John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Aquellos sueños inquietos, recuerdos oscuros y su creciente deshidratación dejaron a Gurney en un estado de depresión ansiosa durante el resto del vuelo. En cuanto bajó del avión en Albany, compró una botella de agua de un litro al precio inflado del aeropuerto y se bebió la mitad de camino al cuarto de baño. Entró en el aseo para silla de ruedas, que era relativamente espacioso, y se quitó sus elegantes pantalones, el polo y los mocasines. Abrió la caja de Giacomo Emporium que contenía su ropa y se la puso. Luego dejó la ropa nueva en la caja y, cuando salió del aseo, la tiró en el cubo de basura. Fue al lavabo y se quitó el gel del cabello con abundante agua. Se secó con fuerza con una toalla de papel y se miró en el espejo, asegurándose de que era él mismo otra vez.

Eran exactamente las 18.00, según el reloj de la cabina del aparcamiento, cuando pagó los doce dólares y se levantó la barrera de rayas amarillas. Se dirigió hacia la I-88 Oeste con el sol vespertino destellando a través del parabrisas.

Al llegar a la salida de la carretera del condado que conducía desde la interestatal a través de los Catskills septentrionales hasta Walnut Crossing, ya había pasado una hora; se había terminado el litro de agua y se sentía mejor. Siempre le sorprendía que una cosa tan simple-no había nada más simple que el agua-tuviera tal capacidad para calmar sus pensamientos. Poco a poco fue mejorando, y cuando llegó al camino que serpenteaba a través de las colinas hasta su granja, ya se sentía casi normal.

Entró en la cocina justo cuando Madeleine estaba sacando una bandeja del horno. La dejó encima de la cocina, miró a su marido con las cejas levantadas y dijo con algo de sarcasmo:

– Menuda sorpresa.

– Yo también me alegro de verte.

– ¿Te apetece cenar?

– Te decía en la nota que te he dejado esta mañana que estaría en casa para la cena, y aquí estoy.

– Felicidades-dijo Madeleine, sacando otro plato de uno de los armarios altos y poniéndolo al lado del que ya estaba en la encimera.

Dave la miró con los ojos entrecerrados.

– Quizá deberíamos intentarlo otra vez. ¿Puedo salir y volver a entrar?

Ella le devolvió una parodia ampliada de su expresión, pero luego la suavizó.

– No. Tienes razón. Aquí estás. Coge cuchillo y tenedor, y comamos. Tengo hambre.

Entre los dos sirvieron los platos de la bandeja de verduras asadas y muslos de pollo y los llevaron a la mesa redonda, junto a la puerta cristalera.

– Creo que hace el calor suficiente para abrirla-dijo, y lo hizo.

Al sentarse, los envolvió un aire refrescante, dulce. Madeleine cerró los ojos y una sonrisa a cámara lenta le arrugó las mejillas. En la quietud, Gurney pensó que podía oír el leve arrullo de las huilotas en los árboles del otro lado del prado.

– ¡Qué maravilla!-exclamó Madeleine casi en un susurro. Luego suspiró, abrió los ojos y empezó a comer.

Al menos pasó un minuto antes de que hablara otra vez.

– Bueno, cuéntame cómo te ha ido el día-dijo, mirando una chirivía en la punta del tenedor.

Gurney pensó en ello, frunciendo el ceño.

Madeleine esperó y lo observó.

Él colocó los codos en la mesa y entrelazó los dedos delante de la barbilla.

– ¿El día? Bien. Lo más destacado fue el momento en que el psicópata se deshizo en risitas. Se le ocurrió una imagen graciosa. Una imagen en la que salían dos mujeres a las que había violado, torturado y decapitado.

Madeleine examinó su expresión, con los labios apretados.

Al cabo de un rato, él dijo:

– Así que ha sido esa clase de día.

– ¿Has conseguido lo que esperabas?

Se frotó el nudillo de su índice lentamente por los labios.

– Eso creo.

– ¿Significa eso que has resuelto el caso Perry?

– Creo que tengo parte de la solución.

– Enhorabuena.

Se hizo un largo silencio entre ellos.

Madeleine se levantó, recogió los platos y a continuación los cuchillos y tenedores.

– Ha llamado hoy.

– ¿Quién?

– Tu cliente.

– ¿Val Perry? ¿Has hablado con ella?

– Dijo que estaba devolviendo tu llamada, que tenía a mano tu número de casa pero no el del móvil.

– ¿Y?

– Y quería que supieras que no tienes que molestarla por tres mil dólares. «Debería gastar lo que demonios necesite gastar para encontrar a Héctor Flores.» Textual. Parece el cliente ideal. -Se oyó el ruido de los platos cuando Madeleine los dejó en el fregadero-. ¿Qué más se puede pedir? Oh, por cierto, hablando de decapitación…

– ¿Hablando de qué?

– Tu hombre en Florida que decapita gente… Acaba de recordarme que te pregunte por la muñeca.

– ¿La muñeca?

– La de arriba.

– ¿Arriba?

– ¿Qué es esto, el juego del eco?

– No sé de qué estás hablando.

– Te estoy preguntando sobre la muñeca que está en la cama de mi cuarto de costura.

Gurney negó con la cabeza, levantando las palmas de las manos en ademán desconcertado.

Hubo un destello de preocupación en los ojos de Madeleine. -La muñeca. La muñeca rota de la cama. ¿No sabes nada de eso?

– ¿Te refieres a una muñeca de niña?

La voz de Madeleine se alzó, alarmada.

– ¡Sí, David! ¡Una muñeca de niña!

Gurney se levantó y caminó deprisa hacia las escaleras del vestíbulo, las subió de dos en dos, y en cuestión de segundos estaba de pie en el umbral del dormitorio desocupado que Madeleine usaba para sus labores de costura. El anochecer agonizante solo proyectaba una luz tenue y gris sobre la cama de matrimonio. Gurney pulsó el interruptor de la pared y una lámpara de la mesita de noche le proporcionó toda la iluminación que necesitaba.

Había una muñeca corriente apoyada en una de las almohadas. Sentada, sin ropa. No tenía nada de especial, salvo el hecho de que le habían quitado la cabeza, que habían colocado sobre la colcha, de cara al cuerpo.

62

Temblores

E l sueño se estaba desmontando, resquebrajándose como los compartimentos de un envase frágil, incapaz de seguir manteniendo en su lugar su incontrolable contenido .

Cada noche su victoria de cimitarra sobre Salomé era menos clara, menos inequívoca. Era como una transmisión de televisión de los viejos tiempos, interrumpida por un programa que tenía una frecuencia similar. Voces que competían y se superponían una y otra vez. Imágenes de Salomé bailando eran sustituidas por vívidos destellos de otra bailarina .

En lugar de la visión fuerte y tranquilizadora de su misión y su método-el valor y la convicción de Juan el Bautista-había fragmentos de recuerdos, cascos afilados que recordaba de momentos abrumadoramente familiares, nauseabundamente familiares .

Una mujer bailando, levantándose el vestido de seda, mostrando sus piernas largas, enseñando a las niñas a bailar como Salomé, a bailar delante de los niños .

Salomé bailando samba en una alfombra de color melocotón entre plantas tropicales, hojas enormes y húmedas, goteando. Enseñando a los niños cómo bailar la samba. Cómo agarrarla .

La alfombra de color melocotón y las plantas tropicales estaban en su dormitorio. Le estaba enseñando samba a él y a su mejor amigo de la escuela. Cómo agarrarla .

La serpiente se movía de la boca de ella a la suya, buscando, deslizándose .

Después él vomitó, y ella rio. Vomitó en la alfombra de color melocotón, bajo las plantas tropicales gigantes, sudando, boqueando. El mundo le daba vueltas, tenía arcadas .

Ella lo llevó a la ducha y apretó sus piernas contra él .

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