Un año atrás, no habría pensado en rebajarse tanto. El programa es demasiado patético: la peor clase de investigación de sucesos de la televisión local. Una reportera y un policía recorren toda la región de la Big Bend, fingiendo interesarse por los supuestos misterios sin resolver de la gente, cuando, con toda evidencia, lo que realmente quieren hacer es internarse en los trigales, fuera del alcance de la cámara, y meterse mano como locos. ¿Y los enmarañados y desconcertantes casos que investigan? En sus tres cuartas partes se trata de esposas con pocas luces que se quejan de que llevan semanas sin ver a sus maridos. Señora, ¿ha buscado en el piso de su criada mexicana adolescente? En contadas ocasiones muestran algo interesante, como los dos depósitos llenos de amoníaco robados de un apartadero en Holdrege, que aparecieron en el subterráneo de un viejo edificio de Hartwell donde fabricaban metanfetamina. O el Bigfoot de la Pradera, esa criatura mítica a la que se vio de noche revolviendo en los contenedores de basura en North Platte y de cuya presencia se informó luego en todas partes, desde Ogallala hasta Litchfield, y que resultó ser un oso malayo, la mascota ilegal de un empleado de una compañía telefónica: un animal muy aturdido, vapuleado por cientos de humanos histéricos presa de alucinaciones.
Pero Crime Solvers es su última esperanza. Mark se entrevista por teléfono con su «cazador de historias», también conocido como becario no pagado. El caso les interesa, y envían a la famosa Tracey Barr en persona, junto con un cámara para filmarlo. La Homestar en la caja tonta. O, por lo menos, la falsa Homestar. La mismísima Tracey Barr en su sala de estar. Mark quiere llamar a sus amigos, dejarlos boquiabiertos, tal vez incluso lograr que los filmen. Entonces recuerda que ya no está en condiciones de llamarlos.
En persona, la escultural señorita Barr es algo mayor y no tan atractiva. No tan atractiva, deberíamos decir, como cierta Bonita Baby, vestida con su atuendo de la época de los colonos. Sin embargo, Tracey (ella le pide que la llame Tracey, por increíble que parezca) es impresionante, enfundada en una especie de falda de tubo negra y una blusa rojo rubí. Por suerte, Mark se acuerda también de vestirse bien, con su elegante Izod verde de manga larga, un regalo que le hizo la Bonnie de antes.
Tracey quiere saber todo lo ocurrido. Por supuesto, Mark Schluter no está enterado de todo. Por eso enviaron primero a la pringada criminal. Y por eso es consciente de que, cuando cuenta lo que sabe, la gente le trata de un modo raro. No quiere pisar más minas de las necesarias. Cuanto menos sepa la emisora de la verdadera situación, tanto mejor. Les ofrece los datos básicos: accidente, huellas de neumáticos, hospital, UCI herméticamente cerrada y la nota en la mesilla de noche, esperándole cuando vuelve en sí al cabo de unas semanas. Ella se traga toda la información. Filman el jardín y la casa: Mark solo, contemplando los campos. Mark con una foto de la camioneta. Mark con Blackie Dos, porque, ¿quién va a notar la diferencia? Mark sosteniendo la nota, mostrándosela a Tracey. Está leyendo la nota en voz alta. Y lo más importante: primer plano de la nota que ocupa toda la pantalla, de modo que ningún telespectador se quede sin ver la escritura y leer cada palabra.
Tracey lo lleva a la carretera North Line, para filmarle en la escena del crimen. Se les une el policía que esta semana se encarga del caso, el sargento Ron Fagan, quien resulta conocer a Karin del instituto, y conocerla tal vez incluso en el sentido del Antiguo Testamento. Una y otra vez pregunta a Mark por su hermana, como si «la policía» no estuviera enterada del cambio. ¿Cómo está tu hermana? Es muy simpática. ¿Todavía vive en la ciudad? ¿Sale con alguien? Es espeluznante: aquel hombretón uniformado, sondeando para ver cuánto sospecha Mark. Este esquiva las preguntas y espera no meterse en aguas más profundas que en las que ya se encuentra.
Pero el oficial Fagan es hábil con Tracey, a quien habla de las pruebas obtenidas en el lugar del accidente: las huellas de lo que obstaculizó el avance de Mark y las que quedaron marcadas en la carretera detrás de él. ¿Quiere decir que podría tratarse de una encerrona?, pregunta Tracey. Y con toda seriedad, el policía dice que no quiere llegar a conclusiones precipitadas. Precipitadas, casi un año después. Dice que no tienen nada que se ajuste a las huellas, ninguna pista sobre los vehículos…
Lamentablemente, también menciona la velocidad a la que iba Mark cuando volcó. Es una cifra que no va a granjearle el cariño de ningún defensor potencial. Mark no tenía ni idea de que hubiera ido tan rápido. Se le ocurre pensar que el vehículo situado detrás del suyo le estaba persiguiendo. El trataba de escapar, y cayó directamente en la emboscada.
Colocan en un punto erróneo la cámara que ha de filmar el lugar del accidente. La carretera es la correcta, pero el tramo no. Mark objeta, pero no le hacen caso. Dicen que en ese sitio el telón de fondo es mejor, más pintoresco o algo por el estilo. El policía mueve las manos como un director de orquesta, indicando lo que ocurrió ahí, pero todo está equivocado. Todo es falso. Mark se lo dice, tal vez alzando demasiado la voz. Tracey le ordena callar, pero él replica gritando: ¿Cómo diablos la persona que le encontró va a reconocer el lugar y presentarse si el programa ni siquiera muestra el sitio correcto?
Todos le miran como si se hubiera escapado del manicomio. Pero, en vez de insistir, van en busca del lugar auténtico. Le filman caminando por el pequeño tramo, lo cual es absurdo si bien se mira, porque aquella noche no estaba precisamente en condiciones de caminar. El ambiente es suave y seco, un tiempo para llevar una chaqueta ligera, con un viento juguetón que se burla de los campos. Pero Mark se está helando, tiene tanto frío que es como si estuviera allí, en la cuneta, en febrero, la cara asomando por el parabrisas roto en un charco de hielo aguado.
* * *
Otro invierno en la pradera, aquello de lo que Karin Schluter había huido durante toda su vida adulta. En su infancia había oído hablar del invierno asesino de 1936, con temperaturas bajo cero durante todo un mes seguido; el de 1949, con sus montículos de nieve de doce metros de altura; de la Ventisca de los Escolares, en 1888, con el brutal descenso de veintiséis grados en un solo día, que salpicó el paisaje de estatuas congeladas. En comparación, aquel invierno no era nada. Y, sin embargo, ella temía por su supervivencia.
Se impusieron los marrones cartón y los grises plomo. Las últimas calabazas se secaron en sus enredaderas y la fauna juiciosa emigró al sur o se refugió bajo tierra. Las noches se hicieron más largas y en la ciudad oscurecía pronto. La mayor parte de las noches el viento despertaba a Karin; en pocos lugares del globo era tan ruidoso. Padecía su tradicional bajón de noviembre, la sensación de que se había caído por encima de la barandilla protectora del mundo y ahora yacía bajo la gasa continua del cielo de Nebraska, incapaz de hacer nada salvo esperar que llegase la primavera y alguien la descubriera.
Se habría diagnosticado a sí misma trastorno afectivo estacional, pero se negaba a creer en enfermedades inventadas recientemente. Riegel trató de convencerla de que se sentara bajo las luces que usaba para estimular el crecimiento de sus plantas.
– Todo está relacionado con el sol. El número de horas de luz solar que recibes a diario.
– ¿Quieres engañar a mi cuerpo con fluorescentes? Eso no me parece muy natural.
Se daba cuenta de que le atacaba más a medida que los días se acortaban, pero no podía evitarlo. Él lo soportaba en noble silencio, lo cual no hacía más que empeorar las cosas. Ella se apresuraba a disculparse, con pequeñas muestras de amabilidad, diciéndole de nuevo lo agradecida que estaba por el trabajo, el más importante que había desempeñado en su vida. Al día siguiente, volvía a atacarle.
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