«Clase en el Centro Médico dentro de diecisiete minutos.» Todo lo que ella quería, en definitiva, era que él volviera a ser dueño de su vida, como lo había sido durante décadas, desde que se conocieron cuando los dos estudiaban en Columbus. Su hombre. El hombre que se entregaba a todas sus actividades no por el lugar al que pudieran llevarle, sino por la novedad innata de la pura acción. El hombre que le había enseñado que cualquier vida con la que uno se cruzara tenía una infinidad de matices y era irreproducible. Enseña. Aprende. ¿Cuánto más sabor quieres? ¿Cuánto más importante esperas llegar a ser?
Mientras Weber jugueteaba con un pomelo, algo golpeó la ventana del rincón del desayuno con un atroz ruido seco. Al volverse, vio al ave que se esforzaba por alejarse, destrozada: un gran cardenal macho que, durante las dos últimas semanas, había atacado a su reflejo en la ventana, creyéndose un intruso en su propio territorio.
Estaba ante el público estudiantil, toqueteando el micrófono inalámbrico y tratando de superar la sensación de engaño que ahora le embargaba antes de cada clase. Los estudiantes eran los mismos de cada año: chicos blancos de clase media, procedentes de Ronkonkoma y Comack, que tanteaban todas las identidades, desde tatuaje de patio carcelario hasta cocodrilo de Lacoste. Pero aquel trimestre del curso su actitud había cambiado, se habían vuelto sardónicos. Se habían pasado unos a otros las acusaciones públicas contra Weber, por medio de correos electrónicos y mensajes instantáneos. Todavía anotaban cada palabra que él decía, pero lo hacían más para sorprenderle en un error, para erradicar el charlatanismo, sus bolígrafos apuntando hacia delante en un gesto de desafío. Querían ciencia, no historias. Weber ya no podía distinguir la diferencia.
Probó el micro y enfocó el proyector. Miró el anfiteatro griego lleno de estudiantes universitarios del último curso. El vello facial que daba un aspecto asilvestrado volvía a estar de moda. Y los piercings, naturalmente, el equipo pesado, algo a lo que Weber nunca se adaptaría. Los nietos de Levittown, con objetos de metal atravesándoles cejas y aletas de la nariz. Cuando una rolliza muchacha tatuada sentada en la cuarta fila hizo la última llamada de móvil permitida antes de que sonara el timbre («Eh, estoy en clase de neuro»), él observó el brillo del tachón que le perforaba la lengua bajo la pátina de la saliva, una pequeña y sorprendente perla de agua dulce.
Al contemplar a aquel grupo de hastiados jóvenes de veintiún años, no pudo dejar de asignarles historiales médicos. Desde su última y abreviada visita a Mark Schluter, el mundo se había dividido entre Dickens y Dostoievski. Bhloitov, el febril anarquista, estaba estirado sobre un banco de tres sillas en la última fila. La señorita Nurfraddle, una rigorista casi histérica, estaba en el asiento del pasillo, a dos hileras del estrado, toqueteando sus textos perfectamente alineados. Desde el centro del auditorio, un hombre delgado y de cabello negro, eslavo o griego, miró furibundo a Weber cuando la lección no comenzó a la hora en punto. ¿Qué había en el mundo merecedor de semejante enojo?
En el futuro, todos los jóvenes reunidos en la sala sentirían una divertida repugnancia al verse tal como eran ahora. Yo nunca vestí así. Nunca garabateé apuntes con tal seriedad. No es posible que pensara tales cosas. ¿Quién era ese individuo patético? El yo era una banda, una pandilla improvisada, a la deriva. Ese era el tema de la lección de aquel día, de todas las lecciones que había dado desde su encuentro con el maltrecho operario de un matadero de Nebraska. No hay yo sin autoengaño.
A dos asientos del lugar donde estaba el griego de cabello lacio y brillante se sentaba la mujer de aquel curso a la que Weber evitaba mirar. Iban y venían cada año, cada vez más jóvenes. No todas eran bellas, pero cada una de ellas jugaba a ser mayor de la edad que tenía, las cejas enarcadas un nanómetro demasiado alto. Aquella, en la octava fila, directamente en su fóvea, con un jersey de cuello de cisne color melocotón, le sonreía, la redondeada cara enrojecida, anhelando cuanto él pudiera decir.
La hermana, Karin, había dicho algo la primera vez que comieron juntos. Una acusación. «No puedo creerlo. Usted también lo hace. Creía que una persona con su reputación…» Él pensaba que no había sabido de qué le estaba hablando, pero sí que lo había sabido. Y lo hacía, en efecto, también lo hacía.
Echó un vistazo a sus notas: ignorancia organizada. Al lado del cerebro, todo el conocimiento humano era como una gota de limón al lado del sol.
– Hoy voy a referiros las historias de dos personas muy diferentes.
Su voz descarnada salía de los altavoces en lo alto de las paredes, llena de autoridad amplificada. Los últimos vestigios de charla desaparecieron. La palabra «historias» provocó risitas reprimidas. Bhloitov miró la primera diapositiva de Weber, una sección transversal de la corona del cráneo, con franco escepticismo. La señorita Nurfraddle suplicaba a su grabadora que funcionara. La mujer del jersey de cuello de cisne miraba a Weber con dócil curiosidad. Los demás no revelaban ninguna emoción más allá de un ligero aburrimiento.
– En primer lugar, os hablaré de H. M., el paciente más famoso de la literatura neurológica. Un día de verano, hace cincuenta años, al otro lado del Sound, un cirujano ignorante y demasiado diligente, que trataba de curar la epilepsia cada vez más severa de H. M., le insertó una estrecha pipeta de plata en el hipocampo, esta zona gris rosada, y aspiró, junto con la mayor parte de la circunvolución parahipocampal, la amígdala y las cortezas entorrinal y perirrinal, aquí, aquí y aquí. El joven, aproximadamente de vuestra edad, permaneció despierto durante la operación.
Lo mismo les sucedió a todos los alumnos.
– A los que tenéis hipocampos en funcionamiento y acudisteis a la clase de la semana pasada, no os sorprenderá saber que, junto con todo el tejido extraído por la pipeta, salió también la capacidad de H. M. para formar nuevos recuerdos…
Weber percibía su recargado sentido de la teatralidad, y le asqueaba. Pero había contado la historia tantas veces a lo largo de los años, en las clases y en sus propios libros novelescos de tema neurológico, que no podía hacerlo de otra manera. Fue pasando las diapositivas y contando el resultado de memoria: el regreso del disminuido H.M. a la tierra de los vivos, con su personalidad intacta pero incapaz de agregar nuevas experiencias.
– Habéis leído el informe del doctor Cohen sobre H.M. Cuatro días de pruebas, y cada vez que el examinador abandonaba la habitación y volvía, tenía que presentarse de nuevo. Pasaron décadas desde la intervención, pero a H.M. le parecían días.
«El primer deber de un médico es pedir perdón.» ¿Dónde había oído eso? En una película que había visto con Sylvie, cuando los dos iban a la escuela de graduados. La película y la frase les habían conmovido como solo pueden conmoverse los jóvenes al comienzo de la veintena. No mucho después de aquella noche, él decidió entregarse a su futura carrera. Y, más o menos por la misma época, Sylvie se entregó a él para toda la vida. «El primer deber de un médico es pedir perdón.» Cada noche debería haber dedicado un momento a pedir perdón a todos cuantos había perjudicado inadvertidamente aquel día.
– El recuerdo que H.M. tenía del pasado estaba intacto, incluso era impresionante. Cuando le enseñaron una foto de Muhammad Ali, dijo: «Ese es Joe Louis». Dos horas después se lo volvieron a preguntar y respondió de idéntica manera, como si fuera la primera vez. Estaba atrapado en un sótano, congelado en el momento inmediato a la operación. Ni siquiera podía saber que estaba encerrado en un presente eterno. No tenía la menor idea de lo que le había ocurrido. O más bien: la parte de su mente que poseía el conocimiento era incapaz de transmitir el hecho a su recuerdo consciente. A cada hora repetía varias veces: «Estoy teniendo una pequeña discusión conmigo mismo». Le acosaba el temor permanente a haber hecho algo mal y que lo castigasen por ello.
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