Los habituales rezagados se arracimaron alrededor del atril. El intentó escuchar cada pregunta, prestar toda su atención a cada una de las observaciones. Cuatro alumnos, que padecían las inquietudes del final de trimestre. Detrás de la primera ola, otros cuatro aguardaban. Exploró la sala sin saber qué buscaba. Entonces la vio, inmóvil a mitad del pasillo a mano izquierda. La joven Sylvie, que le miraba a su vez. Se debatía consigo misma. Tenía un mensaje para él, para el joven que había sido, pero no podía esperar. Tenía que ir a algún lugar futuro.
Trató de apresurar a quienes le interrogaban, con una sonrisa tranquilizadora para cada uno. Los alumnos empezaron a dispersarse y, al alzar la vista, Weber se sorprendió al encontrarse delante a Bhloitov. Visto de cerca, era evidente que el cabello del anarquista estaba teñido. Llevaba un brazalete de cuero con tachones, y por debajo de la manga izquierda le asomaba una Virgen de Guadalupe rojo brillante y azul verdoso. El sedoso bigote estaba dividido por una tenue cicatriz, la de un labio leporino imperfectamente restaurado. Weber dirigió la mirada a la sala. La joven Sylvie, vacilante, empezó a alejarse. Miró de nuevo al anarquista, tratando de dominarse.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor?
Bhloitov dio un respingo, parpadeó y retrocedió un poco.
– Lo que ha contado de ese… ese meningioma. El caso de David. -Su voz tenía un tono de disculpa. Weber le hizo un gesto de asentimiento para que prosiguiera-. Me estaba preguntando… Creo que tal vez mi padre…
Weber alzó la vista, un acto reflejo desesperado. Sylvie se había puesto la mochila a la espalda y ascendía por la escalera hacia la salida del auditorio. La observó durante todo el camino, mientras Bhloitov murmuraba y se alejaba discretamente. Ella no se volvió a mirarle. ¿Adónde vas?, le preguntó Weber en el espacio simbólico. Vuelve. Soy yo. Aún estoy aquí.
Era hora de retirarse. Ya no podía confiar en su comportamiento en el aula, y no digamos el laboratorio. Podría encontrar algún trabajo como voluntario, clases de alfabetización para adultos o como profesor particular de ciencias. En los veinte años que le quedaban, podía aprender otra lengua extranjera o escribir una novela de tema neurológico. En cualquier caso, tenía suficientes argumentos. Y no sería necesario que la publicara.
Permaneció en el campus hasta que empezó a anochecer, entregado a un trabajo que se había sacado de la manga, el constante trueque de cartas de recomendación que constituía la existencia académica. Parecía una expiación, una tarea impuesta como castigo. Se recetaba a sí mismo una docena de tabletas de chocolate para obtener una dosis de feniletilamina. Recientemente eso le había ayudado a alzar el manto de las noches invernales.
Lo extraño era que apenas deseaba a Barbara Gillespie. Tal vez la encontrara atractiva, en abstracto. Pero, incluso ahora, sus imaginadas relaciones nunca suponían algo más que un contacto inocuo. Ella era… ¿qué? Ni una familiar ni una amiga y, desde luego, no una simple amante. Alguna relación que aún no se había inventado. No quería poseerla. Tan solo quería investigar, con la habitual batería de cuestionarios, la causa de su derrumbe y por qué él se sentía tan absuelto cuando estaba a su lado. Quería analizarla, hacer que se revelara, conocer su currículo y su historia. Ella no había dicho casi nada en los pocos minutos que habían pasado juntos. Sin embargo, sabía algo de Mark que él buscaba a trancas y barrancas.
La veía vestida con un mono verde y una camisa de algodón blanco, subiendo por una escala de madera. La escala estaba apoyada contra una blanca casa del cabo Cod, cerca del océano. Estaba llegando a los aleros. ¿Qué sabía de ella? Nada en absoluto. Nada excepto lo que su corteza prefrontal podía inventar basándose en desechos del hipocampo. La veía de pequeña, con un velo negro sobre la cara, encendiendo un cirio de cincuenta centavos que colocaba en el altar de una iglesia llena de incienso. ¿Qué sabía él de cualquiera? La veía junto a Mark Schluter, con mono de trabajo y casco amarillo, inspeccionando un ramillete de indicadores sobre una brillante bombona de acero inoxidable alta como una casa. La veía asomándose a la ventana del pasajero de un cupé azul que daba vueltas, conducido por Karin Schluter, tendiendo al viento un osito de peluche. Se veía a sí mismo, hombro a hombro con Barbara, en una atestada sala de justicia de algún lugar como Kabul, tratando de obtener la custodia legal de los hermanos Schluter, pero incapaz de lograr que su petición se entendiera en ningún idioma útil.
Cruzó por su mente la idea de que se había inventado lo ocurrido en Nebraska. Toda la historia: una incursión en un género mixto, experimental, una obra de teatro sobre la moralidad enmascarada como periodismo. No tenía ningún recuerdo fiable de lo que había ocurrido allí. No podía reconstruir con precisión ninguna de las características de Barbara Gillespie, y no digamos sus facciones. Sin embargo, no podía dejar de evocar recuerdos de ella recuperados, todos ellos tan detallados que podría haber jurado que eran datos documentados.
¿Qué sabía de la vida de su esposa? ¿Quién era ella cuando no era su mujer? Él regresaba a casa en coche, cruzando el centro comunal cubierto de nieve. Las dos iglesias coloniales nunca dejaban de apaciguarle. Tomó la larga curva de Strong's Neck, el puerto verde y marrón con la marea baja. Llegó a Bob's Lane, ese pasadizo que los visitantes son incapaces de encontrar a menos que ya hayan estado en él. Las lluvias invernales todavía inundaban la parte delantera del jardín. Una familia de cercetas de alas verdes se había pasado el otoño construyendo un nido junto al lago temporal. Pero ahora el lago estaba congelado y los patos habían volado.
Sylvie había llegado antes que él a casa. Últimamente, desde que él soltara su bomba, procuraba regresar temprano de Wayfinders. Weber no le había pedido que lo hiciera, pero tampoco tenía el valor de decirle que no era necesario. La encontró introduciendo algo en el horno, un estofado con berenjena. Veinte años atrás le había dicho que lo comería gustoso cada noche, y ahora ella recordaba ese entusiasmo sepultado. La sonrisa inquieta de su mujer cuando alzó los ojos hacia él le llegó a lo más hondo.
– ¿Has pasado un buen día?
– Fantástico.
Era algo que siempre se decían.
– ¿Qué tal ha ido la clase?
– Si me lo preguntas a mí, creo que hay una clara posibilidad de que haya estado brillante. -La tomó en sus brazos con demasiada rapidez, mientras ella se esforzaba por quitarse la manopla-. ¿Te he dicho que estoy completamente loco por ti?
Ella soltó una risita dubitativa y miró detrás de él. ¿Quién imaginaba que podría venir? ¿A quién podría él traer a casa?
– Sí, me lo has dicho. Creo que ayer.
* * *
Emiten el programa televisivo. Pero es extraño. Le han hecho a Mark algo digitalmente, lo han pasado por alguna clase de filtro de vídeo de alta tecnología. Quienes no lo conocen jamás sospecharían. Pero sus amigos, los pocos amigos que le han quedado a Mark Schluter, pensarán que es un doble.
Por lo menos la mayor parte de lo que dicen en el programa es correcto. Hablan del accidente, del vehículo que se cruzó delante de él, del que iba detrás y se paró junto a la carretera. Y hay un gran momento en el que aparece la nota manuscrita y llena la pantalla, e incluso hay subtítulos, por si alguien no sabe leer en inglés. «No soy nadie.» No soy nadie. Hombre, en los tiempos que corren, ese podría ser cualquiera. Pero hay una recompensa en metálico de quinientos dólares. Con la economía escurriéndose de nuevo por el desagüe del lavabo y todo el estado en el paro, sin duda alguien dará un paso adelante para hacerse con ella.
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