Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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Abrí un armario y vi ropa tirada en el suelo, pantalones con los bolsillos vueltos del revés. Agarré una percha metálica y, pisando la punta, la enderecé para improvisar con ella una lanza. Volví a la puerta cerrada, metí la punta metálica en el pequeño agujero del pomo. La giré, noté que algo saltaba. Empujé suavemente y sentí un chasquido al desengancharse la cerradura. Miré a Amanda.

– Henry -dijo-, por favor…

El pomo giró. Pero cuando empujé sentí resistencia desde dentro. Algo bloqueaba la puerta.

Había el espacio justo para que asomara la cabeza. Estirando el cuello, miré por la pequeña rendija.

Cuando vi cuál era el obstáculo, tuve que hacer un esfuerzo supremo para no vomitar.

Un zapato empujaba la puerta. El zapato estaba unido a una pierna. La pierna estaba unida a un hombre que, completamente vestido y con la cabeza manchada de sangre, permanecía sentado sobre el váter. Era Hans Gustofson y estaba bien muerto.

Tenía una gran brecha a un lado de la frente y su cráneo parecía deformado, casi aplastado, como un trozo de arcilla que alguien hubiera golpeado con un bate de béisbol.

La mancha de sangre de delante de la puerta de entrada. Le habían golpeado allí y su cabeza había rebotado contra la pared. Pero no había muerto. Al menos, no enseguida. De alguna forma había conseguido sentarse en el váter. Muy a lo Elvis.

Contuve el aliento, noté que se me revolvía el estómago y aparté suavemente su pierna, atrapada en la prisión del rigor mortis. Su cuerpo se movió.

Dejé de empujar. Me aseguré de que seguía en equilibrio sobre el trono de la muerte.

Luego, sin previo aviso, el cuerpo de Gustofson resbaló del váter y se desplomó. Su cabeza aplastada golpeó las baldosas. Me mordí el puño para no gritar al ver que sus ojos muertos me miraban desde el suelo, su cuerpo horriblemente contorsionado.

Cerré los ojos, retrocedí, sentí que me desmayaba.

Había visto un muerto en otra ocasión, una vez que visité la oficina del forense en Bend para un artículo que estaba escribiendo. También entonces me dieron ganas de vomitar. La forense, una mujer sorprendentemente joven y atractiva llamada Grace, se echó a reír.

– No pienses en el cadáver como si fuera una persona -dijo-. Sólo es un cascarón, un caparazón vacío. El alma se ha ido.

Aquello me ayudó un poco. Pero no mucho.

Abrí suavemente la puerta. Tranquilo, Henry. No es más que un cascarón. Un trozo de carne con ojos.

Eché un vistazo al cadáver. Gustofson era culturista aficionado, además de fotógrafo. Siempre lo fotografiaban en las fiestas de la alta sociedad, enlazando con sus brazos gigantescos a la top model del momento. Noté por las cicatrices de acné de sus mejillas y su poco pelo que últimamente había recurrido a los anabolizantes. Hans Gustofson había sido un cronista destacado de la experiencia humana y ahora allí estaba, muerto en su cuarto de baño. ¿Y para qué?

Miré la herida de su frente. El golpe mortal. Sacudiéndome el espanto, me centré en los hechos. Intenté distanciarme.

Curiosamente, el armario de las medicinas estaba intacto. Era la única parte de la casa que no parecía haber sufrido daños. Ello sólo podía significar que o bien el asesino había encontrado lo que buscaba, o que lo que buscaba era demasiado grande para caber en un espacio tan pequeño. Pero la pregunta seguía siendo ¿por qué había ido a morir allí un hombre gravemente herido?

– Oh, Dios mío -Amanda estaba al otro lado de la puerta del cuarto de baño, tapándose la boca y la nariz con la mano-. ¿Es…?

– Sí -dije-. Lleva muerto algún tiempo.

– Parece que nadie se ha dado cuenta -dijo con voz cargada de mala conciencia, distanciándose del crimen y concentrándose en los hechos. Igual que yo. Aquello te permitía ver la historia desde un ángulo más amplio. Era un subproducto del periodismo. En aquel momento, era lo único a lo que podía recurrir para no derrumbarme.

– Pero ¿por qué venir aquí? -preguntó Amanda.

– Bueno, cuando tienes que ir, tienes que… -dejé la broma sin acabar. No era el momento.

– Si te estás muriendo -dijo Amanda-, si tu vida está a punto de acabar, tiene que haber una razón para venir aquí si no es para pedir ayuda. No hay teléfono. Es como si hubiera querido comprobar algo.

– Quizá sabía que quien le había atacado no había buscado en el baño. Piénsalo. Estás tendido en el suelo. Alguien acaba de herirte de muerte con una barra de hierro y estás ahí tendido, muriéndote, mientras te destroza la casa. ¿Qué puede ser tan importante como para no intentar pedir socorro y ponerte a buscarlo?

– El paquete -dijo Amanda-. Lo que buscaban DiForio y ese hombre de negro. Quizás era eso. Puede que el asesino no lo encontrara. ¿Crees que esto lo ha hecho ese loco que nos encontró en San Luis?

– Puede ser. Sería lógico. Pero no lo sé, la verdad.

El paquete. La razón por la que John Fredrickson había atacado a los Guzmán. El que los periódicos suponían que yo había robado. Por el que un desconocido intentaba matarme. El que la policía pensaba que yo escondía. Gustofson lo tenía y su asesino no había logrado encontrarlo.

Pero una cosa era segura: estaba allí, en el baño, a nuestro lado.

Amanda me miró y de pronto alargó el brazo y abrió la tapa de porcelana del váter. Miramos dentro. No había más que agua y óxido. Volvió a bajarla.

– Entonces, ¿dónde…? -dijo, pensando en voz alta.

Esquivé el cuerpo de Gustofson y abrí el armario de debajo del lavabo. No había más que Rogaína, frascos de pastillas imposibles de identificar y un paquete de condones sin abrir. El armario de las medicinas estaba lleno de gomina, colonia y trastos de afeitado, pero no había en él nada que levantara sospechas.

Di un paso atrás y observé el cuarto de baño. Tenía que haber algo. Miré el techo buscando un falso detector de humos o algo así. Volqué el cesto, removí el montón de ropa sucia con el pie. Nada.

Amanda miró detrás del váter y tuve que admirarla por ser tan valiente. Se incorporó. Tenía una mirada derrotada.

– Aquí no hay nada -dijo-. Puede que Hans viniera aquí simplemente a morir en el váter. Sabía que había arrojado su vida por el retrete y quería que acabara allí.

– No -dije sin dejar de buscar-. Tiene que haber algo. Entonces miré la bañera y lo vi. Junto al desagüe había trozos minúsculos de pintura azul. Al acercarme vi grietas diminutas en los azulejos, invisibles si uno no las buscaba.

Levanté despacio las manos y así los grifos del agua fría y caliente. Los giré. No salió agua. Los ojos de Amanda se agrandaron.

Me di la vuelta, la miré, asentí con la cabeza.

Tiré de los grifos con todas mis fuerzas. Se oyó un crujido espantoso cuando los grifos se desprendieron de la pared, salpicándolo todo de polvo y pintura azul. Los azulejos cayeron en cascada a la bañera mientras la habitación se llenaba de polvo y vapor. Tosiendo, aparté los escombros y me asomé al agujero de sesenta centímetros de ancho y quince de alto que había abierto. Dentro había un grueso sobre de papel de estraza metido dentro de una bolsa de plástico.

– ¿Es…? -preguntó Amanda.

– Dudo que sea una coincidencia -respondí-. Ahora, vamos a ver de qué va todo este lío.

Capítulo 37

Saqué la funda de plástico de la pared y la llevé al cuarto de estar. La pequeña mesa de madera del comedor había quedado completamente limpia durante el saqueo: los candeleros estaban doblados y retorcidos y la vajilla rota. Intenté olvidarme del cadáver de Gustofson, ignorar la sangre seca, el olor acre. Habría preferido examinar nuestro hallazgo en otra parte y no en casa de un muerto, pero no teníamos donde ir. El tiempo se nos acababa, la sensación de peligro parecía aumentar con cada segundo que pasaba. ¿Cuándo se desvanecerían nuestros últimos segundos? Aquel sobre contenía las respuestas a muchas preguntas. Había gente dispuesta a matar por él, y no me cabía duda de que lo que le había ocurrido a Hans Gustofson podía ocurrirme también a mí.

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