Frédéric Lenormand - El castillo del lago Zhou-an

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En el año 668, una inundación espectacular sorprende al juez Di durante un viaje por provincias. Busca entonces refugio en una posada, donde al poco uno de sus huéspedes, un viajante de comercio, es hallado muerto.
Seguido por su fiel criado, el sargento Hong, Di se interesa por el castillo de los señores del lugar, una espléndida finca cuyos ocupantes se comportan de forma tan extraña como inquietante. Rápidamente, Di descubre que la familia está mintiendo: hay un secreto inconfesable por el que alguien no ha dudado en asesinar. La niebla que se posa sobre el lago Zhou-an descubrirá al disiparse nuevos cadáveres…
El juez Di hará gala de su proverbial sagacidad para resolver los crímenes antes de la llegada de la temible crecida del río.

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El juez Di estuvo leyendo un buen rato, disfrutando del confort de su mullida cama de sibarita, antes de soplar la preciosa lamparilla de su mesa de noche. La primera noche en el castillo se anunciaba bajo los mejores auspicios. En la casa reinaba la calma, subrayada apenas por el croar de algunos sapos, el ligero chapoteo de una lluvia cada vez más fina y el susurro del viento en la vegetación lacustre.

De modo que con la mayor sorpresa, mezclada de fastidio, el magistrado se despertó una hora más tarde para descubrir enseguida que le era imposible pegar ojo. Su insomnio se reía de la decoración fastuosa y apacible pensada para favorecer el descanso.

No sabía si por efecto de esta vigilia forzosa, o era ésa su causa, se sentía confusamente nervioso. Casi con alivió oyó ruidos lejanos que turbaban ese silencio asfixiante. Incapaz de seguir aburriéndose más tiempo, se puso una capa encima de la ropa de noche y asomó la nariz por el pasillo fiándose del resplandor de la luna para alumbrarse.

Después de tropezar con varios de los infinitos muebles que atestaban la casa, regresó a su dormitorio a recoger una luz. Poco después, linterna en mano, salió a explorar el castillo dormido; parecía en ese momento el legendario eremita errante que buscaba la sabiduría a través de «la estupidez que ensombrece el mundo visible». «Hermosa parábola para un desdichado juez perdido en un universo de crimen y de vicio omnipresentes», pensó el insomne durante su paseo por los salones de gala. La comparación se le podía aplicar a él salvo por un detalle; que ignoraba qué andaba buscando y si había algo que encontrar.

Por lo demás, el castillo no estaba tan dormido como parecía. Varias veces le pareció que las puertas se cerraban a su paso. Creyó distinguir ruidos de pasos en el tejado. Se tomó la molestia de salir a la crujía, pero lo único que reconoció a ciencia cierta eran las siluetas de los acroterios de barro cocido que se recortaban contra el cielo nublado. Un olor a incienso cada vez más intenso le cosquilleó la nariz en su excursión por los pasillos. Un halo de luz y vagos murmullos le guiaron hasta una pequeña habitación que resultó ser la capilla. Un monje gordo y lustroso, hincado de rodillas ante un altar rebosante de estatuillas y de ofrendas, estaba absorto en una vibrante plegaria, en medio de una humareda. La más importante de las efigies sagradas era una estatua dorada de la diosa de cola de pez, fina y sonriente. La débil luz roja de los farolillos aportaba a la escena una iluminación crepuscular. El cocinero salmodiaba lo que el juez tomó al principio por fórmulas rituales. Aguzó el oído, y entonces distinguió la palabra que repetía: «Perdónanos, perdónanos, perdónanos nuestra gran temeridad», con el frenesí de un pecador que acabara de cometer un crimen irremisible. El juez se ratificó en su idea de que el monje era un iluminado capaz de obligar a la familia entera a cumplir unas penitencias que resultarían exageradamente severas incluso dentro de un monasterio.

Continuó a través de los pasillos su gira de reconocimiento nocturna y tuvo la certeza de estar oyendo unos pasos distintos de los suyos que atravesaban las distintas estancias, casi bajo su nariz. No era el único que andaba de ronda, y era evidente que su alter ego ponía empeño en no ser descubierto. El juez comprobó que la casa estaba mucho más viva de noche que durante el día.

Otro murmullo atrajo su atención hacia un ala alejada de la que él ocupaba. Eran los gruñidos del viejo Zhou, dentro de su habitación; en vano trataba el anciano de salir haciendo fuerza repetidamente contra el tirador de la puerta. Lo tenían encerrado bajo llave. «Puedo comprenderlo -pensó el juez-. Hay que mantener encerrados a algunos, o toda la gente de la casa se pasaría la noche de paseo por los pasillos. ¡En esta casa nadie duerme!»

De la galería cubierta llegó el ruido de una puerta. Volvió a salir, con curiosidad por averiguar en qué acababa el juego del escondite. Se filtraba luz de una de las habitaciones. A través del papel de la ventana, reconoció a la señorita Zhou sentada en la cama. No estaba sola: a su lado había un joven esbelto, y al juez no le costó reconocer al jardinero de la finca. Por lo que parecía, la muchacha consideraba aquella una hora adecuada para recibir visitas privadas. Y las familiaridades del jardinero, de las que la muchacha no se defendía, no dejaban dudas sobre la naturaleza de su relación.

«La señorita Zhou no se contenta con aprender a tocar el laúd -se dijo el juez-, también toma clases sobre el cultivo de rosas.» Se apartó pudorosamente de la ventana para no exagerar la indiscreción, aunque los ruidos que salían de la habitación eran muy elocuentes sobre el tema de la lección. Y la alumna parecía, además, tan adelantada como su profesor. De manera que el tallo de jade había encontrado su jarrón… Al oír lo que llegaba a sus oídos de la conversación, el juez Di pensó que había desposado a tres mujeres muy recatadas y que sus costumbres no tenían nada que ver con las de la alta sociedad. No estaba muy seguro de que ésa fuese la manera más correcta de educar a una doncella, pero después de todo no era asunto suyo.

«No cabe duda que la casa tiene un hermoso aspecto. Espero que el futuro esposo que le entreguen a esta damisela, tarea que auguro de lo más ardua, no sea muy puntilloso sobre la pureza de sus rosales.»

Volvió a la cama meditando sobre la degradación de costumbres en el Imperio de los Tang, un fenómeno que había llegado hasta las pequeñas ciudades de provincia.

4

El juez Di da un paseo por la ciudad de Zhouan-go; recibe un valioso regalo.

Cuando despertó a su señor, el sargento Hung estaba de lo más alegre ante la idea de comer en la ciudad. La vieja criada trajo la tetera y el arroz del desayuno. El juez le rogó que avisara a sus anfitriones de que estaría ausente durante buena parte del día. Pidió nada más que pusieran a su disposición una embarcación ligera, en el caso que la zona siguiera inundada. La criada respondió que el nivel del agua no había bajado desde la noche anterior, pese a que ya no llovía con tanta intensidad. El juez se vistió con sus prendas de civil queriendo pasar tan desapercibido como fuera posible. Le gustaba realizar sus investigaciones con discreción cuando no era preciso apelar a su autoridad para impresionar a sus interlocutores. La astucia del zorro era la respuesta indispensable al rugido del león. Se abrigó con su capa gris y un gorro de piel con largas orejeras, que le ocultaban en parte la cara. El cielo les concedía una tregua, favor que se apresuraron a aprovechar.

– Pero ¿cómo nos las arreglaremos para llegar? -pregunto el sargento Hung cuando llegaron al pórtico, justo por encima de la inundación.

– Es sencillo -respondió su señor-: cogeremos prestada esa embarcación que está esperándonos ahí, y tú remarás.

– ¿Y no podríamos llevarnos prestado también al mayordomo, o a ese joven jardinero tan fortachón, para que nos guíe? -preguntó el sargento con renovado entusiasmo.

El juez Di no tenía ningunas ganas de llevar consigo a ningún criado de la casa, que no haría otra cosa que espiarlos. El sargento Hung se resignó a ejercer de barquero, después de haberse desempeñado como porteador y doncella de habitaciones.

Mientras su criado los conducía con la pértiga tratando de evitar las salpicaduras, el juez, sentado en medio de la elegante embarcación, reflexionaba y observaba, con la serenidad de un Buda desplazándose sobre el agua encima de una hoja de loto gigantesca.

Al volver de una calle distinguieron a lo lejos al anciano Zhou, en una barca conducida por el mayordomo.

– Veo que es día de salida -observó el juez Di-. Ventilan al anciano por el agua después de haberlo tenido encerrado en su habitación. Parece que lo cuidan con el viejo método del frío y el calor alternos.

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