Encontré un teléfono público, marqué el número de la centralita del hospital Columbia y pedí que me pasaran con la habitación de Luis Guzmán. Contestó un policía. Le dije que era un periodista del Daily Bugle.
Un momento después, Luis Guzmán se puso al aparato. Su voz sonaba más fuerte que la última vez.
– ¿Sí? ¿Diga?
– ¿Luis? -dije sin esforzarme por cambiar de voz.
– ¿Sí? ¿Hola? ¿Quién es?
– Luis, soy Henry Parker.
– Lo siento, no conozco a… Madre mía -se acordó-. ¿Qué…? ¿Cómo…?
– Escuche, no tengo mucho tiempo. Sé lo del Michael DiForio. Sé lo del trato que tenían. Sé que se suponía que John Fredrickson tenía que recoger un paquete la noche que murió y sé que usted no lo tenía. Lo que necesito saber es qué había en el paquete y dónde encontrarlo, Luis.
– Yo… no lo recibí, se lo juro por Dios.
– Le creo -dije-. Pero necesito saber qué había dentro y dónde está.
– No lo sé, se lo juro -contestó Luis-. Se suponía que tenían que entregarlo ese día, a la una. Pero no apareció nadie. No sé qué había dentro. Sólo sé que era importante.
– ¿Cómo de importante?
– Michael tiene a un tipo. Un tipo llamado Angelo Pineiro. Angelo me llamaba de vez en cuando. Decía que confiaba en mí, que sólo llamaba cuando Michael me necesitaba de verdad. Decía que yo no era un yonqui, como los otros. Que no iba a cagarla, a volverme loco. Me avisó de que iba a llegar un paquete importante y dijo que tenía que protegerlo o que moriría. Eso fue lo que dijo. Dijo que era uno de esos paquetes que, si la entrega sale mal, tú desapareces. Que tenía que cuidarlo como oro en paño y que el agente Fredrickson iría a recogerlo más tarde.
– ¿Por qué no le dijiste a Fredrickson que el paquete no había llegado? Lo habría entendido, ¿no?
– Se lo dije -contestó Luis con voz plañidera-. Le juré que no había llegado, pero no me creyó. Y ahora creen que lo tienes tú, Henry. Creen que lo robaste. Y Michael hará cualquier cosa por recuperarlo.
Entonces caí en la cuenta. Ahí era donde el hombre de negro entraba en escena. Lo había mandado Michael DiForio para recuperar el paquete. El paquete que creía que yo había robado. Y me mataría, si era necesario. Todo se estaba volviendo tan oscuro, tan hondo… Michael DiForio era de por sí muy peligroso, pero si había recurrido a un mercenario era porque necesitaba a alguien todavía más despiadado que él.
– ¿Quién era, Luis? ¿Quién se suponía que tenía que entregarte el paquete?
– Un fotógrafo, un tipo llamado Hans Gustofson. Sólo lo vi una vez. Era un manojo de nervios, creía que siempre había alguien vigilándolo. Vivía en Europa, pero ese tal Angelo me dijo que tenía no sé qué cosa en Nueva York. Era un hijoputa, además. Antes había sido culturista.
– Hans Gustofson -repetí. El nombre me sonaba vagamente.
– Me dijo que estaba trabajando en algo grande. Que o lo acababa o moriría en el intento.
– ¿Sabe dónde vive Gustofson?
– No, cerca de… -Luis dejó de hablar. Oí un ruido al otro lado, pasos sobre el linóleo. Me dio un vuelco el corazón al oír que alguien gritaba «¡No!» y «¡Para!». Luego oí un ruido sordo, como si algo hubiera caído al suelo. Después se hizo el silencio.
– ¿Quién es? -una voz distinta sonó por el teléfono. No era Luis-. ¿Quién coño es?
Colgué.
– Tenemos que irnos -le dije a Amanda-. Tenemos que irnos enseguida.
Salimos del metro, era de noche y las sirenas parecían sonar cada vez más fuerte. Le conté a Amanda lo que me había dicho Luis. Teníamos que encontrar ese paquete. Y nos andaban buscando para darnos caza.
– ¿Qué relación tiene ese tal Gustofson con Michael DiForio? -preguntó ella.
Suspirando, le dije lo que había deducido cuando Luis dejó caer su nombre.
– Hans Gustofson era fotógrafo -dije-. Cuando Luis me ha dicho su nombre, he atado cabos. Sabía que el nombre me sonaba. Gustofson era uno de los protegidos de Helmut Newton. Se hizo famoso como periodista de guerra, en Vietnam, en Kuwait… Y luego decidió dedicarse al arte. Decía que el cuerpo humano era más bello desnudo que en la tumba. Puedes imaginarte lo que pasó después.
– Déjame adivinar. Se pasó al lado oscuro.
– Como el puto Darth Vader -respondí-. De pequeño, yo leía todos los periódicos que caían en mis manos, todos los que compraban en la biblioteca pública. Buscaba microfichas antiguas para ver lo que habían escrito los grandes periodistas sobre los acontecimientos más importantes del último medio siglo. Vi muchas fotografías de Gustofson, sobre todo de la guerra del Golfo y luego de Sarajevo. Cuando quieres ser periodista, acabas conociendo todos los nombres relacionados con la profesión, y el suyo era uno de los grandes.
– ¿Y qué ocurrió?
– Se enganchó a la heroína y empezó a creer que era el modelo, en vez del fotógrafo. Se endeudó, empezó a hacer fotografías de poca monta, famosos de vacaciones y cosas así. Pronto los periódicos serios dejaron de llamarlo, pero los tabloides le pagaban encantados. Cada foto cuenta una historia -continué-. Es un instante congelado en el tiempo, un contexto en sí misma. Pero las fotografías que acabó tomando Hans eran una impostura. Esa mierda no es un retrato del tiempo, es su envilecimiento. Una componenda rápida, sin relevancia. El caso es que la prensa lo arrastró por el polvo hasta que ya no pudo salir de él. Corría el rumor de que se había convertido en un ermitaño, de que se había enterrado en heroína, alcohol y mujeres, casi siempre al mismo tiempo.
– Entonces la pregunta es -dijo Amanda, repitiendo como un eco lo que yo estaba pensando-, ¿qué vínculo hay entre Gustofson y Michael DiForio?
– Sólo hay un modo de averiguarlo -dije-. Tenemos que encontrar a Hans.
Amanda asintió, resignada.
– Si vive en Nueva York, tendrá una dirección.
Volví a asentir con la cabeza.
– Es hora de recurrir a nuestra vieja amiga la guía telefónica.
Recorrimos otras cinco manzanas y encontramos una cafetería que abría toda la noche. Me ardía la pierna cada vez que daba un paso. Al entrar nos recibió un olor a grasa y carne a la parrilla. Le pregunté al cocinero por el teléfono público. Inclinó la cabeza y usó la espátula para señalar hacia los aseos.
Debajo de un teléfono sucio, sobre una mesita, había varios ejemplares astrosos de las páginas amarillas y blancas. Hojeé las páginas blancas hasta que encontré un H. Gustofson. Luego miré hacia atrás. Tosí violentamente y al mismo tiempo arranqué la página de la guía.
Hans Gustofson vivía a diez manzanas de allí. Mis piernas temblorosas podían soportarlo, aunque a duras penas.
– ¿Crees que deberíamos llamar antes? -preguntó Amanda, sonriendo.
– ¿Qué gracia tendría entonces?
Tardamos un cuarto de hora en recorrer el trayecto, encorvados como si nos enfrentáramos a una gran resistencia. Ya no nos preocupaba llamar la atención. Los días anteriores nos habían dejado tan agotados que confiábamos en que el viento nos impulsara.
Gustofson vivía en un edificio de ladrillo entre la 90 y Columbus. El Upper West Side. Un barrio bastante decente. Como era habitual en aquellas casas, no había portero, sólo un sistema de seguridad basado en un interfono. Saltarse un sistema como aquél sólo estaba al alcance de los ladrones más osados e intuitivos y los artistas del espionaje.
O de estudiantes que se habían pasado el primer año de carrera allanando edificios como aquél para darle una sorpresa a su novia y echar un polvo de madrugada.
Saqué la tarjeta American Express que me habían dado en la empresa, aunque dudaba que los de la Gazette tuvieran aquello en mente cuando me la dieron.
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