Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– A mí puedes esperarme sentado.

– No lo haré, papá. No lo haré.

Mauser oyó un clic y luego el pitido de la línea.

– Dios -dijo Denton-. El chico acaba de decirnos dónde está.

Mauser se rascó la barbilla.

– Podría ser una trampa -dijo Denton-. Puede que nos esté esperando con un rifle o algo así. Mierda, y lleva encima el paquete de droga que le robó a Guzmán.

Mauser lo miró. Ambos sabían que era improbable que Parker estuviera armado. Denton volvió a tirarse vigorosamente de los pantalones.

– Te están sacando de quicio, ¿eh? -dijo Mauser.

– No sabes cuánto.

Dejaron la autopista zigzagueando entre coches que excedían el límite de velocidad. Era más de medianoche y las calles de Nueva York seguían atestadas. Increíble.

Se desviaron en la calle 96, giraron a la izquierda y bajaron hacia la avenida East End. Mauser vio a qué se refería Parker: el río estaba precioso. De un azul oscuro, su superficie brillaba como si en su fondo descansara un millón de dólares de plata. Un escalofrío de temor le recorrió el cuerpo, pero no supo a qué obedecía. La caza casi había acabado. Estaba a punto de vengar la muerte de John. Parker los estaba esperando. Y sin embargo sentía en la boca un regusto amargo.

– No quiero que llegue la policía antes que nosotros -dijo-. Quiero quince minutos de ventaja. Llama a Louis, dile que necesitamos refuerzos a las dos y media. Así tendremos tiempo. No quiero que detengan a Parker antes de que lo hayamos visto.

– No van a querer esperar, Joe. Tienen tantas ganas de sangre como tú.

– Dile a Carruthers que no tiene elección -replicó Mauser.

– No servirá de nada -respondió Denton-. Van a venir, se lo digamos o no. Estamos en su jurisdicción.

– Pues pisa el puto acelerador. Tenemos que llegar antes.

– Está bien, Joe -Denton marcó el número. Oyó la voz de Louis diciéndole que sí. Colgó el teléfono.

– Tenemos un cuarto de hora. A las dos y media tendrán listo un ejército. Ni un segundo antes. Lou lo entiende. Dice que si fuera tú él también pediría un cuarto de hora.

No hacía falta tanto, pensó Mauser. Le bastaba con un momento.

El coche aceleró, las luces se fundieron en una sola estela luminosa. Miró a Denton, que sonrió y dijo muy serio:

– Yo también quiero cazarlo, Joe -sonrió-. Atrapar a Parker puede ser mi gran oportunidad.

Mauser asintió con la cabeza mientras el coche volaba en medio de la oscuridad, dejando a su paso una nube de humo.

Capítulo 39

Angelo Pineiro, Blanket, admiró la habitación. Últimamente había tenido muy pocas ocasiones de empaparse de ella. Había prestado atención cuando llamó su contacto, pero luego se despistó. Contempló los hermosos retratos al óleo de la familia de Michael que cubrían las paredes rojo cereza. El linaje se remontaba muchas generaciones atrás. Aquellos cuadros tenían algo de romántico, y Blanket confiaba en que algún día lo recordaran así, como un hombre cuya vida era merecedora de un cuadro como aquéllos. Iba camino de ello, no había duda.

Con sus ventanas altas, sus columnas de mármol y sus alfombras persas auténticas, el ático de Michael DiForio era verdaderamente un museo de arte moderno. Blanket miró a DiForio, que, sentado en su sillón de cuero Salerno, tenía los ojos fijos en el techo como si esperara una intervención divina. Las voces del teléfono sonaban llenas de interferencias, apenas se entendían. Cuando la comunicación se cortó, Blanket esperó la reacción de Michael. Sólo recibió silencio.

– ¿Has oído eso, Mike? -Blanket casi veía girar los engranajes en la cabeza de Michael DiForio. No había duda de que la policía llegaría en cuestión de minutos. Eso por no hablar de que aquel maldito bala perdida de Barnes no aparecía por ninguna parte. Blanket conocía a Barnes tan bien como podía conocerse a un fantasma. El asesino era un purasangre, imposible de detener, de valor incalculable cuando llevaba las anteojeras puestas. Pero se había perdido por el camino. Por lo visto recuperar el paquete era ahora secundario para Barnes, y ése era el problema.

– Llama al Hacha -dijo por fin DiForio mientras se levantaba y se acercaba a la balaustrada de madera labrada-. Quiero darle una última oportunidad a ese cretino.

Blanket vio que tenía los nudillos blancos de agarrarse a la silla. Sabía lo mucho que necesitaba Michael aquel paquete, cuánto tiempo y dinero había gastado acumulando los tesoros que contenía. Si caía en las manos equivocadas, podía retrasar años sus operaciones; quizá décadas. Michael perdería su gran oportunidad (quizá la única) de apoderarse de aquella mísera ciudad.

El puto Gustofson… El tipo estaba en las últimas cuando DiForio le ofreció aquel encargo. Y luego aquel yonqui de mierda lo había echado todo a perder a lo grande. Por la razón que fuera, Luis Guzmán, el intermediario, no había recibido el álbum. Ahora John Fredrickson estaba muerto y estaba a punto de estallar una tormenta del tamaño de tres estados.

– Jefe, ¿quieres que vaya con algunos hombres a ese edificio, a ver si encuentro a Parker?

Michael negó con la cabeza. Tenía los ojos cerrados.

– Cuando llegues el edificio estará lleno de policías y federales. Si sólo mandamos a Barnes, puede que haya todavía una oportunidad de que entre y salga sin que lo vean. Si mandaras a tus hombres, sería como si un grupo de niños retrasados intentara manejar un buldózer.

Blanket extendió las manos, suplicante.

– Mike, no creo que Barnes siga comprometido con, ya sabes, con la causa. Creo que quiere matar a Parker. Me parece que nuestro paquete ya no está en su lista de prioridades.

DiForio se pasó una mano por el pelo. Blanket consideraba la capacidad de reflexión de Michael una fuente de orgullo para toda la organización. Tener un líder impetuoso era como tener un líder y no tener plan, ni visión de conjunto, y cualquier organización así dirigida estaba abocada al fracaso. Michael, en cambio, siempre tenía un plan. Pero había sido imposible prever aquella situación.

El plan debería haber sido infalible. Los Guzmán nunca fallaban. Hans Gustofson estaba al borde de la ruina y era maleable. John Fredrickson era el más leal de los empleados. Parker era el comodín de la baraja que no podían haber previsto. Y, cómo no, lo había echado todo a perder. Un reloj de precisión hecho añicos por un martillo invisible.

Michael fijó de pronto los ojos en él.

– Manda cuatro hombres a ese edificio de la 80 Este. Quiero que hagan todo lo posible por encontrar a Parker antes que la policía. Y diles que se mantengan alerta por si ven a Barnes. Es imposible saber de qué es capaz ese hombre.

– Tienes razón, Mike -Blanket se dio la vuelta para salir.

– Espera, Angelo.

Blanket se volvió.

– ¿Sí, jefe?

– Asegúrate de que los cuatro que mandas son prescindibles.

Capítulo 40

El Crown Victoria se detuvo en la esquina de la 80 con East End a las 2:13. No había sitios libres, así que Denton aparcó junto a una boca de riego. Había en las calles un silencio inquietante. Quedaban diecisiete minutos para que la policía de Nueva York hiciera acto de aparición. El tiempo corría.

Mauser se preguntó al principio si serían capaces de distinguir el edificio al que se refería Parker, pero lo vio nada más salir del coche. Aquel edificio estaba fuera de lugar allí. Era como una mella en una boca llena de dientes blancos como perlas. Como el propio Parker.

La única entrada, más allá de una verja de hierro forjado, se abría lo justo para que entrara una persona por el hueco. Estaba claro que muy poca gente entraba o salía del edificio.

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