Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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La sesión terminó sin que se hubiera llegado a ninguna decisión. Karin, confusa, apretó el brazo de Daniel.

– ¿No tienen que adoptar alguna decisión?

Él la miró con lástima.

– No. Retendrán la propuesta unos meses y entonces aprobarán discretamente una resolución cuando nadie esté mirando. Bien, por lo menos ahora sabemos a qué nos enfrentamos.

– Creía que iba a ser mucho peor. Uno de esos centros comerciales con un montón de salas de cine. Gracias a Dios que solo se trata de esto. Algo que no segrega veneno, que por lo menos está a favor de las aves.

Fue como si le hubiera apuñalado. Daniel se había dirigido a la salida, al fondo de la sala. Se detuvo en medio de la gente que les rodeaba y la cogió del brazo.

– ¿A favor de las aves? ¿Esto? Joder, ¿es qué has perdido el juicio?

Varias cabezas se volvieron hacia ellos. Robert Karsh, que estaba haciendo números con dos miembros del Consejo de Desarrollo, les miró desde el otro lado de la sala. Daniel se ruborizó. Se acercó a Karin y le susurró una vehemente disculpa.

– Lo siento. Una conducta imperdonable. Las últimas horas han sido espantosas.

Ella dio un paso adelante para silenciarlo. Una mano le tocó el hombro. Al volverse se encontró ante Barbara Gillespie.

– ¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí?

Aquella única ceja arqueada de la Gillespie…

– Ser una buena ciudadana. ¡Vivo aquí!

Karin no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.

– Mi amigo Daniel. Esta es Barbara, Daniel, la… la mujer de la que te hablé.

Riegel se volvió hacia ella, como un Pinocho sonriente y rígido. Ni siquiera podía tartamudear. Karin vio que Karsh, mientras abandonaba la sala, lanzaba una mirada lasciva a Barbara.

– Me ha gustado lo que has dicho -comentó Barbara a Daniel-. Pero aclárame una cosa: ¿qué crees que se propone hacer esa gente con el complejo durante los diez meses del año en los que no se ve una sola grulla?

Daniel se quedó pasmado: a ninguno de los ecologistas se le había ocurrido plantear la pregunta durante la sesión.

– ¿Tal vez un centro de conferencias?

Barbara reflexionó un momento.

– Es posible. ¿Por qué no? -Entonces, con tal rapidez que sobresaltó a Karin, añadió-: Bueno, me alegro de verte, querida. Y ha sido un placer conocerte, Daniel. -Este asintió, enervado-. ¡Crucemos los dedos!

Barbara retrocedió con una sonrisa sesgada y agitando la mano con la elegancia de la reina del baile en la facultad. Abandonó la sala entre el resto de los asistentes. Karin la maldijo en silencio por marcharse.

Daniel lo estaba pasando mal.

– Lo siento. No habría perdido los estribos si las cosas no hubieran ido tan… No sé cómo he podido decir eso. Ya sabes que yo no…

– Déjalo. No importa. -Nada importaba salvo liberarse, alcanzar el agua auténtica-. Bien, he perdido el juicio. Eso ya lo sabíamos los dos.

Pero Daniel no podía dejarlo correr. Durante el trayecto de regreso a casa, se le ocurrieron tres teorías más que explicaban su ataque verbal. Y quería que ella las ratificara todas. Karin lo hizo, para tener la fiesta en paz. Pero a él no le bastaba.

– No digas que me crees si no es cierto.

– Estoy de acuerdo contigo, Daniel, de veras.

Por lo menos, la discusión les mantuvo la mente ocupada hasta que llegaron a casa y se acostaron. Pero la autopsia prosiguió en la oscuridad. Él habló dirigiéndose a las grietas del techo.

– La sesión ha sido un desastre, ¿verdad? -Ella no sabía si tenía que estar de acuerdo u objetar-. No hemos sabido qué nos golpeaba. De inmediato hemos adoptado el método defensivo del erizo. Nos hemos opuesto como si fuera la habitual utilización del espacio para establecer un centro comercial. No hemos logrado desacreditar lo que se proponen hacer. Probablemente el consejo ha abandonado la sala pensando lo mismo que tú, que esa especie de parque temático natural sería algo beneficioso.

Ella aún lo pensaba así. Si se hacía bien, incluso podría ser un equivalente popular del Refugio, que controlara el impacto de los turistas, cuyo número iría en aumento de todos modos.

– Es evidente que se proponen algo. Esta es solo la primera fase. Mira la cantidad de agua que están pidiendo. Y tu amiga tiene razón. No pueden ganar dinero si el lugar solo se llena dos meses al año.

Ella le restregó la espalda, trazando grandes círculos con una suave presión. Según decía Weber en su libro, así se producían endorfinas. Surtió efecto durante uno o dos minutos, antes de que él se diera la vuelta.

– Lo hemos estropeado. Deberíamos haberlos desenmascarado, y en cambio…

– Chsss. Lo has hecho lo mejor que has podido. Perdona, no quería decir eso. Quiero decir que, dadas las circunstancias, has hecho lo mejor que se podía hacer.

Daniel estuvo toda la noche despierto. En algún momento, pasada la una de la madrugada, empezó a moverse tanto que sacó a Karin de su sueño irregular lo suficiente para que ella le pusiera una mano en el hombro.

– No te preocupes por eso -musitó, todavía medio dormida-. Era solo una palabra.

Alrededor de las tres, Karin se despertó sola en la cama. Oyó a Daniel en la cocina, yendo de un lado a otro como un animal del zoo. Cuando por fin regresó a la cama, ella fingió que dormía. El yació inmóvil, un oído que lo captaba todo, en medio de un campo, siguiendo a algún animal de gran tamaño. Lleva tu esfera de sonido al interior de tu esfera de visión. Totalmente inmóvil, incluso sus pulmones. A las cinco y media, ninguno de los dos pudo seguir fingiendo.

– ¿Estás bien? -le preguntó ella.

– Pensativo -susurró él.

– Eso he supuesto.

Deberían haberse levantado de la cama y desayunado, al estilo de los pioneros, en la oscuridad, pero ninguno de los dos se movió. Finalmente, él comentó:

– Tu amiga parece muy aguda. Tiene razón. Esas casas para los observadores de aves no son más que la punta de algo.

Karin estrujó la almohada con fuerza.

– Sabía que estabas pensando en ella. ¿Es por eso por lo que…?

Él hizo caso omiso.

– ¿Me la habías presentado ya en alguna parte?

– Mírame. ¿Tengo aspecto de haber perdido el juicio?

Él la miró parpadeando, la cabeza inclinada.

– Te he dicho que lo sentía, que ha sido imperdonable. No sé qué más decirte.

Era cierto: había perdido el juicio. Hecha polvo por la falta de cuidados.

– Olvídalo. Estoy loca. ¿Qué me estabas diciendo de Barbara?

– Tengo la extraña sensación de que conozco su voz. -Se levantó y fue desnudo a la ventana. Retiró la cortina y contempló el jardín a oscuras-. Yo diría que no es la primera vez que la veo.

* * *

El invierno en Long Island: ¿por qué insistían en quedarse? Seguramente no por las pocas imágenes de postal impresionantes: la escarcha en el molino de agua, el estanque de patos helado, la costa de la bahía Conscience cubierta por un manto blanco, sin nada más que los cisnes mudos invasores y una sola garza confusa aguantando firme antes de que la nieve se ensuciara y empezara la auténtica estación sin vida. No por su salud, ciertamente: acribillados durante días seguidos por las minúsculas agujas hipodérmicas del aguanieve. Tampoco por necesidad económica. Solo por alguna expiación insondable que se agarraba al antiguo, fresco y verde pecho del nuevo mundo.

– Atrincherado en aquella casta oscuridad más allá de la ciudad -le dijo a Sylvie, mientras tomaba un implacablemente administrado desayuno dietético a base de muesli y leche de soja-. Donde los oscuros campos de la república se ondulan bajo la noche.

– Sí, querido, lo que tú digas. ¿Qué hay de los guardas forestales?

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