– Eh, oye, que ese sitio está reservado para coches.
Asentí en silencio, me subí a la acera y eché a andar. Al parecer, mi destino estaba sellado.
– ¿Carl? ¡Eh, Carl!
Al principio no me di cuenta. Luego lo oí otra vez y me acordé.
Mi nombre. El nombre que le había dado a Amanda Davies.
Me volví, buscando de dónde procedía aquella voz. Entonces lo vi. Un Toyota rojo parado en el cruce. Una chica se asomaba a la ventanilla del conductor. Y me miraba fijamente.
Me acerqué corriendo al lado del pasajero. El dolor de mi pierna y mi pecho había remitido. La chica señaló el asiento vacío. Abrí la puerta, monté y me abroché el cinturón de seguridad. Ella tenía una sonrisa juguetona en la cara.
– ¿Carl?
– Dios, Amanda, gracias.
– Eh, que sólo voy a llevarte en coche. No creo que merezca que me deifiquen por eso.
Entonces noté lo guapa que era. El pelo castaño le caía sobre los hombros bellamente bronceados, acariciaba sus brazos morenos y su piel tersa. Llevaba una camiseta de tirantes verde y vaqueros azules muy ceñidos, y tenía el cuello levemente quemado por el sol y un lunar diminuto junto al pómulo izquierdo. Su piel parecía brillar y sus ojos de color esmeralda tenían un toque de malicia. Si tenía que pasarme horas y horas metido en un coche con una perfecta desconocida, podría haber tenido mucha peor suerte. Muchísima peor suerte.
– Perdona, Carl. No quería asustarte, pero se me ocurrió que sería divertido gastarte una broma. Ya sabes, hacerte creer que me había ido.
Me reí forzadamente y miré a mi salvadora. No sólo era preciosa, sino que tenía un sentido del humor bastante sádico.
– ¿Tienes que parar a comprar algo antes de que nos vayamos? -preguntó-. ¿Un café? ¿Necesitas ir al servicio?
– No -dije. Para ser sincero, estaba muerto de hambre, pero no había tiempo que perder-. Nada, por ahora.
Amanda asintió con la cabeza, encendió el motor y se metió en el carril que llevaba hacia el norte. El coche olía vagamente a grasa y caramelos de menta. En el suelo había un envoltorio de McDonald’s arrugado, rodeado por un cementerio de vasos de plástico. Me vio mirarlos y sonrió.
– ¿Qué pasa? ¿Es que una no puede comerse un McChicken de vez en cuando? ¿Es que hay que comer tofu con brécol todos los días?
– Yo no he dicho nada.
– No, pero lo estabas pensando.
– No estaba pensando nada -dije a la defensiva. Me miró de soslayo, con una expresión dolida.
– Crees que soy bulímica, ¿no?
Levanté la cabeza, sorprendido.
– ¿Qué?
– Crees que me atiborro de hamburguesas y patatas fritas y que luego vomito.
– No sé de qué estás hablando, te lo juro.
– Conozco a los de tu clase -soltó un bufido, puso el intermitente y siguió las indicaciones en dirección al túnel de Holland-. Os creéis la pera porque no coméis más que brotes enriquecidos con proteínas y os pasáis ocho horas en el gimnasio. Pero déjame decirte una cosa, Carl. Algunos tenemos metabolismos naturales. No nos pasamos el día leyendo revistas para chicas ni deseando ser Heidi o Gisele.
– ¿Quién es Heidi?
– Bah, olvídalo -dijo-. Está claro que esto no funciona. Quizá debería dejarte por ahí, en alguna parte.
Me quedé sin respiración. Empecé a tartamudear.
– No puedes… no puedes hacer eso. No, te lo juro, no pienso nada de eso. Sólo me he fijado en el envoltorio, nada más. Puedes comer lo que quieras. Me da igual que comas manteca para desayunar. De hecho, te animo a ello.
Amanda parecía afectada. Sus labios se fruncieron en una fea mueca.
– Entonces estás diciendo que estoy gorda.
– No, por Dios, en absoluto. Seguramente tienes el metabolismo más rápido del mundo. Si quieres pasarte el día comiendo McNuggets y pasteles…
– Carl -dijo Amanda. Otra vez tardé un momento en enterarme.
– ¿Sí?
– Era una broma.
Un silencio violento envolvió el coche mientras sus labios formaban una sonrisa de maníaca.
– Me estabas tomando el pelo.
– Vamos, ¿de verdad crees que me importa lo que piense un tío al que acabo de conocer de mis hábitos alimenticios? No te ofendas, Carlitos, pero no. Aunque reconozco que te lo has tomado muy bien. He conocido a tíos que empezaban a insultarme y a decirme que dejara los batidos.
– Así que haces esto con frecuencia. Da un poco de miedo.
– Así me ahorro gasolina y dinero en peajes. Y no se me puede reprochar que, de paso, intente entretenerme un poco.
– Bueno, por mí de acuerdo -dije-. Siempre y cuando lleguemos a… San Luis de una pieza, puedo cantarte sintonías televisivas para que te rías un rato.
– Si oigo una sola vez el estribillo de Dancing Queen, te vas a andando a San Luis.
Paramos en una fila de coches que esperaban para entrar en el túnel de Holland. El tráfico avanzaba con insoportable lentitud, pero Amanda se metió en el carril de peaje. Bajé la cabeza al pasar por la caseta de pago; no quería que me viera algún cobrador que, aburrido por el trabajo, estuviera echando una ojeada al periódico. Unos minutos después pusimos rumbo oeste, hacia Nueva Jersey.
Pasábamos velozmente junto a lámparas de sodio. Mi vida había quedado reducida a una carretera de un solo carril. La luz del final del túnel se fue haciendo más intensa a medida que nos acercábamos a la salida. Sentí náuseas. Estaba fuera de Nueva York, fuera de mi particular zona cero. Con un poco de suerte llegaríamos a San Luis al anochecer. Pero en mis prisas por irme no había tenido en cuenta qué haría después. Lo único que sabía era que había surgido una oportunidad de sobrevivir y que tenía que aprovecharla.
Ignoraba qué haría cuando llegáramos a San Luis, no conocía a nadie en aquel estado. No tenía teléfono, llevaba cuarenta dólares en la cartera y una herida de bala en la pierna. Mya estaba descartada, igual que Wallace Langston. Seguramente la policía los acechaba a ambos como buitres. Eran apéndices gangrenosos de los que debía deshacerme. Quizá para siempre. Mi vida se desarrollaba ahora en un universo social paralelo en el que, forzado a alejarme de quienes me importaban, sólo podía confiar en extraños.
Me inundó la culpa al mirar a la chica sentada a mi lado. Tenía los ojos fijos en la carretera, era tan delicada, tan inocente… Yo no había pensado en las consecuencias que aquello podía acarrearle. Amanda Davies estaba allí y yo había alargado los brazos hacia ella ciegamente. Y ahora ella también estaba a merced del azar. Quería disculparme, decirle en lo que se había metido. Pero si le contaba la verdad ya no sería una extraña. Mientras mi historia siguiera siendo la de Carl, mientras siguiera siendo un desconocido, estaba a salvo.
Amanda sacó unas gafas de aviador de una bolsita que llevaba encima del espejo retrovisor. Cuando tomamos la US-1/9 Sur, con el sol de la mañana brillando en el horizonte, se volvió hacia mí.
– ¿Te importa abrir la guantera? Sube ese botón. Puede que esté atascado, así que dale un buen tirón.
Lo hice y sobre mis rodillas cayeron media docena de mapas. Una cinta de medir. Tres entradas de cine usadas. Un chicle que parecía petrificado.
– Vale, ¿y ahora qué?
– Pásame ese cuaderno -dijo-. Ése de espiral.
Dentro de la guantera había una pequeña libreta de rayas, con espiral en la parte de arriba. Yo había visto muchas parecidas en diversas salas de redacción, hasta llevaba una parecida en la mochila. Muchos reporteros las usaban. ¿Era Amanda periodista? ¿Escritora? La idea resultaba abrumadora, pero ¿quién, si no, llevaba una libreta en la guantera?
Me quitó la libreta y la abrió por una hoja en blanco; luego le quitó la capucha con los dientes a un bolígrafo mientras apoyaba la libreta sobre el volante. Después empezó a escribir.
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