Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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«¿Qué tal, zorrita? Amaya, ya, ya…».

Era ya el cuarto que recibía. Lo borró como si así pudiera hacerlo desaparecer. Al momento recordó que Eduardo le había dicho que no lo hiciera, a lo mejor podía servir de prueba si tenía que denunciarlo. Tenía que hablar con él, lo del ordenador era pasarse de la raya. Entonces le contaría también que los mensajes seguían. Desconectó el móvil y cerró los ojos; tal como solía hacer para dormirse pensó en los días en que solía ir con amigos a la montaña; hacía ya varios años pero siempre recordaba la sensación de victoria al llegar en la noche a un refugio y encender el fuego sintiendo que el propio cuerpo estaba formado también por los cuerpos de los demás. Por contraste, le parecía ahora que bajo el edredón su cuerpo flotaba, libre y también solo. Volvió a evocar aquel tiempo, el aire frío de la mañana, tan frío y limpio que era como si la cara se lavase solo con salir afuera, luego doblar los sacos, preparar la mochila, desayunar juntos y echar a andar otra vez. Se fue durmiendo así, muy lejos de su apartamento y de lo que acababa de ocurrirle.

La vicepresidenta desenchufó el portátil y lo llevó a su dormitorio. Estaba destemplada. Se puso el pijama, se metió en la cama y se conectó desde ahí. Mientras el ordenador arrancaba buscó unos mitones verdes en el cajón de la mesilla. Miró primero el escritorio, ningún archivo nuevo, ninguna señal. Abrió un documento en blanco esperando a que la flecha saludara. Al cabo de tres minutos, según comprobó en el reloj del ordenador, fue ella quien escribió:

– ¿Estás?

Pasaron otros cinco sin nada.

Entonces ella misma se respondió en minúsculas:

– sí.

Enseguida se arrepintió y borró la pregunta y la respuesta. Para distraerse cambió el fondo de escritorio. Pero no encontraba ninguno que le sirviese. Ninguno que consiguiera devolver a su ordenador la capacidad de ser ventana hacia alguna parte, espejo con fondo; imaginó su mano entrando en la pantalla y después todo su cuerpo. Abrió el navegador y buscó una de esas páginas con fondos de escritorio y protectores de pantalla gratuitos. No era algo prudente, según le había explicado su sobrino hacía tiempo. Desde esas páginas resultaba fácil colar un caballo de troya. Hace tiempo que no hablo con Max. A lo mejor él puede ayudarme a encontrar a la flecha. Recordó que le había buscado para que la ayudase a librarse de ella. Aunque tampoco había sido exactamente así.

– Me gustaría hablar contigo -tecleó en el documento abierto.

Esta vez solo esperó un minuto. Luego minimizó la página y volvió al navegador. Tecleó: «Fondos de pantalla con nieve». Mientras los recorría recordó una película vista hacía muchos años, cuánto tiempo llevo sin ir al cine. No se acordaba bien de la historia ni de quién la había dirigido, pero sí que había un pueblo donde los ancianos, cuando perdían los dientes y ya no podían comer, se dirigían un día de invierno a la montaña cubierta de nieve, dormían a la intemperie y esa era su forma de morir. Nadie les obligaba: ellos entendían que era ley de vida, que otros venían detrás de ellos. ¿Tengo que irme ya a la montaña? No le gustaban los fondos que habían aparecido, demasiado retocados. En el buscador de imágenes tecleó: «Winter Uppsala». Le gustó la fotografía del Jardín Botánico de la universidad, un edificio sobrio con columnas blancas en medio de la nieve, tres o cuatro bancos vacíos, y árboles desnudos. Guardó la imagen y luego la seleccionó para su fondo de escritorio. Tocada por esa melancolía invernal volvió al documento de la flecha.

Me pregunto para quién existiré cuando no sea vicepresidenta, quién va a recordar un gesto mío el día que me vaya, escribió tras un guión que indicaba diálogo, sin saber si quería ser oída o si solo necesitaba sacar afuera la sensación de soledad inminente. Lo borró enseguida, y volvió a llamar a la flecha:

– ¿Hay alguien?

– hola.

– ¿Desde cuándo estás aquí?

– acabo de llegar.

– Bueno, qué más da, no puedo saberlo,

– créeme.

– Te esperaba. Necesito consultarte algo,

– bien, pero antes debo darte una respuesta, averigüé de dónde salió la filtración.

– Tienes recursos para todo.

– no, solo a veces, salió de «tu gente», como tú dices.

– ¿Me estás intoxicando? ¿Me envenenas?

– no, ni siquiera quería darte la noticia, todavía hay una posibilidad de que me haya equivocado.

– ¿Quién es?

– una melena larga con mechas rojizas, unas manos femeninas, las uñas pintadas de un color parecido al del pelo.

La vicepresidenta notó los huesos de las extremidades sueltos, el esternón quebrándose: no puede ser, Carmen no. La flecha seguía:

– eso he visto, también he leído un intercambio de mensajes entre el periodista que escribió la noticia y tu directora de comunicación, pero no conozco su físico, si coincide, entonces es ella.

– ¿Qué día fue?

– el 23 del mes pasado, viernes.

Le era fácil recordar los viernes, Consejo de Ministros y comparecencia. Rebobinó dos consejos hasta llegar a ese. No tenía manera de saber qué había hecho Carmen entretanto. ¿O sí? Repasó los asuntos tratados aquella mañana y entonces recordó. Minutos antes de la comparecencia la había llamado, quería comprobar unas cifras, le había entrado una duda de repente. Oyó el timbre repetido y luego se cortó. Carmen nunca hacía eso: podía no tener el teléfono disponible o conectado, pero si lo estaba siempre contestaba sus llamadas. Quizá se había cortado o era un momento realmente inoportuno. Pero Carmen no le devolvió la llamada. La vicepresidenta telefoneó entonces a su secretaria: «¿Puedes avisar a Carmen un momento?» «No está aquí, ha tenido que salir.» Ahora la vicepresidenta recordaba que pensó en preguntarle, Carmen podía haber tenido un contratiempo familiar o de otro tipo. Pero terminó la comparecencia y allí estaba como si nada hubiera pasado, sonriendo, atendiendo a los periodistas. La vicepresidenta olvidó lo ocurrido hasta ahora, ahora sí lo recordaba.

La flecha no se había movido. Quizá ya no estuviese.

– Gracias -escribió.

– de nada, espero que te haya servido, ¿qué querías preguntarme?

La vicepresidenta se incorporó y colocó mejor las dos almohadas en que se apoyaba. Nada, quiso escribir. Pero al mismo tiempo el dolor se iba convirtiendo en una fuerza densa como debía de ser la savia y supo que seguiría adelante, aunque fuera sin Carmen, aunque fuera completamente sola.

– Estoy trabajando en una iniciativa legislativa -dijo-. Una diferente. Lo opuesto a la cobardía, creo. ¿Vas a ayudarme?

– tengo que saber más.

– No, primero yo tengo que saber más. Voy a necesitarte tres semanas, sin desapariciones, sin retrasos, sin excusas. ¿Podrás hacerlo?

– depende de para qué.

– ¿Podrías hacerlo?

– sí, salvo imprevistos.

– ¿Imprevistos probables?

– no. ¿qué vamos a hacer?

– Todavía no puedo decírtelo. ¿Y nosotros qué vamos a hacer? Tú y yo, como si nos acompañáramos.

El abogado tosió. Le había pedido el coche a un procurador amigo y la calefacción solo funcionaba al máximo, lo cual creaba un ambiente asfixiante, pero quitarla era incumplir la segunda norma de su madre y se sentía demasiado inestable en esos días como para añadir una bronquitis. Este merodeo, este buscarte sin que vayas a conocerme tiene su melancolía, ¿sabes? Tú y yo, como si nos acompañáramos, dices. Tú y yo como si detuviéramos el mundo. Aunque no se detiene. Ahora mismo se cuentan por miles los cuerpos que están siendo derribados.

– buenas noches; apago -dijo, y apagó el ordenador de golpe, porque a veces necesitaba fijar él los límites.

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