Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Soy agente federal, en realidad.

– ¿Y los agentes federales llevan coches de alquiler? Déjeme ver su identificación.

El hombre sacó su cartera (una elegante cartera de piel) y la abrió. Dentro había un carné expedido por el Estado, estampado con una de esas estrellas de cinco puntas que llevan los sheriffs en las películas. El agente se llamaba Spencer Bates.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, agente Bates?

Bates señaló su camioneta.

– ¿Esa Tundra es suya?

– Sería una asombrosa coincidencia que fuera de otra persona.

– ¿Le importa que le eche un vistazo?

– ¿Le importa que le pregunte a qué viene esto?

Bates sonrió y se disculpó.

– Señor Morris, estamos buscando a dos fugitivos llamados Henry Parker y Amanda Davies. Tenemos razones para sospechar que anoche se subieron a un vehículo a las afueras de San Luis y estamos registrando todos los vehículos que creemos que pudieron servirles para escapar.

– Ayer estuve en San Luis todo el día, en una reunión. ¿Qué tiene que ver mi camioneta con eso? Yo no ayudé a nadie.

– Sabemos que anoche pagó usted con tarjeta en un punto de peaje en el centro de San Luis, más o menos a la misma hora en que sospechamos que se vio a los sospechosos huir de la casa de la señorita Davies en ese vecindario. Sólo estamos siguiendo minuciosamente el procedimiento. Cabe la posibilidad de que se subieran a la trasera de su camioneta sin que se diera cuenta.

– Imposible -contestó David, y se acarició el pelo que le caía por la nuca-. Habría visto algo.

– Puede que sí -dijo el agente-. O puede que no.

– Bueno, como quiera, no tengo nada que esconder. Vamos a examinar mi vehículo.

Mejor quitarse al poli de encima que darle motivos para sospechar de él. Bates se acercó a la camioneta y levantó la lona que cubría la trasera. Pasó el dedo por el metal, lo miró, asintió con la cabeza.

– ¿Qué es eso? -preguntó David entornando los ojos. Se acercó a Bates.

– Si se fija en el polvo de la trasera… -dijo Bates.

– Betty no tiene polvo. La tengo bien limpia.

Bates levantó los ojos al cielo.

– Si se fija usted en el polvo, señor Morris, verá que traza dibujos irregulares, como si alguien se hubiera revolcado. Hasta puede distinguirse dónde estuvo apoyado un trasero varias horas.

– ¿Un trasero?

– El culo de alguien, señor Morris. Ahora permítame preguntarle, ¿examinó usted la parte de atrás de la camioneta cuando llegó a casa? ¿Estaba vacía?

Morris asintió con ímpetu.

– Claro que sí. Guardo aquí mi caja de herramientas. No iba a dejarla ahí toda la noche. Los puñeteros mendigos de por aquí habrían tardado medio minuto en robármela.

– ¿Se paró en alguna parte anoche cuando venía hacia aquí? ¿A poner gasolina? ¿A comer, quizá?

David se quedó pensando, se llevó la mano a los labios.

– Una vez, sí -dijo-. Para poner gasolina y comer algo. En un sitio de la I-55. Ken’s no sé qué. Ken’s Café.

David sintió una oleada de orgullo. Estaba colaborando en una investigación federal. Si aquella historia llegaba a salir en las noticias, quizá lo entrevistaran. Quizás escribiera un libro como esa tal Mark Fuhrman o ganara tanto dinero como esa rubita que se tiraba a Scott Peterson. Además, las presentadoras de la tele estaban buenísimas. Por una de ésas, dejaría plantada a Evelyn en un abrir y cerrar de ojos.

Bates sacó una libreta y anotó la información.

– ¿Ken’s Café, dice usted? ¿En la Ruta 55?

– En la interestatal 55 -dijo David. Bates asintió con la cabeza.

– ¿Se le ocurre algo más? ¿Alguna otra parada que hiciera?

– No, nada.

– ¿Algún movimiento extraño que notara durante el trayecto? Un ruido, quizá, o un bache, algo inesperado que lo sobresaltara.

– No, nada -Bates cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo-. ¿Puedo servirle en algo más, oficial?

– Agente -Bates lo acompañó a la puerta. David la abrió y entró.

– Bueno, agente Bates -dijo-, permítame preguntarle una cosa. Si encuentran a ese tal Parker y la gente empieza a preguntar quién los ayudó con, ya sabe, con la investigación… ¿hay alguna posibilidad de que deje caer mi nombre? ¿Que les diga que quizá me interese, ya sabe, trabajar para el gobierno federal?

Bates se rió.

– Lo haría encantado.

– ¿El gobierno paga bien?

– No lo suficiente -contestó Bates con una sonrisa.

– No importa -dijo David-. Cualquier cosa con tal de salir de esta pocilga. Oiga, espero que atrape a esos cabrones. Lo digo en serio. Si necesita algo más, llámeme. Puede que pueda ayudarlo, ya sabe, con la investigación.

– Lo haré, señor Morris, se lo aseguro. Lo haré.

David asintió con la cabeza. De pronto se sentía bien. Realmente bien. Había hecho una buena obra, y el FBI (nada menos) le debía una. Cuando se enterara Evelyn…

– Por si acaso se le ocurre algo más, aquí tiene mi tarjeta -Bates se metió la mano en el bolsillo, buscó algo.

David oyó la navaja antes de verla, el fino silbido en el aire antes de que se hundiera hasta la empuñadura en su pecho. Sintió que sus entrañas se desgarraban, como si dentro de él rajaran un globo. Luego notó aquella horrible quemazón, y después sintió frío y otra punzada de dolor cuando el cuchillo salió de su corazón. David Morris ya estaba muerto cuando cayó al suelo.

Shelton Barnes pasó por encima del cadáver y lo arrastró al interior de la casa, cerrando la puerta sin hacer ruido.

En la primera planta se oía un televisor. Barnes miró a Morris, en cuyo pecho seguía sangrando el tajo de siete centímetros. Luego subió lentamente las escaleras.

Capítulo 27

– Hospital Presbiteriano Columbia, lo atiende Lisa -dijo una voz alegre. No es que a mí me guste la gente gruñona, pero lo lógico era que la telefonista de un hospital fuera más circunspecta.

– Con la habitación de Luis Guzmán, por favor -dije. Me puso en espera y contuve el aliento. Amanda había pagado la habitación del motel en metálico: 39,99 dólares, un precio razonable. Estábamos en la esquina de una calle de Chicago, embutidos en una mugrienta cabina telefónica mientras el sol de la tarde se extinguía. El Columbia era el cuarto hospital de Nueva York al que llamábamos. En los primeros tres no sabían nada de Luis o Christine Guzmán. Los periódicos no habían dicho dónde estaban ingresados, así que encontrarlos era una cuestión de ensayo y error. Sólo que en la mayoría de los casos, cuando uno se dedicaba a probar suerte, ningún loco armado irrumpía en su casa ni la policía le pegaba un tiro en la pierna.

– Un momento, por favor -dijo Lisa. Sonaba música ambiental. Le acerqué el teléfono a Amanda para que la escuchara.

– ¿No pueden poner algo, no sé, un poco más animado? -dijo-. Casi parece que quieren que cuelgues.

Pasado un minuto volvió a ponerse Lisa.

– Gracias, señor. Enseguida lo paso. Que tenga un buen día.

Toqué a Amanda en el brazo. Ella dijo sin emitir sonido:

– ¿Ya está?

Asentí, me llevé el dedo a los labios.

Dos pitidos después sonó una voz ronca. No era la de Luis Guzmán.

– ¿Sí?

– Eh, hola, quisiera hablar con Luis Guzmán.

– ¿Quién es?

Carraspeé.

– Soy Jack O’Donnell, de la New York Gazette . Luis y yo hablamos un momento la semana pasada sobre un artículo que estoy escribiendo acerca de su experiencia en prisión. Él conoce mi nombre, forma parte del paquete de su libertad condicional.

Se oyeron voces amortiguadas, como si estuvieran tapando el micrófono con la mano. Oí las palabras «O’Donnell» y «periodista». Amanda me agarró la manga con una mano y cruzó los dedos de la otra.

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