Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Parece un bonito artículo de interés humano -dijo ella. Me rodeó el cuello con los brazos. Sentí su olor dulce y ligero, un olor que ya sería siempre el del despertar-. ¿Hay algún otro ser humano que te interese?

Sonreí.

– Se me ocurre uno, pero no le he hecho un análisis del ADN para asegurarme de que no es del planeta Melmac.

Me dio un puñetazo juguetón en el brazo y luego se sentó en mis rodillas. Se inclinó y frotó su mejilla contra la mía. Sentí sus labios rozarme la nariz, la oreja. Sentí su sabor en mi lengua. Amanda. La mujer que me había salvado la vida.

Entonces noté una patada en la pierna y al mirar vi a una niña en el suelo. Había tropezado en mi pie, pero se levantó de un salto, como una acróbata, y se sacudió el peto.

– ¡Ta-tán! -gritó como si lo tuviera todo previsto.

– ¡Alyssa! -su madre se acercó corriendo. Llevaba en la mano un plano de Nueva York y una bolsa de Dean & De-Luca-. Lo siento -dijo-. Qué pesados son los niños.

– No pasa nada -dije. Me incliné para mirar a Alyssa. Amanda seguía abrazada a mi cuello-. Ten cuidado, Alyssa, no las molestes -señalé a las arañas.

– ¿Por qué? -preguntó, confusa, aunque su boquita se estiró con una sonrisa traviesa.

– Porque si no tienes cuidado podrían… -empecé a hacer cosquillas a Amanda hasta que empezó a retorcerse y a gritar en mis brazos. Alyssa daba palmas y brincaba, riendo como un bebé.

– ¿Te hacen cosquillas? -preguntó.

– Exactamente.

Su madre me sonrió, tomó a Alyssa de la mano y se la llevó.

– ¿Qué puedo decir? -dije, besando a Amanda en los labios-. Los niños me adoran.

– Me parece que está loca por ti -contestó, traspasándome con sus ojos brillantes-. ¿Tengo que ponerme celosa?

– Pues sí. He decidido abandonar a mi novia, aunque sea preciosa y madura, por una mujer mucho más joven cuyos padres tienen una cuenta bancaria más estable y un bonito arenero para jugar.

Me besó, puso su mano sobre mi pecho, donde la bala me había atravesado la piel.

– ¿Qué tal estás? -preguntó.

– Todavía me escuece a veces, pero no es para tanto. El médico dice que me dolerá más en invierno. Así que tengo los tres meses de verano. Luego, tendrás que darme calor.

– No creo que eso sea problema.

– Bueno, ¿cuál era la emergencia? Parecía importante.

– Lo es -dijo. Me quitó el cuaderno de la mano, lo besó, y se metió la mano en el bolsillo.

Cuando volvió a mirarme estaba muy seria, más seria de lo que la había visto en mucho tiempo.

– Quiero que tengas esto -dijo-. Nunca le había dado uno a nadie, pero… -su voz se apagó-. Tú mereces verlo.

Puso en mi mano una libreta. La tapa me resultaba familiar. La abrí. Había dos palabras escritas en lo alto de la página. Carl Bernstein.

Lo leí.

Carl Bernstein

Veintipocos años, veinticinco como mucho. No lleva equipaje, excepto una mochila, va solo. Tiene una mirada que no había visto nunca, una ternura que parece salida de la nada. Como si estuviera asustado, desvalido. Se comporta como si yo acabara de salvarle la vida a alguien a quien acabo de conocer.

Leí el resto de la página. Cuando acabé, me levanté, tomé a Amanda en mis brazos, le di una vuelta y nos besamos hasta que empezaron a dolerme las costillas y tuve que dejarla en el suelo.

Amanda se inclinó y besó mi camisa justo donde la bala había penetrado en mi cuerpo. Se incorporó y sonrió.

– Las cicatrices me parecen bastante viriles. ¿Y sabes qué es lo que más me gusta de ellas?

– ¿Qué? -pregunté.

– Que nunca se sabe exactamente qué había debajo -sonrió-. Vamos, héroe mío, tienes una historia que escribir.

Riendo, echamos a andar calle abajo, tomados del brazo. Amanda apoyó la cabeza en mi hombro. La besé en la frente y la apreté con fuerza.

Sin mirar atrás.

Epílogo

El viento frío azotaba y mordía la cara de Michael DiForio cuando se bajó de la acera. Un guardaespaldas al que no conocía se metió en un charco de un palmo de profundidad para abrirle la puerta del Oldsmobile. «Jodidos nuevos», pensó. «Son todos unos inútiles».

Habían tenido que contratar a más gente después de que Barnes masacrara a cuatro hombres en aquel edificio abandonado de la calle 80. Las caras nuevas sólo aumentaban la confusión, sólo conseguían debilitar su familia. Y en las últimas semanas la familia de Michael apenas tenía fuerzas para seguir adelante.

En las últimas tres semanas, casi todos los guardaespaldas de DiForio habían desaparecido como si los hubiera tragado la tierra. La mayoría había dejado simplemente de responder a las llamadas; otros sólo susurraban «dejad de llamar» y colgaban. Por eso había caras nuevas. Por eso todo se había vuelto humo.

Según el teniente de la comisaría 53, varias semanas después de que Henry Parker quedara libre de tres cargos de asesinato en primer grado, todos los agentes de policía, políticos y periodistas a sueldo de DiForio recibieron por correo un paquete misterioso. Dentro del paquete había una copia de una fotografía que Michael sabía obra del difunto Hans Gustofson. Las fotografías iban acompañadas de una carta advirtiendo de que o sus actividades ilegales cesaban inmediatamente o las fotografías en cuestión serían entregadas a la prensa.

La mitad de los policías estaban muertos de miedo. Todos los demás habían «cambiado de chaqueta». El álbum de fotos había desaparecido por completo. Y una enorme cantidad de tiempo y de dinero había acabado tirada por la ventana.

«No podemos seguir trabajando para ti, Michael. Hemos prestado juramento a la ciudad».

Aquellos putos santurrones volvían a aferrarse a su palabra después de haber aceptado dinero de él a montones. Pasaban de él, así como así. El maldito Parker estaba detrás de aquello. Tenía que ser él.

Lo primero que ordenó Michael fue encontrar a Henry Parker y acabar con él. Aquel chico había echado a perder tantas cosas que Michael no sabía si podría salvar algo. Pero de todos modos había que cobrarse venganza, y rápido. Michael tenía que recuperar el control.

Blanket se deslizó en el asiento trasero, junto a DiForio. Un conductor gordo que apestaba a cebollas fritas se sentó tras el volante. Blanket hizo una seña al nuevo, que saludó a Michael inclinando la cabeza con nerviosismo.

– Jefe, éste es Kenny. Va a llevar el coche hasta que encontremos más ayuda.

DiForio inclinó la cabeza rápidamente. Nada más.

Kenny encendió el motor y empezó a alejarse de la acera. Frenó bruscamente, volvió a arrancar y Michael se precipitó hacia delante. Estaba claro que aquel pobre infeliz de Kenny no había conducido mucho, aparte de la camioneta de pizzas o lo que fuera donde lo habían encontrado. Kenny salió del complejo zigzagueando a veinte por hora, como un adolescente temeroso de que su profesor de autoescuela se enfadara.

Henry Parker. Un chico de veinticuatro años había estado a punto de arruinarlo.

El álbum había desaparecido. Gustofson y Fredrickson estaban muertos, igual que Shelton Barnes. Leonard Denton, un fiel soldado durante años, estaba muerto. Luis y Christine Guzmán estaban bajo custodia. Tantos soldados muertos. Y los demás desertando como ratas de un barco.

DiForio sabía desde siempre la historia de Denton, suponía que tarde o temprano acabaría por pasarle factura. Pero no podía haber sucedido en peor momento. Ahora, aunque quisiera librarse de Parker (y quería, oh, Dios, cuánto lo deseaba), la policía lo vigilaba como un chulo a una prostituta.

Los periódicos no hablaban del entierro del tercer hombre, ni siquiera mencionaban su nombre. No importaba. No se merecía un entierro. Por segunda vez, Michael DiForio había matado a Shelton Barnes. Y esta vez no iba a volver.

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