Frédéric Lenormand - El castillo del lago Zhou-an

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En el año 668, una inundación espectacular sorprende al juez Di durante un viaje por provincias. Busca entonces refugio en una posada, donde al poco uno de sus huéspedes, un viajante de comercio, es hallado muerto.
Seguido por su fiel criado, el sargento Hong, Di se interesa por el castillo de los señores del lugar, una espléndida finca cuyos ocupantes se comportan de forma tan extraña como inquietante. Rápidamente, Di descubre que la familia está mintiendo: hay un secreto inconfesable por el que alguien no ha dudado en asesinar. La niebla que se posa sobre el lago Zhou-an descubrirá al disiparse nuevos cadáveres…
El juez Di hará gala de su proverbial sagacidad para resolver los crímenes antes de la llegada de la temible crecida del río.

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Al llegar delante de la pagoda, quedó sorprendido al ver que había tres farolillos encendidos. Era extraño, pues aún no era de noche. Sin poder resistirse a la llamada subió los peldaños: había llegado el momento de agradecer una última vez sus favores a su protectora.

Un horrible espectáculo le aguardaba. Ahí, delante de la estatua, sentado en el suelo entre bastoncillos de incienso humeantes, vio el cuerpo del pequeño Zhou, ese chiquillo al que había dado muerte dos semanas antes. El muchachito lo miraba con ojos lívidos. ¿Cómo era posible? ¿Quién lo había depositado ahí? ¡Pero si todos estaban muertos! Le pareció leer en el rostro dorado de la sirena una expresión furiosa: la frente de metal tenía arrugas, las cejas de jade estaban fruncidas, la boca con los hermosos dientes de marfil estaba retorcida en una mueca de disgusto. ¿Qué hacía ahí el niño? ¿Acaso se había levantado de la cripta? ¿Sus padres iban a hacer lo mismo? A su espalda sonó un crujido. Song Lan se volvió con un movimiento brusco, esperando ver las siluetas macabras acercándose a él, arrastrando los pies.

No había nadie. Presa del pánico, escapó al sendero del parque, sin saber adónde iba. En el tercer recodo vio unas luces que se aproximaban. ¡Los espectros salían de la casa! ¡Unos espectros que tenían el rostro de sus víctimas! ¡Guiados por fuegos fatuos! ¡Las almas de sus señores le estaban buscando! ¡Se acercaban… querían vengarse!

Dio media vuelta y corrió hasta la caverna. Su oro seguía ahí. Recogió todo el que podía cargar en dos paquetes muy pesados, que ató con una cuerda uno con otro y se colgó a ambos lados del cuello. Salió. Las luces estaban cerca. Distinguió perfectamente las facciones del juez muerto, de su sargento y del resto de habitantes de la casa, a los que había envenenado hacía apenas unos minutos. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¿Cómo escapar de ellos?

Descubrió entonces un nuevo prodigio. Por arte de magia, el lago se había convertido en un manto de oro. Era una llamada.

– ¡Gracias! -le gritó a la diosa-. ¡Voy! ¡Te traigo tu oro! ¡Sálvame!

Se precipitó al agua, con los sacos cargados alrededor del cuello. Enseguida se dio cuenta de que le era imposible nadar. El metal, demasiado pesado, lo arrastraba hacia el fondo. ¡Qué importa! Se esforzó en avanzar, a riesgo de hundirse con él: la diosa sabría qué hacer una vez se reuniera con ella.

Cuando el juez Di llegó a la ribera, su asesino ya había desaparecido. A fuerza de escudriñar la superficie protegiéndose del sol que la hacía brillar, creyó ver una cola de pescado asombrosamente larga hundiéndose en las profundidades del agua. Un banco de carpas doradas saltó a lo lejos. Era la hora en que los peces cazaban, y la caza había sido suculenta. El juez Di se preguntó si, en cierto modo, la deidad había ajusticiado al abominable mayordomo.

– Ha perdido la cabeza con la estratagema de Su Excelencia -dijo la señorita Zhou-. ¡Se ha ahogado por su propia iniciativa!

– La sirena ha sido la que lo ha ahogado -la corrigió el monje-. Se ha enojado al descubrir que los Zhou estaban muertos, cuando le hemos llevado el cadáver del niño. Ha descubierto el engaño y no ha tardado ni una hora en vengarse. Ha hecho bien en acudir a ella, noble juez. Nunca nos dirigimos en vano a las potencias invisibles.

– Se ha hecho justicia -intervino la señora Zhou, que pensaba en la muerte de su madre.

– Y así termina la aventura para el resto de los tiempos -concluyó su marido, parafraseando un viejo cuento tradicional que solían representar por los mercados.

– Sólo el Cielo sabe con qué imágenes lo ha confundido su fantasía enferma -murmuró el juez-, y por qué ha enloquecido presa de pánico.

El sol poniente teñía de oro la superficie del lago.

– ¡Mirad! -exclamó el niño, que tenía una vista de águila, señalando un punto en el agua.

Al perder el lastre del fardo, el cuerpo remontaba a la superficie como una pequeña mancha negra en un océano de oro líquido. La diosa había aceptado la ofrenda y ahora devolvía el cuerpo.

Al pasar de nuevo ante la pagoda, el juez Di pronunció las palabras que todos temían: se necesitaba un voluntario para devolver el cadáver del pequeño Zhou a la bodega, a la espera de que los sepultureros de la ciudad llegasen y se procediese a las inhumaciones rituales. El monje se ocupó de ello mientras los otros continuaban camino. No tardaron en oír cómo los llamaba.

– ¡Ya no está! ¡Alguien se lo ha llevado!

El juez Di subió a toda prisa la escalera. En efecto, los bastoncillos de incienso que habían encendido seguían ardiendo, pero el difunto había desaparecido. Ojalá no se hubiese llevado los pobres restos del pequeño algún animal. Convenía verificar si todo seguía en orden dentro de la cripta. Cogió uno de los tres farolillos y entró en la caverna. El olor repugnante había desaparecido. Se adentró hasta el fondo de la roca excavada. ¡Cuál no fue su sorpresa al descubrir que el cuerpecito del niño se había unido al de sus padres! La familia Zhou asesinada descansaba de nuevo junta; parecían dormir, apaciguados, tranquilos. ¿Qué prodigio era ése? Regresó al aire libre. Los otros lo estaban esperando ansiosos.

– ¿Alguno de ustedes ha llevado al niño con sus padres? -preguntó.

Ninguno contestó, y por toda respuesta obtuvo una expresión de susto mientas se miraban unos a otros. Considerando inútil repetir la pregunta, el juez Di se encaminó hasta el portón de entrada, seguido por la pequeña tropa.

– La corriente ya no es tan fuerte -dijo Hung Liang.

– Mucho mejor -respondió el juez-. Así podrás cruzar, y el señor Zhou te ayudará. ¿No es cierto, Zhou?

El actor respondió balbuceando que con mucho gusto. El monje y el jardinero llegaron arrastrando la barca del lago, que el mayordomo se había olvidado de sabotear, y la depositaron en la orilla.

– Puedo intentar el viaje, si Su Excelencia así lo quiere -propuso el muchacho.

El juez respondió que su sargento sabría cumplir su cometido. Quería mantener a sus principales sospechosos cerca de él, y especialmente a ese joven actor, que tenía motivos de sobras para escapar: la muerte de Song Lan no lo limpiaba de ninguna manera del odioso ataque que se había permitido cometer en la persona de un magistrado en misión. La señorita Zhou miraba con reproche al juez.

Ambos contemplaron cómo el señor Zhou y Hung Liang luchaban contra la corriente.

– ¡Vamos! -les gritó el juez impaciente por ver el caso terminado-. ¡No sean tan torpes!

Con esfuerzo, los dos hombres consiguieron poner rumbo a la ciudad.

– ¡Estamos salvados! -dijo el monje con un gesto de gratitud al Cielo.

– No estoy tan segura -respondió la señora Zhou, que se preguntaba por los planes del juez en relación con ellos.

Las autoridades llegaron poco después, conducidas por el sargento. Di les resumió en dos palabras la situación: el mayordomo había envenenado a sus señores antes de suicidarse. No estaba dispuesto a contar a sus superiores que se había dejado embaucar durante ocho días seguidos por una troupe de actores de segunda fila: eso habría eclipsado todo su mérito en la resolución del caso. ¡Años enteros se habrían reído de él en la capital! Los recién llegados insistieron en traer a los principales notables. La noticia revolucionó el pueblo. El magistrado comprendió que esa noche no se iría pronto a la cama. El responsable de la ciudad y sus amigos se hicieron servir un tentempié, que devoraron salpicándolo de grandes «¡Oh!» y otras exclamaciones exageradas al relato que Hung Liang adornó con un sinfín de detalles, en su mayor parte fruto de su imaginación. Di aprovechó para ir a presentar sus excusas al anciano Zhou, que seguía recluido en su habitación. Cogió la llave que descansaba encima de un mueble y liberó al viejo, el único superviviente de la terrible matanza. Su reclusión carecía ya de sentido. Y era ahora el único dueño del castillo.

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