– ¿Puedo…?-preguntó.
– Por supuesto.
La joven pasó los dedos en zigzags por el cabello de Gurney, moviéndolo a un lado y a otro y tirando de algunos mechoncitos para ponerlos de punta. Al cabo de unos segundos, la joven retrocedió, con un destello de satisfacción en la mirada.
– ¡Ya está!-declaró-. Este es su verdadero yo.
Gurney se echó a reír, lo cual pareció confundirla. Todavía riendo, le cogió la mano y, en un impulso, se la besó sin que se le ocurriera ninguna razón sensata para hacerlo, lo cual también pareció confundirla a ella, aunque de un modo más agradable. Luego salió al baño de vapor de Florida, volvió al Mercedes y le dio al chófer la dirección del gimnasio de Darryl Becker.
– Hemos de recoger a un par de tipos en West Palm-explicó-. Luego iremos a visitar a un hombre en South Ocean Boulevard.
Bailar con el diablo
C omo cualquiera de los que habían asistido a sus clases en la academia ya habría comprendido, el enfoque de Gurney del trabajo infiltrado era más complejo que el del detective medio. No era solo cuestión de envolverse en modales, actitudes e historia de la identidad que se adoptaba. Se trataba de algo más retorcido que eso, y exponencialmente más difícil de manejar. Su enfoque por capas implicaba crear un personaje complejo para que el objetivo lo penetrara, un código para que lo descifrara, un sendero que pudiera seguir para llegar a las convicciones que Gurney quería que abrazara.
En aquel caso, no obstante, se añadía otra dimensión de dificultad. En anteriores ocasiones siempre había sabido con exactitud a qué punto final de su identidad quería que llegara su objetivo. En esta ocasión no era así, porque la identidad apropiada dependería de la naturaleza exacta de la operación que realizaba Karmala y de la relación de Ballston con ella, y ambas cosas seguían siendo incógnitas de la ecuación. Eso dejaba a Gurney en la posición de tener que avanzar a tientas, sabiendo que un paso en falso podría resultar fatal.
Cuando el coche dobló por South Ocean Boulevard, a tres kilómetros de la dirección de Ballston, la absurda dificultad de lo que pretendía empezó a calar en Gurney. Iba a entrar desarmado en la casa de un asesino sexual psicópata. Su única defensa y su oportunidad para tener éxito residían en la creación de un personaje que tendría que inventar sobre la marcha, siguiendo las reacciones de Ballston lo mejor que pudiera, paso a paso. Era un reto como los de Alicia en el País de las Maravillas . Un hombre cuerdo probablemente retrocedería. Un hombre cuerdo con una mujer y un hijo se echaría atrás sin ninguna duda.
Se dio cuenta de que estaba corriendo demasiado: la adrenalina estaba guiando sus decisiones. Era un error que podría conducir a más errores. Peor aún, le privaba de su principal fortaleza. Era en su capacidad analítica en lo que sobresalía, no en la calidad de su adrenalina. Necesitaba pensar. Se preguntó qué sabía a ciencia cierta, si tenía algo que se pareciera a un punto de partida firme para encauzar su conversación con Ballston.
Sabía que el hombre estaba asustado y que su temor estaba relacionado con Karmala Fashion. Se creía que Karmala estaba controlada por la familia Skard, que estos eran, entre otras cosas gente desagradable, proxenetas de prostitutas de lujo. También parecía que habían enviado a Melanie Strum a Ballston para satisfacer sus necesidades sexuales. No era un gran salto imaginar que Karmala estaba implicada en el proceso. Si podían descubrirse indicios que relacionaran Karmala con Ballston y Strum, la condena de Ballston estaría asegurada. Eso podría ser una explicación de su temor. Salvo que Gurney tenía la impresión de que el hombre no solo estaba atemorizado por su mención de Karmala, y por consiguiente por el conocimiento de algún vínculo por parte de Gurney, sino por la propia Karmala.
¿Y cuál era el significado de la extraña insistencia de Ballston al teléfono en que todo estaba «bajo control»? Eso no tendría sentido si creía que Gurney era alguna clase de detective legítimo. Pero podría tenerlo si pensaba que Gurney era un representante de Karmala o de alguna otra clase de organización peligrosa con la que tuviera relaciones comerciales.
Esa era la razón de la presencia en el coche de dos hombres enormes de rostro pétreo que acababa de recoger en el gimnasio de Darryl Becker. Aparte de identificarse mínimamente como Dan y Frank y de confirmarle a Gurney que Becker los había informado y sabían lo que tenían que hacer, no habían dicho ni una palabra más. Parecían defensas del equipo de fútbol norteamericano de la cárcel, cuya idea de la comunicación era impactar a plena velocidad con algo, a ser posible contra otra persona.
Cuando el coche se detuvo con suavidad ante la casa de Ballston, Gurney se dio cuenta con cierto abatimiento de que sus suposiciones eran, en realidad, demasiado inciertas como para justificar lo que estaba haciendo. Sin embargo, no contaba con nada más. Y tenía que hacer algo.
A instancias de Gurney, los dos hombretones salieron, y uno de ellos le abrió la puerta. Gurney miró su reloj. Eran las once cuarenta y cinco. Se puso sus gafas de sol de quinientos dólares y bajó del coche frente a una verja de hierro forjado situada al final del sendero de adoquines amarillos. La verja constituía la única interrupción en la alta pared que encerraba la propiedad con vistas al océano. Como en el caso de sus vecinos en ese lujoso tramo costero, la finca había pasado de ser una barra de bahía cubierta de maleza, avena de mar y palmitos a convertirse en un opulento jardín botánico con suelo acolchado de marga en el que florecían plumerias, hibiscos, adelfas, magnolias y gardenias.
A Gurney le olía a gánster.
Sus dos acompañantes de alquiler permanecieron de pie junto al coche, irradiando una violencia apenas reprimida, y él se acercó al intercomunicador instalado en una columna de piedra, junto a la verja. Además de la cámara incorporada en el intercomunicador, había otras dos de seguridad montadas en postes a ambos lados del sendero, en ángulos de intersección que cubrían la aproximación a la verja así como un amplio segmento del bulevar adyacente. La verja también era directamente observable desde al menos una ventana del primer piso de la mansión de estilo colonial que se alzaba al final del sendero amarillo. En un entorno tan frondoso y florido el hecho de que no hubiera en el suelo ni un solo pétalo ni una sola hoja caída desvelaba algo sobre las obsesiones del propietario.
Cuando Gurney pulsó el botón del intercomunicador, la respuesta fue inmediata; el tono, mecánicamente educado.
– Buenos días. Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita.
– Dígale a Jordan que estoy aquí.
Hubo una breve pausa.
– Por favor, identifíquese y exponga el motivo de su visita. Gurney sonrió, luego dejó que la sonrisa se desdibujara.
– Solo dígaselo.
Otra pausa.
– Debo comunicarle un nombre al señor Ballston.
– Por supuesto-dijo Gurney, sonriendo otra vez.
Reconoció que estaba en una encrucijada. Barajó las distintas opciones y eligió la que ofrecía la mejor recompensa al mayor riesgo.
De nuevo dejó que la sonrisa se desdibujara.
– Mi nombre es Quetejodan.
No ocurrió nada durante varios segundos. Luego hubo un clic metálico apagado y la verja se abrió poco a poco sin otro sonido.
Una cosa que Gurney había olvidado hacer con las prisas de todo lo demás era buscar fotos de Ballston en Internet. No obstante, cuando se abrió la puerta de la mansión al acercarse a ella, no le cupo duda de la identidad del hombre que se presentó ante él.
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