– Tienen todo lo que quiera -dijo en tono lascivo-. Venga, vamos a echar un vistazo.
Oí abrirse la puerta de la escalera, el sonido de los pasos en los peldaños, las voces que se alejaban. Esperé, rezando para que el truco funcionara. Pasado un momento oí un golpe suave. Aquél era mi pie para entrar en escena.
Contuve el aliento al doblar la esquina. Respiré cuando vi que el plan había funcionado. Cuando Larkin había abierto la puerta, Amanda había deslizado sutilmente el rotulador entre la puerta y el marco, impidiendo así que la puerta se cerrara. Estaban en la escalera antes de que Larkin tuviera tiempo de darse cuenta. Me guardé el rotulador y entré en el apartamento.
Estaba a oscuras, era húmedo y olía como si estuviera atrapado dentro de un cenicero sucio. Al fondo había un pequeño dormitorio. Sobre la cama había revueltas unas sábanas de color marrón. En el suelo reposaba un libro de bolsillo raído. Sobre la mesilla de noche había una fotografía de una mujer gruesa con dos niños pequeños. La sonrisa de la mujer parecía sincera, feliz. La madre de Larkin, sin duda. Apuesto a que estaba muy orgullosa de su hijo.
Sobre el escritorio se veía un ordenador viejo y sucio. Encima de él colgaba un calendario de mujeres medio desnudas posando junto a motocicletas. Algo me decía que Larkin no celebraba muchas fiestas.
En un rincón, una gran fotocopiadora emitía un zumbido constante. Me fijé en un armario archivador gris y oxidado. Cada cajón tenía una fecha, en orden cronológico.
Abrí el de arriba y encontré una fila sorprendentemente pulcra de carpetas ordenadas por mes e inquilino que se remontaba hasta 1999. Abrí la carpeta de ese mes y encontré una copia del último cheque de Luis Guzmán, extendido a nombre de Grady Larkin. Mil seiscientos dólares, y un cuerno. Maldito embustero.
Luis Guzmán había pagado por su piso trescientos míseros dólares. O alguien le estaba pagando el resto del alquiler, o Luis Guzmán jamás encontraría trabajo como contable.
Trescientos dólares por el alquiler de un apartamento de dos habitaciones en Manhattan. No es que fuera raro, es que era imposible.
Repasé todo el archivo. Encontré veinte cheques más de Luis Guzmán, todos dirigidos a Grady Larkin. A medida que retrocedía en el archivo, me di cuenta de que aquello no era una anomalía; tenía, de hecho, un precedente.
Contrariamente a lo que le sucedía a toda la gente que vivía en Nueva York, el alquiler de Luis y Christine Guzmán había ido decreciendo con el paso del tiempo. El cheque más antiguo tenía fecha de enero de 1999. Era por seiscientos dólares. El doble de lo que pagaban ahora, pero aun así increíblemente barato para Manhattan. En enero de 2002, su alquiler había caído a 525 dólares, y luego a 450 en mayo de 2003. Desde enero de 2004 pagaban 300 dólares al mes. Tres mil seiscientos dólares al año.
Debería haber buscando más antes de alquilar mi piso.
Hice una copia del primer cheque de cada periodo de pago y me las guardé en el bolsillo. Busqué en los archivos de otros inquilinos para ver si pasaba lo mismo. Como era de esperar, así era. Saqué un cheque firmado por un tal Alex Reed, fechado en febrero de 2001, por 400 dólares. En el hueco reservado al concepto se leía: Alquiler apt. 3B . Uno de octubre de 2005 era por 350 dólares. El alquiler de Alex Reed había ido disminuyendo constantemente desde que vivía en el edificio. Como el de los Guzmán.
Aquello era absurdo. Había muchos apartamentos de renta antigua en Nueva York, pero nunca había oído hablar de alquileres decrecientes. Tenía que haber una explicación.
Saqué todas las carpetas que pude y durante los cinco minutos siguientes descubrí que había no menos de diez residentes en el 2937 de Broadway cuyo alquiler bajaba notablemente cuanto más tiempo llevaban viviendo en el edificio. Pero lo que resultaba más sorprendente era que había muchos otros inquilinos cuyos pagos aumentaban en el mismo periodo de tiempo.
Allí pasaba algo raro.
La mitad de los vecinos del edificio pagaba menos que cuando se había mudado allí, y la otra mitad pagaba más. Separé los cheques en los que bajaba el alquiler y los fotocopié. Enseguida tuve los bolsillos llenos. La fotocopiadora siseaba sin cesar, constantemente.
Cuando me disponía a cerrar el archivador me fijé en una carpeta. Llevaba la etiqueta Pagos. Gastos.
La abrí.
Dentro encontré cheques extendidos por Grady Larkin a nombre de varios proveedores. Exterminadores. Electricistas. Fontaneros. Pizzas a montones. Y cada mes, como un reloj, un cheque extendido a nombre de un tal Angelo Pineiro por un valor entre veinte y treinta mil dólares. El nombre Angelo Pineiro se me quedó grabado. Lo había oído antes.
Entonces oí un ruido que hizo que me diera un vuelco el corazón.
Un ruido rítmico procedente del pasillo. Pasos. Voces que iban haciéndose más fuertes.
Amanda. Grady. Estaban bajando las escaleras.
Metí los últimos cheques en la fotocopiadora, escuché su zumbido. Cada vez que la máquina escupía uno, yo volvía a guardarlo en el archivador. El sudor me corría por la cara. Sus voces se oían cada vez más, igual que el eco de sus pasos sobre el metal de la escalera.
Metí un último cheque en la fotocopiadora y apreté el botón. La máquina se tragó el papel, pero en lugar de escupir el original sólo emitió un pitido. Miré la pantalla.
En letras mayúsculas y parpadeantes se leía Papel atascado.
Oh, Dios. Ahora no…
Abrí frenéticamente la tapa confiando en que el original estuviera allí. No hubo suerte. Estaba atascado en algún sitio dentro de la máquina. Nunca se me había dado bien la maquinaria pesada ni tenía ganas de hurgar en el vientre de una bestia de acero diabólica, pero no podía dejar rastro de mi paso por la oficina de Larkin. La pantalla me ordenaba abrir la portezuela de la parte central para extraer el papel atascado.
Las voces sonaban cada vez más cerca.
Apreté una lengüeta de plástico que se parecía a la que parpadeaba en el visor. Para mi sorpresa la tapa se abrió sin esfuerzo. Al girar en el sentido de las agujas del reloj una misteriosa rueda verde, oí que un papel se arrugaba. Con suerte no sería el original.
Seguí girando la rueda y el borde hecho jirones de un trozo de papel asomó por una ranura muy fina. Giré la rueda más deprisa, tiré de la hoja. Era la copia del cheque. El original seguía dentro.
Tiré más fuerte, el espanto se apoderó de mí cuando me quedé con la mitad de la hoja en la mano. Giré la rueda más deprisa y salió el resto del papel. Volví a meter la bandeja y oí un leve chirrido. El cheque original, liso y perfectamente conservado, salió del alimentador. Lo guardé rápidamente en el archivador, cerré el cajón y salí a toda prisa del apartamento con la página rota en la mano.
Justo cuando doblaba la esquina la puerta de la escalera se abrió y los pasos se detuvieron delante del apartamento de Larkin.
– Entonces, me avisará si le interesa el 4A, ¿no? Hay otras tres personas que lo quieren. Quizá, si me deja una señal esta misma noche, pueda reservárselo.
– La verdad es que me gustaría hablarlo con mi marido antes de darle una respuesta.
– ¿Su marido? Creía que había dicho que su novio acababa de dejarla. Yo no veo ningún anillo.
Amanda soltó una carcajada chillona y despreocupada. Yo respiraba hondo, despacio, el oxígeno fluía por mis pulmones cuarteados.
– No lo llevo puesto. Y es verdad que mi novio acaba de dejarme plantada -dijo-. Nuestro amor se basa en lo espiritual, no en lo material. ¿Y quién es usted para juzgar mis preferencias?
– Sí, ya -dijo Larkin-. Bueno, mire, se lo reservo hasta mañana. Después, no le prometo nada.
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