Pero solo iban a desayunar, así que ella tomó asiento y pidió lo que deseaba tomar. Lo único que necesitaba era la mente de aquel hombre, tan briosa y brutal como una auditoría. Ella le planteó la propuesta de medicación del doctor Weber.
– Un antipsicótico -le susurró. Robert se limitó a asentir. Ella trató de exponerle las objeciones más temibles de Daniel-. Tengo miedo de dejar que mi hermano se drogue con sustancias que alteran el estado de ánimo.
Karsh sacudió la cabeza y señaló el desayuno.
– Una taza de café es una sustancia que altera el estado de ánimo. Una tortilla española. Creo recordar una pequeña adicción tuya… ¿aquellas tabletas triangulares de chocolate suizo? No me digas que nunca te pusiste a tono comiendo unas cuantas.
– Esto no es una pastilla de chocolate, Robert. Es un psicoactivo.
Él se encogió de hombros y agitó las manos.
– No estás al día, Conejita. La mitad de los norteamericanos toman algún psicoactivo. Mira a tu alrededor. ¿Ves a esa gente de ahí? -Señaló vagamente hacia unas mesas a las que se sentaban cuatro ancianos en chándal y una familia de mennonitas-. Casi la misma proporción. El cuarenta y cinco por ciento de los estadounidenses toma algo que modifica la conducta. Ansiolíticos, antidepresivos, lo que quieras. De otro modo no podrían funcionar. El mundo es demasiado complicado. Yo mismo tomo un par de cosas.
Ella le miró, aturdida. La nueva relajación de Robert, la placidez y la humildad recién descubiertas: tal vez solo se debieran a algo que estaba tomando. La suavización de sus facciones, la capa añadida de grasa infantil. Todo puramente químico. Claro que el mismo cerebro era un depósito de unas u otras sustancias que alteraban la conciencia. Así lo decían todos los libros que ella había leído desde el accidente de Mark. La repugnaba. Quería al Karsh auténtico, no a aquel filósofo tolerante que escurría el bulto.
– Pero un antipsicótico…
Él no había perdido el hábito: una y otra vez su mano derecha comprobaba el pulso en la muñeca izquierda. En el pasado, ese gesto había sacado de quicio a Karin. Ahora solo la asustaba. Robert alzó el dedo índice y se convirtió en predicador.
– «Un pellizco es mejor que un abismo.»
– ¿Qué es eso?
– ¿No lo recuerdas? -se regodeó él-. Teníamos que leerlo en el instituto. Recuerdas el instituto, ¿verdad? Tal vez necesites algún reforzador de la memoria.
– Recuerdo que te llevé de pareja al baile del instituto y que te encontré detrás del malecón, retozando con aquella zorra del equipo de criquet como uno de esos perros que buscan trufas.
– Creía que estábamos hablando de literatura médica.
– Estábamos hablando del futuro de mi hermano.
Él agachó la cabeza.
– Lo siento. Dime qué es lo que te preocupa. El mejor y el peor de los casos.
El mero hecho de que la escuchase era agradable, sin el juicio perpetuo y silencioso. Fumar delante de un hombre, sin ocultarse, era incluso más agradable. Le contó todos sus temores acerca de Mark: que pudiera hacerse daño, que dañara a alguien, que apareciera algún síntoma nuevo y misterioso, convirtiéndole en alguien un poco menos humano, que la medicación pudiera hacerle incluso menos reconocible.
– Me está destrozando, Robert. Había hecho las maletas y estaba preparada para marcharme, y ni siquiera pude hacer eso. Mark tiene toda la razón cuando dice de mí que soy una sustituta. Mira mi vida. Soy una broma, una de esas personas camaleónicas. Nada, en el fondo. La chica Viernes de todo el mundo. ¿Dice que soy una impostora? Está en lo cierto. Todo lo he hecho siempre de una manera mecánica. Nunca he querido nada salvo lo que creía que alguien quería de mí…
– Vamos, mujer-le reconvino Robert-. Tranquila. Puede que necesites tomar alguna de esas píldoras.
Ella no pudo contener una risa triste. Le habló a Robert del juicio por los efectos secundarios de la olanzapina que Daniel había descubierto, fingiendo que era ella quien lo había encontrado. Karsh tomó notas en su agenda.
– Tenemos un bufete de abogados. Pediré a alguien que investigue.
Tan solo hablar con Karsh la tranquilizaba, más de lo que debería. Por supuesto, la postura que adoptaba él era tan parcial como la de Daniel. Ninguno de los dos sabía qué era lo mejor para Mark, pero tan solo oír los contraargumentos de Karsh resultaba liberador. Una decisión errónea ya no pendería exclusivamente sobre su cabeza.
Karsh se tomó el pulso.
– Si decides hacer eso, seguirá habiendo un problema.
– ¿Cuál?
– Lograr que Mark se avenga.
– ¿Lograr que Mark se tome las píldoras? ¿Eso será un problema?
Soltó un bufido, compungida.
– Conseguir que las tome con regularidad. O que cuando suspenda el tratamiento lo haga de la manera apropiada. No sería el más fiable de los pacientes. Si se le ocurre interrumpir la toma de repente…
Ella asintió, una cosa más de la que preocuparse. Ambos habían llegado al límite de su ingesta de café permisible. Era hora de marcharse. Ninguno de los dos se movía.
– He de ir a trabajar -dijo ella.
– ¿Así que ahora eres una voluntaria en el Refugio?
Karin le sonrió de la misma manera sesgada.
– Aunque parezca mentira, me pagan por mis servicios.
Aún no podía creerlo del todo. En el transcurso de unas pocas semanas, esforzándose por demostrar cuanto antes que era digna de que la hubieran contratado, había leído todos los informes publicados por el Refugio. Y muy pronto le habían confiado auténticas responsabilidades. De alguna manera comprometedora, sus nuevas tareas la sacaban del foso de impotencia en el que había vivido desde el accidente de Mark. Un lugar que necesitaba de veras sus energías, una definición útil de sus días. Como Daniel, ahora trabajaba por lo menos cincuenta horas a la semana. Mark no podía culparla, pues los impostores no le debían ninguna lealtad. Ella sabía ahora más sobre el esfuerzo por proteger el río de lo que debería saber cualquier empleada en prácticas. Tenía una información por la que Karsh estaría dispuesto a matar.
– ¿De veras? -replicó él, enarcando las cejas-. ¿Te pagan en dinero contante y sonante? Eso es estupendo. Bueno, ¿qué es lo que haces ahí exactamente?
Lo hacía todo: almacenaba cajas, revisaba informes, hacía llamadas imprevistas a políticos locales y posibles donantes, con aquella voz sonora de mezzosoprano, tan apropiada para las relaciones con los clientes, que era su principal baza.
– ¿Sabes, Robert? No debo decirlo.
– Comprendo. -En sus ojos de color aguamarina apareció un destello de inocencia herida. El viejo Robert, capaz de desmontarla sin necesidad de un manual del propietario, el Karsh del que ya no podía evadirse, como tampoco podía huir de sí misma-. Secretos muy bien guardados de los protectores de las tierras pantanosas. Lo comprendo perfectamente. ¿Qué es tu historia personal comparada con preservar la evolución de cuatro mil millones de años?
Ese mismo mes, dos años atrás, ella había yacido con Robert bajo un diluvio, desnudos en la lodosa orilla, lamiéndole las axilas como una gata.
– Por Dios, Karsh. ¿Qué puedo decir? Es el trabajo más gratificante que he tenido jamás. Algo mucho más importante que mi pequeño mundo, más que el de cualquiera. Estoy lidiando con unos informes que… ¿Sabías que hemos cambiado ese río en cien años más que en los diez mil anteriores…?
– Perdona… ¿unos informes? ¿Qué clase de informes?
– Fotocopias de la Oficina del Condado, si quieres saberlo.
Ya era demasiado, pero seguramente él lo habría conjeturado. Observó a Robert mientras él fingía tranquilidad. Había visto a menudo aquella expresión, pero nunca hasta entonces había podido causarla. Era una expresión capaz de alterar el estado de ánimo.
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