Barbara sorprendió su mirada sondeadora. Extendió el brazo por encima de la mesa y le tomó la muñeca.
– ¿De modo que esto es lo que significa: «Básicamente, alterado»?
Mientras ella la sujetaba, él no podía controlar el temblor de su mano. De todo su cuerpo: temblaba como si acabara de levantar algo que superaba varias veces su propio peso por encima de la cabeza.
Ella se inclinó hacia delante y le alzó la barbilla.
– Escúchame. Ellos no son nadie. No tienen poder sobre ti.
Weber tardó un momento en identificar a «ellos»: el tribunal de la opinión pública.
– Está claro que sí lo tienen -replicó.
Más poder sobre él que el suyo propio. La corteza cerebral humana evolucionó a base de navegar por las complejidades del rango social. Eso constituía la mitad de la cognición, la principal presión selectiva ahora en juego: la manada en la cabeza.
Y conformado con esa finalidad por el poder de «ellos», el cerebro de Barbara interpretaba al suyo.
– ¿Qué te importa lo que haga ese grupo de monos que se dedican a acicalarse y hacer trampas? Nada importa salvo el sentido que tu propio trabajo tenga para ti.
Todo el sentido de su propio trabajo se había esfumado. Solo quedaba el juicio sumario. Ella le miraba con la cabeza ladeada, explorando. Y ante ese gesto de impotencia, él respondió:
– Ese es el problema. Todo lo que dicen los críticos es completamente cierto. Mi trabajo es muy sospechoso.
Semejante admisión a Barbara casi le hizo sentirse eufórico. Ella entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
– ¿Por qué dices eso?
– No vine aquí para ayudar a Mark. Al principio no fue eso lo que me trajo.
Cesó la música. A su alrededor, la gente se dedicaba a intentar ligar unos con otros. Weber no soportaba mirar nada más complejo que la espuma de su cerveza.
– Creer que podría ayudarle, en primer lugar, fue puro narcisismo. ¿Qué más puedo hacer por él aparte de recetarle alguna arma química… «Mira, tómate esto, crucemos los dedos y esperemos que suceda lo mejor»? -Ella le acarició los nudillos con el dorso del pulgar, como si lo hubiera hecho durante toda su vida-. ¿De qué le sirve toda la ciencia neurológica del mundo? Arrogancia, a decir verdad. Una especie de charlatanismo. ¿Qué es lo que estoy haciendo aquí?
Ella siguió presionándole los dedos y no dijo nada. Su espina dorsal se curvó hacia delante. Algo en ella compartía la sensación de engaño que él experimentaba, la incorporaba a su organismo. Solo sus ojos le daban seguridad: la empatía significaba vértigo. Sacudió la muñeca de Weber en el aire. Casi había dejado de temblar.
– Basta. Basta ya de flagelarse. Bailemos.
Weber estaba demasiado exhausto para objetar. Ella le llevó al centro de la pista, como un remolcador que tirase de un carguero averiado. Él la siguió con dificultad, esperando instrucciones, pero no recibió ninguna. Estaba bailando en un bar con una mujer a la que no conocía: se sentía intranquilo, tal como se sentía cuando dejaba que transcurriera una jornada sin trabajar. Pero aquello no era más que un refugio sencillo, improvisado, mutuo. La idea de cualquier cosa ilícita casi le parecía cómica: «ataque con un arma muerta», solía bromear con Sylvie. Weber y Barbara se agitaban y estiraban. A su alrededor, la gente se movía. Salsa y boogie. Pasos de baile sencillos. Extrañas contorsiones a juego con los aún más extraños violines y estruendosas guitarras de los Apalaches que tocaba el grupo del local. Junto a ellos, una pareja más joven se miraban y movían vigorosamente. Más lejos, un descendiente de los indios ponca pisoteaba el suelo y hacía volar a su pareja. Por todas partes las rodillas se levantaban y los hombros aleteaban. La mujer estaba en lo cierto: todo lo que vivía se agitaba bajo la atracción de la luna.
Barbara se rió.
– ¡Lo estás haciendo muy bien!
En realidad, parecía bobo. Un torpe polluelo que graznara en otoño. Pero su cuerpo latía al unísono con el ambiente. Cesó la música y quedaron varados. Weber se sentía profundamente avergonzado y necesitaba llenar el vacío.
– ¿Crees que Mark y sus amigos estuvieron bailando aquella noche?
Ella reflexionó sobre esa posibilidad con los ojos entrecerrados.
– Bonnie dijo que no estuvo aquí. Eso no quiere decir que no hubiera alguna otra involucrada. Desde luego, bebieron y tomaron otras sustancias. Eso lo sé por el mismo Mark.
La música se reanudó: heavy bluegrass metal. Una ola rompió contra Weber, ligera, omnisciente. Incluso el baile era demasiado insoportable.
– Anda, vayámonos -le dijo a Barbara-. Aquí no hay nada que averiguar.
Estaba seguro de que a ella también se lo parecía. La emoción del derrumbe. Podrían haber sido cualesquiera, en cualquier vida, ocultándose para que no los descubrieran. El rostro de Barbara, tan inestable como el suyo, fingía despreocupación. Ella encontró la salida y pasaron de la nube de humo y ruido a la noche estrellada. Él experimentaba la calma más inverosímil, la placidez de la impotencia, y sabía que también Barbara se había sumido en aquel silencio con él. La atmósfera era densa y seca en la época de la cosecha. Sus pies hacían crujir la grava camino del coche. Ella le asió del codo, deteniéndole.
– Chsss… ¡Escucha!
Él volvió a oírlo, en la versión nocturna. Enjambres de insectos y los chirridos de sus predadores. Búhos de vez en cuando, y el grito, como una antífona, de lo que solo podían ser coyotes. Todos ellos criaturas que oían a los seres humanos y solo sabían de ellos que formaban parte de la red más amplia de sonidos. Seres vivos de todos los calibres para los que el bar al lado de la carretera no era más que otro montículo del paisaje, tan solo otro módulo pululante en el bioma que explotar.
Ella le miró, la mujer más solitaria que había conocido jamás, desesperada por relacionarse, por encontrar alguna prueba de que la existencia no era una creación de su mente. Él prestó oídos a la noche, al sonido de la reclusión de Barbara. Pero, como el testigo secreto de Mark que redactó la nota, se mantuvo absolutamente quieto y callado, confiando en pasar inadvertido. Se apartó de la mirada inquisitiva que ella le dirigía y encaminó sus pasos al coche. Cuando llegó al vehículo, ya no podía defenderse, ni siquiera ante sí mismo, el más fácil de los públicos. Sí, se había obligado a volver para enderezar las cosas con los Schluter, para reconciliarse consigo mismo. Pero allí, entre los sonidos de la noche habitada, con el viento rozándole suavemente el brazo y bajo la mirada de aquella mujer reclusa, que tanto se refugiaba para alejarse de la vida, reconocía la desaparición en pos de la que él también iba.
* * *
Karin se reunió con Karsh para pedirle consejo. Los consejos de Daniel estaban enturbiados por la moralidad. Este le dijo que la medicación causaría más problemas de los que podría resolver. Pero Daniel no era el hermano de Mark. Trabajar por la causa era una cosa. Sacrificar por ella su propia relación de parentesco era otra muy distinta.
Se había visto dos veces con Karsh. Tomaron unas copas, se pusieron al día. Nada delictivo, nada que ella no pudiera manejar. Había vivido sin placer durante tanto tiempo que unas pocas sacudidas emocionales rápidas apenas tenían efecto en ella. Se puso en contacto con él por correo electrónico, utilizando el antiguo alias secreto de Karsh. Él le propuso que desayunaran juntos. «Una especie de cambio, ¿no? Un encuentro después del juego, pero sin juego.»
Eso la había enfurecido. Todo lo que ella quería era que se reunieran, aunque fuera una sola vez, como personas civilizadas, sentados a la mesa del desayuno, en vez de encontrarse furtivamente como delincuentes. Se reunieron en Mary Ann's, en la misma calle donde él trabajaba. Cuando ella entró en el restaurante, él se apresuró a levantarse y la besó en la mejilla. El súbito movimiento la estremeció.
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