Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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Las imágenes empezaron a fundirse lentamente en su cabeza hasta volverse una sola. La cara de Henry se transformó en la del asesino de Anne. Cuando acabó, la cara en sombras del hombre que había matado a su mujer era la de Henry Parker.

Y ahora Parker era el culpable de la muerte de Anne. Una muerte que esperaba venganza. El odio por aquel joven bullía dentro de él. Los tendones de sus dedos se tensaron cuando agarró el volante. La sangre le palpitaba en las sienes.

Arrancó y entró en la Séptima Avenida, alejándose de la vieja iglesia a la que lo habían llamado, cuyas entrañas daban cobijo a uno de los hombres con menos escrúpulos que pisaba la faz de la tierra.

Abrió la ventanilla el ancho de una rendija, dejó que entrara el aire.

Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el primer número de la lista. Tenía montones de llamadas que hacer.

Tenía que encontrar a un asesino.

Capítulo 15

Iba en el metro como si estuvieran a punto de operarme: con los ojos abiertos de par en par y el miedo circulando por mis venas, esperando a que alguien entrara por la puerta para hacerme sufrir. Con las palmas de las manos apoyadas en el asiento, estaba listo para levantarme de un salto y huir en cuanto viera un uniforme. La paranoia era una sensación que había experimentado pocas veces (salvo una época desgraciada durante mi segundo año en la universidad, cuando me dio por consumir hierba), y parecía disfrutar apoderándose de mi cuerpo. Me dolía mucho la pierna, pero la hemorragia parecía haberse detenido.

Después de dieciséis interminables minutos de viaje, me bajé en la estación de Union Square y salí. La leve brisa de mayo giraba a mi alrededor. Los manifestantes cantaban por altavoces, sostenían primorosas pancartas, llevaban mochilas de L.L. Bean: protestaban con estilo contra la avaricia empresarial.

Normalmente me habría parado a mirar unos minutos, pero ahora me preocupaba más la gente que observaba a los manifestantes. La policía. Estaban allí parados, con los brazos en jarras, vigilando la manifestación pacífica. Asegurándose de que la muchedumbre de neohippies no empezaba a lanzar ladrillos de cáñamo contra la tienda de Virgin.

Mantuve los ojos fijos en un pequeño contingente de policías situado junto a una cafetería y avancé siguiendo el murete de ladrillo que rodeaba el parque de Union Square, me dirigí al sur y enfilé la Tercera Avenida.

Tenía gracia, pensé. Después de llevar un mes viviendo en Nueva York, por fin empezaba a sentirme a gusto allí. Había ido con la esperanza de que la ciudad me recibiera con los brazos abiertos y ahora me rechazaba como a un órgano enfermo. Investigar una historia, hacer mi trabajo me había conducido a aquella pesadilla.

La decisión era evidente. Tenía que salir de Nueva York. Tenía que descubrir por qué aquel policía había estado a punto de matarme. Mis alternativas iban disminuyendo. Todavía llevaba el cuaderno en la mochila, un amargo recordatorio de por qué había ido a casa de los Guzmán.

La policía había ido a ver a Mya y yo ya no estaba a salvo en la parte alta de la ciudad. ¿Estaba ella cooperando con las autoridades? Pasara lo que pasase, cuando aquello acabara Mya ya no formaría parte de mi vida. Eso estaba claro. Tres años esfumándose como si nada hubiera pasado. Un camino de recuerdos que llevaba derecho a un precipicio.

Era demasiado para asimilarlo. Tenía que contemplar las cosas con objetividad. Lo que tenía que hacer y cómo hacerlo.

Elegí una cabina en la calle 12 Este y marqué el número de información. Dos pitidos y respondió una grabación.

– ¿Ciudad y estado?

– Nueva York, Nueva York. Manhattan.

– Espere un momento mientras lo pasamos con un operador.

Sonó el teléfono y oí que alguien marcaba unas teclas. Luego sonó una voz masculina y alegre.

– Información telefónica, mi nombre es Lucas, ¿en qué puedo ayudarlo?

– Quería el número principal de la Universidad de Nueva York.

– Gracias, señor, un momento.

Pasaron unos segundos, cada uno de ellos más penoso que el anterior. Luego Lucas volvió a ponerse.

– Señor, tengo dos números. Uno es de un directorio automatizado y el otro de la centralita del campus.

– ¿El de la centralita lo maneja un ser humano?

– Creo que sí, señor.

– Deme ése.

– Sí, señor, y gracias por usar…

– Páseme.

Otro pitido cuando me conectó. Esta vez respondió una mujer. Parecía mucho menos entusiasmada con su trabajo que Lucas.

– Universidad de Nueva York. ¿Con quién quiere que le ponga?

– Sí, hola. ¿Tienen, por casualidad, un servicio de intercambio de transporte para estudiantes?

– Sí -contestó, y bostezó audiblemente-. No lo subvenciona oficialmente la universidad, pero facilitamos el contacto entre estudiantes para que se pongan de acuerdo entre sí.

– ¿Puede decirme qué alumnos tienen coches registrados en el servicio que salgan hoy?

– Lo siento, pero no facilitamos esa información por teléfono. Los listados están en el tablón de anuncios de la Oficina de Actividades del Alumnado.

– ¿Y dónde está eso?

– En el número 60 de Washington Square Sur.

– ¿Puede decirme por dónde queda eso?

– Espere un momento -oí un ruido de papeles, luego una maldición, un murmullo de fondo; parecía haberse cortado con un papel-. ¿Oiga?

– Sigo aquí -dijo Henry.

– La OAA está entre las calles La Guardia y Thompson, en la 4 Oeste.

– Gracias -colgué antes de que le diera tiempo a decir «de nada».

Me dirigí hacia el oeste por la 11 y doblé luego hacia el sur por Broadway. Me paré en una tienda y compré una camisa grande de los Yankis por cinco dólares. Entré en una cafetería que apestaba a sándwiches de cordero mohosos, fui al servicio y me cambié. Dejé mi ropa en la papelera, enterrada debajo de un montón de toallas de papel mojadas.

Hice una mueca al subirme la pernera del pantalón para echarle un vistazo a la herida. Se me revolvió el estómago vacío. Tenía un desgarrón rojo que me cruzaba el muslo, rodeado de sangre coagulada.

El día anterior estaba sentado a mi mesa en la Gazette y ahora allí estaba, en el aseo de una cafetería, mirando una herida de bala. Por suerte la bala sólo parecía haber rozado la piel. Limpié la herida con toallas mojadas, mordiéndome el labio para aguantar el dolor.

No paraba de decirme que aquello no era posible. En cualquier momento me despertaría en mi cama.

«Despierta, por favor».

Llegué a la OAA a las nueve menos cinco. La mayoría de los estudiantes que se respetaran a sí mismos estarían durmiendo aún, cansados después de una noche de juerga postexámenes finales o perdiendo el tiempo antes de incorporarse a sus trabajos veraniegos. Con un poco de suerte, encontraría al menos uno que se saliera del redil.

Subí los escalones y abrí la puerta, pero entonces me detuve. ¿Y si había periódicos dentro? Era casi seguro que los estudiantes, encapsulados en sus burbujas, no habrían leído la primera página del periódico de ese día, pero tal vez alguna secretaria o algún administrativo se hubiera interesado por las noticias.

Tenía que seguir adelante. Si me quedaba allí parado despertaría sospechas. No tenía elección. Mis alternativas eran muy pocas. Aquél era mi plan B. Y no tenía plan C.

Respiré hondo, bajé el picaporte y abrí la puerta.

Me recibió una ráfaga de aire frío. Había varios estudiantes sentados en un sofá verde, leyendo revistas en las que no parecían tener mucho interés. La habitación tenía el ambiente esterilizado de la consulta de un médico, combinado con el confort del asiento de atrás de un taxi.

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