año anterior, cuando encendías la radio para descubrir que el mundo había estallado. La fuerza estaba intacta, aunque los detalles habían desaparecido. Sin duda su memoria estaba empeorando. Incluso las cosas más simples, como los nombres de sus estudiantes. Una canción que se había sabido de memoria desde la infancia. Las palabras iniciales de la Declaración de Independencia. Se obsesionaba con la recuperación, para demostrarse que no había nada malo, lo cual solo empeoraba el bloqueo. No se lo dijo a Sylvie, pues esta se habría limitado a burlarse. Tampoco le mencionó sus accesos de depresión, porque ella no habría hecho más que buscarle excusas. Tal vez algo andaba mal en su sistema hipotalámico-pituitario-adrenal, algo que podría explicar todo aquel sobreviraje emocional. Pensó en recetarse a sí mismo una dosis baja de deprenyl, pero los principios y el orgullo se lo impidieron.
En los últimos días del mes, cuando incluso Bob Cavanaugh se había olvidado del libro y había dejado de llamarle, en The New Yorker, donde a veces Weber había publicado sus propias reflexiones, apareció un relato breve. La autora era una mujer de unos veinticinco años, al parecer muy conocida y bastante más allá de la última moda. Una estampa cómica de dos páginas, «De los archivos del doctor Lóbulo Frontal» adoptaba la forma de una serie de casos clínicos en primera persona contados por el neurocientífico que los examinaba. La mujer que utilizaba a su marido como una cubretetera. El hombre que despertó de un coma prolongado durante cuarenta años con el impulso de creer a los políticos por los que había votado. El hombre que adquirió una personalidad múltiple a fin de usar el carril de transporte colectivo. El cuentecillo hizo reír a Sylvie.
– Es muy entrañable. Y, al fin y al cabo, no trata de ti, cariño.
– ¿De quién trata?
Sus fosas nasales se expandieron al inspirar con fuerza.
– Trata de la gente. Unos paquetes infinitamente peculiares de síntomas andantes. Todos nosotros.
– ¿Se está riendo de personas con déficit cognitivo?
Incluso a él mismo le sonaron ridículas sus palabras. Podría haberle sugerido a ella que se tomaran unas vacaciones, si no fuese porque acababan de hacerlo.
– Ya sabes de qué se está riendo. De lo que la comedia se ríe siempre. Silbar cuando pasas por el cementerio. Nadie quiere creer que somos lo que vosotros decís que somos.
– ¿Nosotros?
– Ya sabes a quiénes me refiero. Los científicos del cerebro.
– ¿Y qué estamos diciendo exactamente que nadie quiere oír? ¿Nosotros, los científicos del cerebro?
– Uf, la tira. Los objetos pueden estar más cerca de lo que parece. El nuevo equipamiento médico puede dar unos resultados inesperados. Ninguna garantía escrita ni implícita. Todo lo que sabes es erróneo.
Aquella noche recibió otro correo electrónico desde Nebraska. Llegó junto con mensajes de amigos y colegas que, disimulando la agresión de buen humor, querían refregarle por las narices el relato de The New Yorker. Se los saltó y fue directamente a la nota de Karin Schluter, al tiempo que recordaba que aún no había respondido a las notas que le envió durante el verano. Los críticos estaban en lo cierto. Mark Schluter había dejado de existir cuando ya no pudo hacer nada más por Weber.
Las noticias de Karin le electrizaron. Su hermano creía que alguien le estaba siguiendo, con una variedad de disfraces. Mark estaba compilando una lista de detalles documentados que demostraban que la localidad de Farview había sido sustituida desde la noche del accidente y el día en que salió del coma, con el expreso propósito de desorientarle.
Weber acababa de encontrar un caso en la literatura clínica, procedente nada menos que de Grecia, de entre todos los lugares míticos, que describía la coexistencia de los síndromes de Capgras y Fregoli en un mismo paciente. Algo realmente notable le estaba sucediendo a Mark Schluter. Un nuevo y sistemático examen podría arrojar luz sobre unos procesos mentales absolutamente desconocidos, unos procesos que solo aquel déficit devastador podía revelar. Todas las cosas que nadie quiere oír.
Pero incluso mientras este pensamiento tomaba forma, se le ocurrió otro. Gerald Weber, neurólogo oportunista. Violador de la intimidad y explotador de barraca de feria. No podía decidir qué era peor, si aceptar el seguimiento de las nuevas complicaciones o no responder a la reiterada apelación. Aquellas personas le habían pedido ayuda, y él había entrado en sus vidas. Luego las había olvidado. Seguían trastornadas, todavía esperaban de él que hiciera algo. Su única receta, la terapia cognitiva conductual, parecía empeorar las cosas. Aun en el caso de que Weber no pudiera hacer nada más, por lo menos estaba obligado a escuchar y asistir.
En su nota, Karin Schluter no solicitaba nada abiertamente. «No quiero insistir de nuevo, sobre todo después de no haber tenido noticias suyas desde julio, pero he oído su entrevista por la Radio Pública y, dado lo que ha dicho sobre la plasticidad del cerebro, he pensado que por lo menos querría saber lo que le está ocurriendo a Mark.» Weber alzó la vista de la pantalla y miró por la ventana, al viejo arce que (¿cuándo?) había adoptado el color de un jilguero. El tiempo de la cosecha en Nebraska: el último lugar de la tierra adonde quería ir. ¿Cómo se llamaba el temor irracional a los espacios ondulantes y desiertos?
Solo escribir más podría salvarle. Un informe concentrado, publicado o no. Uno que redimiera lo que había estropeado con el anterior. No una historia clínica, sino una vida. Podía garantizar, por anticipado, la buena voluntad de todas las personas involucradas. Podía recrear a Mark Schluter, no combinaciones, no seudónimos, no detalles disimulados, no ocultación detrás de los datos clínicos. Tan solo el relato del refugio inventado, el esfuerzo, acompañado de temor, por construir una teoría lo bastante amplia para que la materia húmeda pueda vivir en ella. *
A la noche siguiente, después de cenar y mientras ella fregaba los platos, se lo dijo a Sylvie. Toda la negociación tenía un aire de déjà vu, pero él no había podido imaginar que el anuncio la irritaría.
– ¿Volver a Nebraska? ¿Lo dices en serio? La vez anterior saliste huyendo de allí cuando apenas habías llegado.
– Solo será un par de semanas, más o menos.
– ¡Dos semanas! No lo entiendo. Parece como… un cambio total.
– Creo que el Director de la Gira quiere que haga esto.
Ella estaba sacando las copas limpias del escurridor, las secaba lentamente y las colocaba fuera de su lugar.
– Si te ocurriera algo me lo dirías, ¿verdad?
Читать дальше