Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Parece muy… segura de sí misma -respondió él, temeroso de mirar, confirmando las impresiones de Karin.

El contingente de Platteland eligió aquel momento para hacer su entrada. Avanzaron en grupo hasta los demás promotores sentados en primera fila, ante las mesas del consejo. Karin y Daniel desviaron los ojos. Al cabo de un minuto, ella miró de nuevo a hurtadillas. Si Karsh la había atisbado entre el público, el momento había pasado. Estaba atareado en la presentación de los materiales, el arte de darse importancia. Aturdida, Karin miró de nuevo a Barbara, quien la saludó agitando muy discretamente la mano. Peligro, decía aquel movimiento. Humanos por todas partes.

Se inició la sesión. El alcalde se dirigió al consejo y estableció el procedimiento. Una portavoz del grupo de promotores subió al estrado, hizo que bajaran las luces de la sala y encendió un proyector con pantalla de cristal líquido. En esta, situada detrás de las mesas del consejo, apareció una diapositiva con el título, la omnipresente plantilla de Nature. La diapositiva, en tipo de letra Mistral, decía: «Nueva especie migratoria en nuestra antigua vía fluvial».

Karin se volvió hacia Daniel, incrédula. Pero él y sus compañeros del Refugio se preparaban para el espectáculo, con los dientes apretados. Las diapositivas se fueron sucediendo, serpenteando como el río en cuestión. La argumentación iba dirigida al último blanco que Karin habría esperado, lo que el Consejo de Desarrollo llamaba el sector hostelero.

Un diagrama de barras mostró el número de visitantes de la migración primaveral en los últimos diez años. Los números eran un eterno misterio para Karin, pero podía calcular las longitudes. Las barras del diagrama se duplicaban cada tres años. Cuando ella muriese, gran parte del país pasaría por allí cada mes de marzo.

La oradora se metamorfoseó en Joanne Woodward ante los ojos de Karin.

– La puesta en escena de la concentración de casi todas las grullas migratorias de la tierra se ha convertido en uno de los espectáculos naturales más impresionantes de que disponemos.

– ¿De que disponemos? -susurró Karin, pero Daniel, sumido en una batalla mental, no podía oírla.

Siguió una foto panorámica, un trecho del Platte no lejos de la vivienda de Mark. Se superpuso el fundido de una imagen, la recreación artística de un asentamiento rústico, con terrenos cedidos a los colonos y chozas. La portavoz lo llamó «avanzada escénica natural del Central Platte», y estaba relacionando sus principios de construcción ecológicos (bajo impacto ambiental, tecnología solar pasiva, vallas de troncos partidos simuladas, hechas con millones de cajas de leche recicladas) cuando Karin comprendió: el consorcio quería construir un gran pueblo turístico para los observadores de las grullas.

La batalla se desarrolló en forma de glacial pantomima, en la que promotores y ecologistas atacaban y contraatacaban. Daniel intervino en la refriega y repartió un par de golpes hirientes. Señaló que la contemplación de las aves era espectacular precisamente porque el río se había vaciado más abajo del lugar donde se posaban, y por eso se habían concentrado en los pocos refugios que quedaban. Extraer incluso un vaso de agua más de un bioma que ya se estaba disgregando era un acto de negligencia. Karin estaba muy al tanto de aquellos hechos, unos hechos que ella había ayudado a investigar. Cada palabra que Daniel pronunciaba era sagrada, pero predicaba con tal pasión mesiánica que ella notó que no conectaba con el público, considerándolo otro Jeremías que apuntaba con el dedo.

Robert, sonriendo como un espectador inocente, se levantó para defender su proyecto. El puesto de avanzada no estaba en una zona donde las aves se posaran, sino tan solo cerca de allí. Los visitantes acudirían, de una manera u otra. ¿No tenía sentido absorberlos lo más ecológicamente posible, en edificios que preservaran la conciencia histórica, integrados en el paisaje natural? Los visitantes se marcharían más conscientes de la necesidad de conservar la naturaleza. ¿No era la finalidad del ecologismo proteger la naturaleza para que pudiéramos apreciarla? ¿O acaso el Refugio creía que solo una selecta minoría debería gozar del espectáculo de las aves?

El público aprobó esta última observación. Aquello parecía una repetición del consejo estudiantil. Los Karsh de este mundo siempre aplastarían a los Riegel, en cualquier votación abierta. Los Karsh tenían sentido del humor, estilo, presupuestos ilimitados, sofisticación, seducción subliminal, neuromarketing… Los Riegel solo tenían sentido de la culpa y hechos.

Robert volvió a sentarse. Miró a Karin, una mirada que se demoró como la de un acechador. ¿Qué te ha parecido eso? Por un extraño y fugaz momento, ella se sintió personalmente responsable de la contienda.

El Refugio contraatacó: los promotores requerían diez veces más agua de la que su puesto de avanzada natural consumiría. Los promotores explicaron sus previsiones más prudentes y prometieron que el puesto de avanzada vendería toda el agua sobrante a la reserva pública y a precio de coste.

Se sucedieron los aspavientos de la democracia, la forma más engorrosa de decidir que conoce el ser humano. Un velero impulsado por el aliento. Cada excéntrico de pueblo y cada sin techo que vivía de recoger latas manifestaron su opinión. ¿Cómo un procedimiento tan a ciegas podría alcanzar jamás una decisión acertada? Un promotor con un traje verde claro y un miembro del Refugio vestido de áspero tejano, con el poco cabello que le quedaba recogido en una cola de caballo, se enfrentaban, sus brazos como espadas ceremoniales, sus voces alzándose y cayendo cual espectrales lamentos de kabuki. Un filtro de gasa se posó sobre los reunidos, lo que Karin habría sentido si se hubiera levantado con demasiada rapidez. La sala brillaba tenuemente, como un campo de habichuelas bajo un viento de agosto. Aquella gente llevaba reuniéndose allí desde antes de que el desarrollo fuese un problema. Durante tanto tiempo como hubo praderas lo bastante extensas para cegar y enloquecer, los hombres se habían reunido allí a fin de discutir, únicamente para demostrarse a sí mismos que no estaban solos.

El público sufría un conflicto como el del hermano de Karin. Peor aún: como el de ella misma. Los participantes en el debate daban vueltas, actuando como dobles de los demás, dobles de sí mismos, alistándose para pelear contra combatientes fantasmales… Ella estaba sentada en medio de la refriega, un agente doble que se vendía a ambos bandos. El combate se reproducía en su interior, todas las posturas posibles chocando alrededor de la dispersa democracia en su cerebro. ¿Cuántas partes cerebrales describían los libros de Weber? Una profusión de agentes libres; sesenta especialidades en el fragmento prefrontal. Todas esas formas de vida con nombres latinos: la aceituna, la lenteja, la almendra. Caballito de mar y concha, telaraña, caracol y gusano. Suficientes partes corporales para componer otro ser vivo: senos, nalgas, rodillas, dientes, colas. Demasiadas partes del cerebro que recordar. Incluso una parte llamada «sustancia innominada». Y todas tenían una mente propia, cada una pugnaba por hacerse oír por encima de las demás. Era natural que estuviera sumida en una frenética confusión: todo el mundo lo estaba.

Una ola recorrió su interior, un pensamiento a una escala como jamás había experimentado. Nadie tenía la menor idea de aquello que buscaban nuestros cerebros ni cómo se proponían conseguirlo. Si pudiéramos distanciarnos un momento, liberarnos de tanta duplicación, contemplar el agua real y no un espejo creado por el cerebro… Por un instante, cuando la sesión se convertía en un ritual instintivo, se dio cuenta: la especie entera padecía el síndrome de Capgras. Aquellas aves danzaban como nuestros parientes, parecían nuestros parientes, llamaban, ordenaban, cuidaban de sus hijos, enseñaban y navegaban igual que nuestros parientes. La mitad de sus órganos seguían siendo como los nuestros. Sin embargo, para los hombres eran ajenos, unos impostores. Como mucho, un extraño espectáculo que contemplar agazapado desde un escondite. Mucho después de que todos los reunidos en aquella sala hubieran muerto, aquella especie de reunión adventista seguiría rugiendo, debatiendo el declive de la calidad de vida, elaborando trabajosamente los apremiantes detalles de una nueva y vasta urbanización. El río se secaría, iría a otra parte. Tres de cuatro especies supervivientes diezmadas vendrían aquí todos los años, sin saber por qué regresarían a este árido desierto. Y aún seguiríamos atrapados en el engaño. Pero antes de que Karin pudiera fijar el pensamiento que se formaba en ella, le resultó irreconocible.

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