Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Mark le sacudió los hombros, encantado.

– Así que los dos estáis aquí, las dos últimas personas en las que puedo confiar. Eso es bastante interesante de por sí. ¿No os parece que esto es muy interesante? Las únicas personas que siguen conmigo y las únicas a las que conozco desde el accidente. Vamos, pase. Siéntese. Estábamos examinando posibles planes. Las maneras de expulsar a los culpables del sotobosque.

– No es exactamente de eso de lo que estábamos hablando, Mark.

Weber admiró su semblante inexpresivo. Parecía imposible que no hubiera tenido hijos.

– Más o menos -replicó Mark-. No me riñas por un tecnicismo.

– Bien, ¿de qué estabais hablando? -le preguntó Weber a Barbara.

Desprotegido, perdido el equilibrio, ahogándose en el extremo de la piscina que no cubría.

La sonrisa de la mujer dio a entender comunicaciones privadas.

– Solo le estaba sugiriendo a nuestro joven Mark…

– Es decir, a mí…

– … que es hora de intentar un nuevo enfoque. Si desea saber lo que Karin quiere…

– Se refiere a la seudoher…

– Si Mark quiere «llegar al fondo de ella», el mejor plan es que hable con ella. Que se sienten y se lo pregunte todo. Quién cree que es ella. Quién cree que es él. Qué recuerda de su pasado. Que escuche en busca de cualquier…

– Un complicado juego de confidencias para lograr que la culpable confiese, ¿sabe? Sonsacarle. Obligarle a presentar coartadas y responder a las preguntas. Hacer que cometa un desliz en algún momento. Conseguir que se descubra.

– Señor Schluter…

Mark hizo un saludo militar.

– Presente.

– Ese no es precisamente el espíritu de lo que hemos…

– Espera un momento. Demasiada excitación. Tengo que ir a mear. Últimamente parece que he de hacerlo a cada momento. Dígame, doctor, ¿qué edad hay que tener antes de que pueda presentarse un cuadro prostático?

No esperó la respuesta.

Weber miró a Barbara con admiración. Su plan tenía una sencilla belleza, fuera del alcance de la teoría neurológica. Nadie, ni quienes consideraban el cerebro como un ordenador, ni los cartesianos o neocartesianos, ni los conductistas renacidos disfrazados, ni los farmacólogos o los funcionalistas o los que veían en las lesiones las causas de todo, ninguno de ellos, salvo una persona lega, lo habría sugerido. Y no parecía más destructivo o impotente que cualquier propuesta científica. Aunque no consiguiera nada, podría seguir siendo útil.

Ella evitó su mirada y murmuró una pregunta.

– Básicamente, en Nueva York -respondió él.

Ella alzó los ojos, sonriendo alarmada.

– ¡Perdona! ¿He dicho «dónde»? Quería decir «cómo».

– Ah, pues entonces la respuesta es: «Básicamente, alterado».

Las palabras parecían proceder de otra persona. Pero le sorprendieron menos que el consuelo inmediato que le proporcionaban. Salía de su escondite, al cabo de varios meses: podía decir cualquier cosa a aquella improbable cuidadora, aquella mujer impenetrable.

Barbara se tomó su confesión con calma.

– Es natural. Si no te hubieras sentido alterado, no serías normal. Se ha abierto la veda contra ti. -Mostraba sus cartas para que él las viera. Una auxiliar de enfermería informada de la sátira más reciente del New Yorker. Pero compartiendo su sentimiento de la forma más natural imaginable. Alzó la vista, las pupilas de sus ojos color avellana tan grandes como las manchas de una polilla enmascarada. Le conocían-. El orden jerárquico sigue primando entre los seres humanos, ¿no es cierto? Aun cuando la jerarquía sea imaginaria.

– No es una competición que me interese gran cosa.

Ella se irguió, con la misma expresión de divertido escepticismo con que acababa de mirar a Mark.

– Claro que te interesa. Este libro es tuyo. Los cazadores te están rodeando. No hay nada imaginario. ¿Qué vas a hacer, echarte a morir?

La reprimenda más suave, una censura basada en la lealtad absoluta. Total confianza en él, pero ¿con qué autoridad? Hora y media de tiempo compartido y la lectura de sus libros. Sin embargo, veía lo que a Sylvie le pasaba desapercibido. Aquella mujer le turbaba. ¿Por qué? ¿Qué hacía leyendo críticas de libros? ¿Qué estaba haciendo allí, en casa de un ex paciente? ¿Era posible que los dos tuviesen una relación sentimental? La idea era absurda. Una visita particular, meses después de que le dieran el alta a Mark. Algo incluso más impropio de su actividad profesional que de la de Weber. Sin embargo, allí estaba él también. Barbara se lo quedó mirando, sospechando de sus motivos ocultos. ¿Y qué respuesta podía dar a la pregunta que le había hecho? No dijo nada, dispuesto a echarse a morir.

Mark salió del baño, todavía subiéndose la cremallera. Estaba más animado de lo que Weber le había visto jamás.

– Bueno, este es el plan. Os diré lo que voy a hacer.

Sus palabras sonaban metálicas y lejanas. Weber no podía distinguirlas, por encima del estrépito más cercano. El rostro de Barbara Gillespie, aquel óvalo lleno de franqueza, seguía mirándole, planteándole la pregunta más sencilla. Sus entrañas, que parecían flotar, respondían por él.

Los dos regresaron juntos a Kearney y acabaron en un restaurante, una de esas cadenas diseñadas en Minneapolis o Atlanta y con las especificaciones remitidas por fax a todo el país. La América histórica, desaparecida, reencarnada como cómodas franquicias. Aquella pasaba por ser una mina de plata de la década de 1880, aunque unos seiscientos kilómetros fuera de lugar. Claro que Weber había estado en una idéntica en Queens.

La facilidad de su conversación le confundía. Hablaban en el lenguaje taquigráfico, comprimido y cómico de las personas que se conocen desde la infancia. Idioglosia, un fenómeno tan común como cualquier otro. Picoteaban una cebolla frita en manteca, charlando sin necesidad de explicarse. Por supuesto, tenían como tema común del que hablar el cerebro de Mark, un tema de inagotable interés para ambos.

– Bueno, dime, ¿qué te parece, personalmente, que se someta a esa medicación?

La voz de Barbara no revelaba nada, ningún atisbo de su propia postura.

El interés que la mujer mostraba por Mark le fastidiaba, al tiempo que censuraba el suyo propio. ¿Por qué tenía que mostrar tal intimidad con el muchacho, cuando compartía con él incluso menos que Weber? Sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el resto de cabello que le quedaba.

– Tengo mis dudas, en el mejor de los casos. En general, soy conservador, cuando se trata de algo tan potente. Cada lanzamiento de los dados neurológicos tiene un resultado impredecible. Es como tratar de meter un barco en una botella por el procedimiento de sacudirla. Ni siquiera me gustan los inhibidores selectivos de la recaptura de la serotonina, antes de agotar otras posibilidades.

– ¿De veras? Seguro que no padeces depresión.

Él ya no estaba seguro.

– La mitad de la gente que responde a ellos responderá también a los placebos. Ciertos estudios indican que quince minutos de ejercicio y veinte de lectura al día pueden hacer tanto por la depresión como los medicamentos más populares.

Ella parpadeó y ladeó la cabeza.

– Leo entre tres y cuatro horas al día, y eso no me ayuda en especial a sentirme segura.

Una mujer que leía más que él, que padecía sus propios accesos depresivos: no habría adivinado ninguna de las dos cosas. Ahora ambas parecían palmarias.

– ¿Ah, sí? -Weber ladeó la boca-. Intenta reducirlo a veinte minutos.

Ella sonrió y se pasó una mano por la frente.

– Sí, doctor.

– Pero esto podría ser lo apropiado para él. La única vía con alguna posibilidad de ayudar.

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