John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– ¿Hace tres meses?

– Sí, señor.

– ¿Tienes los detalles?

– Sí, señor.

– Adelante.

Su expresión era rígida como el cuello almidonado de su blusa.

– Nombre: Melanie Strum. Edad: dieciocho años. Graduada el 1 de mayo de este año en la Academia Mapleshade. Fue vista por última vez por su madre y su padrastro en Scarsdale, Nueva York, el 6 de mayo. Su cuerpo se encontró en el sótano de una mansión en Palm Beach, Florida, el 12 de junio.

Rodriguez hizo una mueca.

– ¿Causa de la muerte?

– Le cortaron la cabeza, señor.

Rodriguez miró a Gerson.

– ¿Cómo nos ha llegado esa información?

– A través del proceso de llamadas. El nombre de Melanie Strum estaba en la parte de la lista que me asignaron a mí. Yo hice la llamada.

– ¿Con quién hablaste?

Ella vaciló.

– ¿Puedo ir a buscar mis notas, señor?

– Deprisa, si no te importa.

Durante el minuto en que ella estuvo ausente, la única persona que habló fue Kline.

– Esto podría ser-dijo con una sonrisa de excitación-. Esto podría ser la clave.

Anderson puso la cara de un hombre que tuviera una llaga en el interior del labio. Hardwick parecía intensamente interesado. Wigg era inescrutable. Gurney estaba menos inquieto de lo que habría estado dispuesto a admitir. Se dijo que su falta de shock o de tristeza se debía a que desde el principio había asumido que las chicas desaparecidas estaban muertas. (En alguna ocasión, cuando estaba solo y agotado, algún sistema de defensa interna se rompía y se veía a sí mismo como un hombre tan emocionalmente desconectado de las vidas de los demás, tan asimétricamente consagrado a su programa de resolución de enigmas, que apenas se podía considerar un miembro de la raza humana. Sin embargo, esa visión perturbadora pasaba con una buena noche de sueño, después de la cual se decía que su falta de sentimientos era el resultado normal de una carrera en la Policía.)

Gerson volvió a entrar en la sala, bloc en mano. Llevaba el cabello castaño recogido en una cola tirante, lo que provocaba que sus rasgos parecieran inmóviles, igual de expresivos que los de una calavera.

– Capitán, tengo información de la llamada de Strum.

– Adelante.

Ella consultó su bloc.

– El teléfono lo respondió Roger Strum, el padrastro de Melanie. Cuando le expliqué el propósito de la llamada, se mostró confuso, luego expresó su rabia por que todavía no supiéramos que Melanie estaba muerta. Su mujer, Dana Strum, se unió a la conversación en el supletorio. Estaban ofendidos. Proporcionaron la siguiente información: la Policía de Palm Beach había entrado en la casa de Jordan Ballston tras un chivatazo y había descubierto el cadáver de Melanie en un congelador del sótano. La Policía…

Kline lo interrumpió.

– Jordan Ballston, ¿el tipo de los fondos de inversiones?

– No hubo mención específica a los fondos, pero en mi llamada de seguimiento al Departamento de Policía de Palm Beach me dijeron que Ballston vivía en una casa de diez millones de dólares.

– ¿El puto congelador?-murmuró Blatt, como si la contaminación alimentaria fuera lo que más lo inquietara.

– Muy bien-dijo Rodriguez-, continúa.

– El señor y la señora Strum siguieron expresando su rabia por que Ballston hubiera salido bajo fianza. ¿A quién estaba sobornando? ¿Tenía a la Policía en el bolsillo? Comentarios de ese estilo. El señor Strum indicó que si Ballston lograba salvarse con su dinero, él personalmente le metería un balazo en la cabeza a ese mal nacido. Lo repitió varias veces. Pude determinar que el 6 de mayo, el día que se fue de casa, tuvieron una discusión con Melanie sobre un coche que quería que le compraran, un Porsche Boxster que costaba cuarenta y siete mil dólares. Explicaron que ella se puso hecha una furia cuando se negaron, les dijo que los odiaba, que no quería vivir más con ellos, que no quería volver a hablarles nunca más. Dijo que se iría a vivir con una amiga. A la mañana siguiente se había marchado. La siguiente vez que la vieron fue en el depósito de cadáveres de Palm Beach.

– ¿Ha dicho que la Policía local estaba siguiendo un chivatazo cuando encontraron el cadáver?-preguntó Gurney-. ¿Hay algo más concreto sobre eso?

Gerson miró a Rodriguez, aparentemente para confirmar el derecho de Gurney a hacerle preguntas.

– Adelante-dijo el capitán con una mezcla de sentimientos.

La agente vaciló.

– Le dije al investigador jefe de Palm Beach que estábamos interesados en el caso y que queríamos disponer de la máxima información posible. Respondió que estaba dispuesto a hablar con la persona a cargo de la investigación que estuviéramos llevando a cabo aquí. Dijo que estaría disponible durante la siguiente media hora.

Después de unos pocos minutos de sopesar los pros y los contras, el fiscal y el capitán coincidieron en que la llamada, con el intercambio de información que se produjera, sería un plus en todos los sentidos. Se trasladó el teléfono fijo de la sala de conferencias al centro de la mesa en torno a la que estaban sentados. Gerson marcó el número directo que le había dado el detective de Palm Beach, le explicó con brevedad quién estaba en la sala y pulsó el botón del altavoz.

Rodriguez cedió la iniciativa a Kline, que proporcionó los nombres y cargos de la gente sentada a la mesa y describió el caso como una posible investigación de personas desaparecidas en su primera fase.

El tenue acento sureño del hombre que se hallaba al otro lado de la línea indicaba que era nativo de Florida, una rara avis en ese estado y casi insólito en Palm Beach.

– Al estar solo en mi oficina, me siento un poco en inferioridad numérica. Soy el teniente detective Darryl Becker. Comprendo por lo que he hablado con la agente de antes que están interesados en saber más del asesinato de Strum.

– Sin duda agradeceremos todo lo que pueda contarnos, Darryl-dijo Kline, que parecía estar absorbiendo y reflejando el acento de Becker-. Una pregunta que se me ocurre de buenas a primeras, ¿qué clase de chivatazo les llevó al cadáver?

– Uno no especialmente voluntario.

– ¿Cómo fue?

– El caballero que ofreció la información no era lo que llamaría un ciudadano con espíritu público que quisiera ayudar a las fuerzas del orden. Averiguó la información de una manera más que comprometedora.

– ¿De qué demonios está hablando?-murmuró Blatt, no tanto para sus adentros.

– ¿Cómo fue?-repitió Kline.

– El hombre es un ladrón. Un ladrón profesional. Se gana la vida así.

– ¿Lo cogieron en la casa de Ballston?

– No, señor. Lo cogieron saliendo de otra casa al día siguiente de haber entrado en la de Ballston. El nombre del ladrón resulta que es Edgar Rodriguez; no es pariente de su capitán, estoy seguro.

A Blatt se le escapó una risa monosilábica.

Los músculos de la mandíbula del capitán se tensaron. El absurdo comentario pareció enfadarle sobremanera.

– Deje que lo adivine-dijo Kline-. Edgar se veía venir una larga temporada en prisión y ofreció cambiar cierta información sobre el sótano de Ballston, algo que había visto allí, por un enfoque más benevolente de su situación.

– Así es a grandes rasgos, señor Kline. Por cierto, ¿cómo se escribe?

– ¿Disculpe?

– Su apellido. ¿Cómo escribe su apellido?

– K-L-I-N-E.

– Ah, con K. -Becker sonó decepcionado-. Pensaba que a lo mejor era como Patsy.

– ¿Perdón?

– Patsy Cline. No importa. Perdón por la digresión. Adelante con sus preguntas.

Kline tardó un momento en volver a centrarse.

– Entonces…, ¿lo que le dijo bastó para conseguir una orden de registro?

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