Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Entonces lo llamo mañana. No hace falta que me acompañe.

– Está bien.

Se oyó un chirrido cuando la puerta de Larkin se abrió y un golpe satisfactorio cuando volvió a cerrarse. Esperé un momento, luego doblé la esquina. Amanda sonreía. Inclinó rápidamente la cabeza, subimos las escaleras y salimos del edificio. Yo tenía el pulso acelerado, el cuerpo, las muñecas, las manos, el cuerpo entero en tensión por lo que había descubierto.

Cruzamos la calle y nos paramos bajo una marquesina de autobús.

– Bueno, ¿qué has encontrado? -preguntó.

Saqué las fotocopias y se las enseñé, explicándole los cambios en los alquileres. Parecía perpleja mientras hojeaba los cheques, como una estudiante que no entendiera por qué la habían suspendido.

– Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué hacemos con estos cheques? -tenía una mirada expectante. Por suerte, yo había pensado en nuestro siguiente paso mientras estaba en casa de Larkin. Sabía exactamente qué hacer.

– Tenemos que averiguar quiénes son esos inquilinos, qué tienen en común y por qué Grady Larkin es el mejor casero de Manhattan. Alguien está subvencionado el alquiler, pero sólo a algunos inquilinos selectos -dije-. Necesitamos a alguien que pueda escarbar rápidamente y sin levantar polvo. Y conozco a la persona perfecta para hacerlo.

Capítulo 33

La noche había caído sobre Nueva York, un negro azulado y mortecino que parecía reflejar lo que yo sentía por dentro. El cansancio se había apoderado de mí como una borrasca, y no había sitio donde resguardarse. El hombre que había querido matarme en San Luis no era policía. Los policías querían matarme por matar a uno de los suyos. Pero aquel hombre era un misterio. Yo seguía sin saber qué andaba buscando ni qué había en el paquete, pero era improbable que abandonara su búsqueda, si no estaba muerto. Y un hombre así no moría fácilmente.

Yo había tenido suerte de escapar de Nueva York la primera vez. No volvería a caer esa breva. La verdad estaba enterrada allí, y había que destaparla pronto.

Cambié un dólar en una tienda de por allí, intentando no mirar los periódicos amontonados en la repisa metálica. En la portada de la edición matutina de la Gazette había otra columna de Paulina Cole. El titular decía Henry Parker, ¿un villano para nuestro tiempo o de nuestro tiempo?

Increíble. No sabía cómo, pero había conseguido marchar contracorriente. En aquella ciudad, a no ser que uno fuera un famosillo con celulitis visible o un político que tuviera una aventura homosexual con el chico de la piscina, no se conseguía ser el héroe del día más de veinticuatro horas seguidas.

Aquélla no era exactamente la clase de historia sobre la que yo esperaba levantar mi fama. Llevaba años soñando con aparecer en la primera página de los periódicos. Y ahora allí estaba mi sueño, negro sobre blanco.

– ¿Estás bien? -preguntó Amanda mientras un hombre muy amable con turbante marrón me daba dos monedas de veinticinco centavos, dos de diez y seis de cinco.

– Sí, es sólo que… -me detuve, dejé caer la cabeza sobre el pecho-. Quiero que esto se acabe. Quiero recuperar mi vida. Y quiero que tú recuperes la tuya.

– Lo haremos -dijo Amanda, y me puso suavemente la mano sobre el brazo. Intentaba reconfortarme, pero el nerviosismo teñía su voz. Sabía lo peligrosa que era la situación; que en cualquier momento podían esposarme y llevarme a prisión. O algo peor aún.

Entramos en una cabina telefónica unas manzanas más allá. Un hombre mayor sentado en un portal me observaba mientras chupaba su pipa. Aspiró y exhaló un hilo de humo blanco. Sus ojos se resistían a dejar los míos.

Me saqué del bolsillo el montón de papeles y marqué el número que me sabía de memoria. En aquello se resumía todo. En aquella llamada.

Aquella llamada podía reafirmar todo aquello en lo que creía, o llevarse mis esperanzas de un plumazo. Si él era fiel a su palabra, si de verdad había creído en mí, me lo demostraría ahora. Tenía que ser así. O todo aquello en lo que yo creía estaría muerto.

Contestaron al primer pitido de la línea. El saludo, tan familiar para mí, hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

– New York Gazette, ¿con quién desea hablar?

Amanda me miró, me apretó el brazo.

Respiré hondo.

– Con Jack O’Donnell, por favor.

– ¿De parte de quién?

– De su marido.

– ¿De… quién?

– Páseme.

O’Donnell contestó antes de que acabara de sonar el primer pitido.

La última vez que yo había oído su voz, me había dado una oportunidad de probar mi valía. Pero yo la había desperdiciado, la había quemado y me había orinado en sus cenizas. Sólo esperaba que Jack sí estuviera a la altura.

– Aquí O’Donnell.

– ¿Jack?

– Al habla.

– Jack -dije con voz temblorosa. Tenía un nudo en la garganta-. Soy Henry Parker.

Pasaron unos segundos.

– No, lo siento. Henry Parker ya no trabaja aquí.

Se me revolvió el estómago y de pronto me sentí mareado. Jack acababa de confirmar mis temores. La Gazette me había despedido oficialmente.

– No, Jack. Soy Henry Parker.

Se hizo el silencio al otro lado.

Cuando ya creía que había colgado, O’Donnell dijo:

– Déjeme adivinar, señor Parker. Llama para confesar sus pecados, ¿no es eso? Y quisiera una columna en primera página, un bonito acuerdo para escribir un libro y la oportunidad de dirigir una película basada en su vida. El paquete completo, ¿no?

– No, Jack, yo…

– Ahórreselo. Es el cuarto Henry Parker que me llama hoy. ¿Es que no se les ocurre nada más original?

Mi cerebro trabajaba a toda prisa. Tenía que convencerlo. De pronto brotó todo, como un géiser.

– Me encargaste entrevistar a Luis Guzmán. Wallace me tenía escribiendo necrológicas, pero tú me diste una oportunidad. Paso junto a tu mesa todos los días. Me siento al lado de Paulina. Wallace tiene una bandera americana en miniatura encima de su mesa, junto a la foto de su mujer. La oficina huele a cacahuetes tostados durante el día y a desodorante de noche. Sé que siempre eres el primero en llegar y el último en marcharte y que tu silla tiene una mancha de chicle rosa en el brazo derecho.

Me latía el pulso a mil por hora. Oí un leve jadeo al otro lado, como si alguien estuviera a punto de respirar hondo y se lo pensara mejor.

– Si de verdad eres Henry Parker…

– Lo soy, Jack -le di mi número de la seguridad social y el de mi habitación en el colegio mayor mi primer año de universidad-. Puedes comprobarlo, si quieres. Pero no te hace falta.

– Por Dios, Parker. ¿Qué…? ¿Dónde estás?

– Eso no importa ahora. Lo que necesito es información, Jack, por favor.

– ¿Información? ¿Me estás tomando el pelo? Cielo santo, Parker, no debería estar hablando contigo. Podría perder mi trabajo.

– Eso no es cierto y tú lo sabes.

– Aun así, Henry, tienes mucha cara por pedirme un favor. No sabes lo que está siendo esto. Wallace ha tenido que contratar prácticamente a un ejército de relaciones públicas para ocuparse de la avalancha de llamadas sobre ti que estamos recibiendo. Eso por no hablar de que la mitad del personal te considera culpable.

– ¿Y qué opinas tú?

Oí un suspiro al otro lado.

– Francamente, no lo sé. Prefiero dejarlo en suspenso de momento -hizo una pausa-. ¿Eres culpable, Henry?

– No, no lo soy.

– Si eso es cierto, habrá que demostrarlo en un tribunal.

¿Por qué me decía aquello? ¿Acaso lo sabía desde el principio?

– Los dos sabemos que no llegaré tan lejos. Hay al menos una persona que quiere verme muerto, y eso sin contar a la policía.

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