Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Tú no lo entiendes -dije-. A veces sólo tienes una oportunidad, un momento que puede cambiarlo todo. Si no lo aprovecho… No sé si volverá a pasar. ¿Es que no lo ves? -le supliqué-. ¿No ves lo que esto podría significar para mí? No tengo nombre, ni esperanza, y mi futuro se ha ido a la mierda. Esto podría devolvérmelo todo. Puedo revelar la verdad y compensar todo lo que me ha pasado.

– ¿Y luego qué? -preguntó con la espalda muy derecha, traspasándome con la mirada-. Te haces famoso. Enhorabuena, Henry Parker. ¿Y qué será de los millones de personas que pierdan la fe porque tú quieres labrarte un nombre? ¿De los miles de policías que tienen que responder por esos pocos que se corrompen? Estás pensando en cómo te afectará a ti, y eso es muy egoísta. ¿Quieres ser un gran periodista? Pues tienes que recordar que esta historia no trata de ti.

– Por favor. Esto es todo lo que he soñado. Para cambiar las cosas. Para cambiar vidas -di una palmada sobre la carpeta, sentí que una sacudida recorría mi cuerpo-. Este libro lo haría posible.

– ¿Qué vida cambiaría, aparte de la tuya? -gritó Amanda-. ¿La de quién? ¿La de estos policías? La arruinará. ¿La de la gente? ¿De veras crees que perder la confianza en las personas que deben protegerlos mejorará sus vidas?

– No sé -susurré-. Pero no puedo dejar pasar esto.

– Sí que puedes -dijo-. ¿Por qué querías ser periodista? ¿Por qué, sinceramente?

– Para ayudar a la gente -contesté-. Para contar la verdad. Para dar a la gente lo que merece saber.

La voz de Amanda se ablandó. Una lágrima aterrizó suavemente sobre la mesa. Curiosamente, no era mía.

– Puedes ayudar a la gente -dijo-. Puedes ayudarla haciendo bien las cosas. No sólo por ti. Esa puerta se abre para todo el mundo, Henry, pero éste no es tu momento. Sé que eres inocente. Sé que tienes buen corazón. Así que úsalo. Haz bien las cosas. Ayuda a la gente. Y luego ayúdate a ti mismo.

Sus ojos buscaron los míos. Maldije el libro frío que notaba bajo la mano, maldije por que mi vida se hubiera alterado. Porque aquella carpeta tuviera el poder de cambiar (y acabar) con muchas otras vidas más. De pronto me cuestionaba algo que nunca habría creído posible cuestionarme. Cada momento que pasaba dudando, aquella puerta se cerraba más y más. Lo único que tenía que hacer era empujarla. Pero no podía hacerlo.

– Tienes razón -dije-. Tiene que haber otro modo -volví a guardar el álbum en el sobre y lo cerré-. Pero ahora mismo tenemos que marcharnos.

Me rodeó con los brazos. Yo no tenía fuerzas para devolver el abrazo.

– Vamos a la puerta. Estoy deseando cruzarla.

Recogí el paquete. Pero cuando nos disponíamos a salir del apartamento se oyó una voz de hombre en la escalera. Nos quedamos paralizados.

– ¿Hola?

Amanda me agarró del brazo, susurró:

– Henry…

Otra vez:

– ¿Hola?

Oí pasos subiendo por la escalera. Ninguno de los dos reaccionó. No podíamos dejar que nadie nos viera. Teníamos que escondernos. Me llevé el dedo a los labios e hice entrar a Amanda en el apartamento de Gustofson. Fui a empujar la puerta, pero algo la detuvo. Una mano. Había alguien justo al otro lado.

– He oído un ruido, ¿se ha roto algo? -el hombre empujó con más fuerza. Yo no podía hacer nada. La puerta se abrió. Un hispano vestido con un mono manchado de pintura apareció en la entrada. Una sola palabra brilló como un fogonazo en mi cabeza.

Conserje.

Miró el suelo cubierto de manchas marrones oscuras. Vio mis manos, las manchas de sangre de cuando me había caído. Me miró boquiabierto, con los ojos llenos de horror. Retrocedió estirando los brazos, suplicándome.

– No es lo que piensa -dije, y me di cuenta de que seguramente todos los criminales decían lo mismo. El hombre se volvió de pronto y corrió escaleras abajo.

– ¡Socorro! ¡Policía! ¡Han matado a alguien!

– Joder -me volví hacia Amanda-. Vamos, tiene que haber una salida de incendios.

Cruzamos corriendo el apartamento. El tiempo acuciaba de nuevo, perversamente. No había salida de incendios en el cuarto de estar, ni ventanas en el baño. Entramos en el dormitorio y vimos una escalera metálica al otro lado de la ventana cubierta con mosquitera de alambre.

Apoyé la pierna en la pared, sentí una punzada de dolor y tiré de la mosquitera. Salimos a la escalera, que se alzaba doce o quince metros por encima del callejón. Bajamos con cuidado, agarrándonos con todas nuestras fuerzas a la barandilla oxidada.

Una sirena sonaba a lo lejos. Faltaban pocos minutos para que me endosaran otro asesinato. La A escarlata. Mi agujero era cada vez más hondo y las paredes de tierra empezaban a derrumbarse.

Llegamos al rellano de más abajo, del que colgaba una escalerilla como un trozo de espagueti. Debajo de nosotros había un montón de bolsas de basura negras. Y bajo ellas cemento. El extremo de la escalerilla estaba a unos cuatro metros del suelo.

– Tú primero -dijo Amanda. Le sonreí.

– ¿Quién ha dicho que la caballerosidad ha muerto?

Le di el álbum y me sequé las manos sudorosas en la camisa. Me agarré con fuerza al metal y bajé la escalerilla. Al llegar al último peldaño me detuve. No quería aterrizar en medio de las bolsas de basura, que estaban cubiertas de botellas rotas.

Me incliné hacia la derecha y salté hacia un lado impulsándome con el pie izquierdo. Aterricé junto a las bolsas. Mis rodillas cedieron al tocar el suelo, la palma de mi mano arañó el cemento, la piel se desgarró.

Hice una mueca y miré a Amanda levantando los pulgares. Recogí varias bolsas de basura y las aparté del montón, dejando una pequeña zona para que aterrizara. Ella me arrojó el álbum con cuidado. Lo dejé a un lado y me puse justo debajo de la escalerilla. Alargué los brazos.

– Tu turno -grité.

Indecisa, con un destello de miedo en los ojos, Amanda bajó hasta el último escalón.

– ¿Seguro que puedes recogerme? -dijo.

– Si no pesas más de treinta y seis kilos, no hay problema.

– Si toco con un solo dedo del pie el suelo, te doy una patada del treinta y seis.

– Trato hecho.

Amanda cerró los ojos y saltó. Un chillido escapó de sus labios mientras caía por el aire. Luego, de pronto, estaba en mis brazos, con las manos enlazadas alrededor de mi cuello. La dejé en el suelo y abrió los ojos lentamente.

– Pesas algo más de treinta y seis kilos -dije.

Me dio un puñetazo en las costillas, un suave apretón y dijo:

– Gracias.

Asentí con la cabeza, la miré a los ojos. Luego las sirenas irrumpieron en nuestro abrazo, rompiendo aquel momento de paz.

Corrimos hacia el fondo del callejón y al salir a Ámsterdam torcimos hacia el este. En la calle 81 saltamos a un autobús interurbano, usamos el bono que habíamos comprado en el metro y nos escondimos detrás de un periódico satírico que alguien había dejado abandonado.

Titular: Un periodista cambia su nombre por un jeroglífico.

Por el rabillo del ojo vi un coche de policía pasar a toda velocidad por la calle y girar bruscamente a la derecha, por el callejón que acabábamos de dejar. Respiré y se lo señalé a Amanda. Ella me agarró la mano, me apretó los dedos hasta hacerme daño.

Nos bajamos en la última parada, en la calle 80 con la avenida East End. El manto de acero de la noche había caí do. El río East estaba oscuro, la luna se reflejaba en el agua como lentejuelas plateadas. Una brisa cálida me atravesó el pelo. Respiré hondo. Cualquier otra noche habría podido saborear la belleza de la ciudad. Pero aquella noche me parecía una tumba.

No conocía aquel barrio. A un lado de la calle había una hilera de bloques de pisos caros del Upper East Side. Había árboles con barandillas que llegaban a la rodilla y porteros con gorra de plato que abrían la puerta a los vecinos elegantes y a sus no menos elegantes perros.

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