Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Podría dedicarme a la enseñanza en Arizona. O ir como profesor invitado a California, donde viviríamos en la misma calle de Jess. Mejor todavía, los dos podríamos estar jubilados, viviendo en una destartalada casa de campo en Umbría.

Ella sabía lo que debía decir.

– O podríamos estar muertos, y entonces ya estaría todo resuelto y no tendríamos que preocuparnos de nada. -Enjugó los boles del desayuno por enésima vez en su vida en común-. Clase en el Centro Médico dentro de diecisiete minutos.

Él la vio caminar hacia el dormitorio para vestirse. ¿Qué pensarían de ella los desconocidos? Todavía esbelta para su edad, con caderas y cintura que aún recordaban el pasado, su cuerpo todavía anunciando vigor, mucho después de que tuviera derecho a hacerlo. En las últimas semanas, el afecto que sentía por ella se había vuelto casi insoportable, como resultado de lo cerca que había estado de descarrilar en Nebraska.

La noche de su regreso, le contó por qué había vuelto a casa de una manera tan precipitada. Decirlo todo: ese había sido su contrato matrimonial desde el principio, y, para salvar la sinceridad de su relación con aquella mujer tan sincera, ahora no podía ocultarle nada. Siempre había creído en el «árbol del veneno» de Blake: si quieres nutrir una fantasía, entiérrala. Para matarla, sácala al aire libre.

El húmedo aire de Long Island no mató su fantasía. Describir a su mujer el atroz descubrimiento que había hecho la noche de su regreso a casa más bien mató otra cosa. Tendido en la cama a su lado, se lo dijo todo. Tan solo disponerse a hablar le hizo sentir un enfermizo escalofrío de derrumbe.

– Escucha, Sylvie, tengo que decirte algo.

– Vaya. Me llamas por el nombre. Eso indica un gran problema. -Sonrió y se volvió de lado, la cabeza apoyada en el brazo doblado por el codo-. Déjame que lo adivine. Te has enamorado.

Él cerró con fuerza los ojos y ella tomó aire.

– Yo no diría… -empezó a decir-. Al parecer, es posible que haya vuelto a Kearney, por lo menos en parte, para ver de nuevo a la mujer alrededor de la cual, sin ser consciente de ello, he fabricado toda una vida hipotética.

Ella seguía sonriendo, como si él acabara de decirle: «Esto es un neurocientífico que entra en un bar…».

– Tu sintaxis está resultando curiosa, Ger.

– Por favor. Esto me está matando.

La sonrisa de Sylvie se paralizó. Se tumbó boca abajo y le miró como si él acabara de confesarle que le gustaba ponerse ropa interior femenina. A cada segundo que pasaba, ella se volvía más profesional. Sylvie Weber, de Wayfinder. Daba todo su apoyo; siempre, de una manera terrible, daba todo su apoyo.

– ¿Te has acostado con ella?

– No es eso. Creo que ni siquiera la he tocado.

– Ah, entonces me encuentro realmente en apuros, ¿verdad?

Él se merecía la bofetada, incluso la quería. Pero se achicó y no dijo nada.

– Te conozco, cariño. La nobleza de Weber. Conozco tu idealismo.

– Esto no es algo… que quiera. Por eso he vuelto tan rápido.

Sylvie arremetió contra él.

– ¿Has huido? -Entonces volvió a suavizar el tono, avergonzada-. ¿No lo sabías cuando hablamos de que ibas a viajar de nuevo allí?

– Verás… sigo sin saber. Esto no es… -Quería decir «lujuria», pero parecía una evasiva. Tan sospechoso como algo que el famoso Gerald pudiera escribir. Más esfuerzo desesperado por sacar del caos un relato continuo-. Si pienso en ello, es posible que deseara volver a verla.

– ¿No fuiste consciente de que te atraía en tu primera visita?

Él reflexionó antes de responder. Cuando lo hizo, sonó como cerca del techo de la habitación.

– No estoy seguro de que el nombre más apropiado para lo que sentí ayer sea atracción.

Ella se puso las manos sobre los ojos, a modo de visera.

– ¿Hasta qué punto es algo serio?

¿Hasta qué punto podía ser algo serio? Tres días contra treinta años. Un enigma absoluto contra una mujer a la que conocía como el respirar.

– No quiero que signifique nada en absoluto.

Por debajo de las manos ahuecadas, Sylvie lloraba. Su llanto, tan infrecuente a lo largo de los años, siempre le había desconcertado. Objetivo, casi abstracto. Demasiado calmo para considerarlo verdadero llanto. Tal vez una serena aflicción indicaba auténtica madurez, lo que exigía la salud mental. Pero solo ahora Weber se percataba de lo mucho que siempre le había molestado la vaguedad de sus reacciones cuando estaba deprimida. La crisis de la que su certidumbre a toda prueba siempre se burlaba (las pequeñas muestras de amabilidad y los juegos tontorrones, «cariño» y «querida»), el distanciamiento que nunca habían comprendido en los demás, ahora eran suyos. Y ella lloraba, en silencio.

– Entonces, ¿por qué diablos me estás diciendo esto?

– Porque no puedo dejar que no signifique nada.

Ella se apretó las sienes.

– ¿No me estás arrojando esto a la cara? ¿Mi castigo por…?

¿Por qué? Por encontrarse a sí misma, encontrar una actividad que la llenara de un modo constante en la mediana edad, mientras que a él le abandonaba la satisfacción de su trabajo. Algo animal apareció en el rostro de ella, dispuesto a devolver el daño. Y él sintió con qué crueldad la amaba.

– Te estoy dando… -intentó decir él-. Estoy tratando de…

Entonces ella se estiró y se levantó, animosa de nuevo, con demasiada rapidez. Se sentó y exhaló, como si acabara de hacer ejercicio. Dio unas palmadas en la cama.

– De acuerdo. Dime qué te gusta de esa mujer.

Un proyecto de mejora. El siguiente paso en la vida hacia el dominio de sí misma.

– ¿Cómo puede… gustarme nada de ella? Desconozco por completo a esa mujer.

– Un producto desconocido. ¿Misterio? ¿Un secreto bajo llave? ¿Qué edad tiene?

Él deseaba poner fin a la conversación, pero su penitencia consistía en hablar.

– Cerca de los cincuenta -respondió, escamoteando una década.

Una mentira inútil, pues cuarenta difícilmente permitía considerarla una mujer más joven, tras aquella verdad más dura. Barbara era más joven, en efecto, pero la juventud no tenía nada que ver.

– ¿Te recuerda a alguien?

Y él lo comprendió.

– Sí. -Aquella aura de haber eludido a la vida. Un paso fuera y por encima de ella. El mismo fingimiento angélico que el autor de aquellos tres libros. Y, sin embargo, un frenesí íntimo, bajo la superficie de su impecable representación-. Sí. Parezco vinculado a ella. Me recuerda a mí mismo.

Era como si hubiese abofeteado a Sylvie.

– No comprendo.

Nosotros dos. Weber se presionó las órbitas de los ojos con las palmas hasta que vio manchas verdes y rojas detrás de los párpados.

– Hay algo en lo que conecto con ella, algo que necesito comprender.

– ¿Me estás diciendo que no es nada físico? ¿Que es más…?

Y entonces Weber expresó lo que había intentado decirle a Karin Schluter, algo que él mismo no acababa de creer:

– Todo es físico.

Químico, eléctrico. Sinapsis. Tanto si hay fuego como si no.

Ella se dejó caer en la cama, a su lado.

– Vamos -dijo sonriendo, aferrando las sábanas en busca de seguridad-. ¿Qué tiene esa furcia que no tenga yo?

Él se cubrió con ambas manos la zona calva de la cabeza.

– Nada, salvo una historia totalmente inescrutable.

– Comprendo -replicó ella, entre valiente y mordaz. Tanto una cosa como la otra resultaban demasiado dolorosas para él-. No tengo posibilidades de competir con eso, ¿verdad?

Por fin él se levantó, la rodeó con los brazos y apoyó la temblorosa cabeza de Sylvie contra su pecho.

– La competición ha terminado. No hay contienda. Tienes… todo lo que sé, toda mi historia.

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