Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Me lo has dicho porque me quieres -le dijo.

Ella se pasó una mano por la cara.

– No -replicó-. No del todo.

La llamaba en ocasiones, cuando no había nadie en su oficina. Hablaban durante momentos robados, susurros acerca de nada. Una vez agotado lo básico (¿qué había comido él?, ¿qué llevaba puesto ella?), todo lo demás consistía en sucesos de la actualidad. ¿Era el francotirador de Washington un terrorista o solo un individuo endurecido que se había hecho a sí mismo? ¿Por qué los inspectores de armamento de la ONU en Irak no presentaban ninguna prueba? ¿Habría que darles a los ejecutivos de Enron y ImClone su propio canal de telerrealidad? Tan bueno para ambos como el sexo por teléfono.

Ella quería imparcialidad y él libertad. Cada uno creía que era capaz de convertir al otro: esa había sido siempre su atracción fatal. Ambos convenían en que el gobierno estaba descontrolado, pero mientras ella quería que este actuara de una manera honesta, él deseaba su derrocamiento de una vez por todas. Un encuentro casual con El manantial había convertido a un risueño y modesto campeón de natación del instituto en un libertario, aunque incluso ese nombre le parecía a Karsh demasiado restrictivo.

– Cada persona competente del mundo es una especie de dios, nena. Juntos, no hay manera de detenernos. El ingenio humano puede lograr cualquier cosa. Nombra un obstáculo material y ya hemos recorrido la mitad del camino hacia su superación. Apartarlo de nuestro camino y ver cómo se suceden los milagros.

– Dios mío, Robert. No puedo creer que estés diciendo eso. ¡Mira a tu alrededor! Lo hemos destruido todo.

– ¿De qué me estás hablando? Los adolescentes de las reservas indias viven mejor de lo que vivía la realeza. Prefiero vivir ahora que en cualquier otra época. Excepto en el futuro.

– Eso es porque eres un animal. Quiero decir: eso es porque no eres un animal.

– ¿Desde cuándo tienes tales convicciones?

Desde que se dio cuenta de lo poco que ella podía hacer por cambiar a Mark. Tenía que dedicar sus energías a otra cosa o morir. Aquel río podría necesitarla más de lo que jamás la había necesitado su hermano.

Al cabo de unos minutos pisarían hielo fino, y entonces saldrían de allí girando y cogidos del brazo, como una pareja de patinadores haciendo su actuación. Cada uno necesitaba derrotar al otro: era algo inútil pero irresistible. Ella prefería gritar horrorizada contra los ultrajes de Karsh que murmurar su acuerdo con el fervor de Riegel. Robert conocía la verdad que siempre se le escaparía a Daniel, hasta la tumba: solo amamos aquello en lo que podemos vernos reflejados nosotros mismos.

Invariablemente, Karsh la tanteaba.

– ¿Qué tal las cosas en la Pajarería Benéfica? Háblame de esa nueva y brillante campaña para recaudar fondos. ¿Estáis planeando comprar algunas tierras pantanosas?

– Primero háblame del nuevo centro comercial de tu consorcio.

– ¡No es un centro comercial!

– ¿Qué diablos es entonces?

– Ya sabes que no te puedo decir eso.

– ¿Y en cambio yo debería gritar mis secretitos a los cuatro vientos?

– Entonces, ¿tenéis un secreto? ¿Estáis planeando algo?

Era embriagador verlo suplicar. Ella ejercía cierto poder sobre él, un poder cuyo sabor compensaba las interminables humillaciones del pasado.

– No quedan muchos lugares a lo largo del río por los que aún se pueda luchar, ya lo sabes.

Daniel le había dicho eso durante el desayuno, un par de mañanas atrás. Karin lo repitió como si se le hubiera ocurrido a ella.

– Solo queremos apartarnos de vuestro camino -afirmó Karsh-. No deseamos construir en ninguna zona que el Refugio considere esencial preservar.

– Entonces deberías sentarte con los miembros del consejo de administración y estudiar el asunto, hectárea por hectárea.

Él se rió entre dientes.

– ¿Te he dicho que eres adorable de veras?

– No en esta vida.

– Bien, si tú y yo estuviéramos al frente, eso es lo que haríamos, en serio. Todas estas intrigas empresariales me crispan los nervios. Hablemos una vez que esto se haya hecho público. Entonces estarás mucho más orgullosa de mí.

La palabra «orgullosa» le llegó a lo más profundo. Algo en ella admiraba a Robert. Este podía señalar ciertas cosas y reclamar su paternidad. Las cosas más horribles, ciertamente, pero sólidas y acabadas. Por lo menos Karsh había dejado una cicatriz en el paisaje. Ella no podía señalar nada excepto una serie de empleos en el sector servicios, todos ellos perdidos, y un piso, ahora vendido. Ni siquiera había procreado, algo que todas sus compañeras de instituto hacían con más facilidad de la que Karin tenía para limpiar la casa. Incluso su propio hermano decía de ella que no era nada. A los treinta y un años, por fin había encontrado una ocupación importante. Ansiaba decirle a Robert hasta qué punto era un trabajo digno.

– ¿Orgullosa? -inquirió, dispuesta a perderse-. ¿Cómo voy a estarlo?

– Ya lo verás, si obtenemos la aprobación del Consejo de Desarrollo. De lo contrario, el asunto se someterá a debate. Ven a la sesión pública y descúbrelo.

– He de ir -replicó ella en un seductor tono de chanza-. Por mi trabajo.

Asistió a la sesión pública con Daniel. Él condujo, y ella le atacó de un modo implacable durante todo el trayecto.

– Si llegas a la señal de stop primero, tienes que pasar primero. No te quedes ahí sentado, haciendo señales a los otros para que pasen.

– Es cortesía elemental -replicó él-. Si todo el mundo…

– ¡No es cortesía! -le gritó ella-. No haces más que joder a la gente.

Él se achicó.

– Evidentemente.

Esa era toda la crueldad de que era capaz, y a ella le daba pena. Cuando llegaron al lugar donde se celebraba la sesión pública, estaba contrita. Le tomó del brazo mientras caminaban por el aparcamiento del Edificio Municipal.

Soltó el brazo de Daniel en el vestíbulo, al ver a Karsh y sus colegas de Platteland. Dirigió la vista al suelo de mármol de color melocotón mientras Daniel la conducía a la sala. Buscaron asiento en la cámara, que se iba llenando. Daniel examinó la sala. Ella siguió la dirección de su mirada, por encima del público, formado en su mayoría por personas mayores. Dos chicos del canal por cable comunal universitario manejaban una videocámara hacia la mitad del pasillo, a mano derecha. Aparte de ellos, la mayoría del público vivía de la Seguridad Social. ¿Por qué la gente esperaba a tener un pie en la tumba antes de ocuparse de su futuro?

– La asistencia no está mal -le dijo Karin a Daniel.

– ¿Tú crees? ¿Cuántas personas dirías que hay?

– No sé. Ya sabes lo torpe que soy para calcular. ¿Cincuenta? ¿Sesenta?

– O sea… ¿aproximadamente la décima parte del uno por ciento de la gente directamente afectada?

Se unieron al contingente del Refugio. Daniel pasó en un instante de la apatía a la animación, y ella se colocó detrás de él, como un tordo en el nido. El grupo se puso a hacer planes y contraplanes, y Karin iba aportando la documentación que había preparado. Vio a Daniel trabajando, lleno de la energía que le daban las fuerzas desplegadas contra ellos. La disminución de las probabilidades le hacía más atractivo de lo que había estado en las últimas semanas.

Detrás del equipo de la televisión estudiantil, en una silla colocada a propósito fuera del alcance de la cámara, se sentaba Barbara Gillespie. Su presencia puso nerviosa a Karin: mundos incompatibles.

– Esa de ahí es Barbara -le dijo a Daniel-. La Barbara de Mark. ¿Qué te parece?

– ¡Ah! -Daniel se estremeció.

– ¿No tiene algo? ¿Alguna clase de aura? No pasa nada… solo dime la verdad.

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