El Hacha no se movió. DiForio lo miró.
– ¿No necesitas un cuaderno o algo así? ¿Tomar nota? -preguntó.
El Hacha lo miraba fijamente. Sus ojos no denotaban nada.
Michael prosiguió.
– Tenemos una fuente bastante próxima a la investigación. Sabemos que la policía no ha encontrado a Parker aún y que esperan que intente marcharse de la ciudad. La mayoría de los principales puntos de salida están cubiertos: la Autoridad Portuaria y los aeropuertos. Creen que es posible que se haya ido en el Camino. Ya sabes, el tren que va a Jersey.
– No -dijo el otro.
– ¿Cómo que no? -preguntó DiForio, divertido.
– No -repitió el Hacha con voz monótona-. Si Parker quiere huir, no lo hará cruzando el Hudson. Se irá mucho más lejos.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Michael.
– Porque es lo que haría yo -el Hacha se quedó pensando un momento-. Va a necesitar ropa y dinero. Si intenta usar su tarjeta de crédito, la policía lo encontrará enseguida. Conseguidme los números de sus tarjetas. Hay demasiadas variables que la policía puede controlar y nosotros no. Ellos tienen más personal. Ya han empezado a buscar. Nos llevan la delantera.
– ¿Qué sugieres que hagamos?
– Esperemos que Parker sea tan listo como sugiere su historial. No va a cometer errores estúpidos. Con un poco de suerte, ya habrá huido y nosotros estaremos en la misma situación que el Departamento de Justicia. ¿La policía ha empezado ya a pinchar teléfonos?
DiForio miró a Blanket, que tragó saliva antes de hablar.
– Eh, sí. Han pinchado el de… veamos… el de su novia, una tal Mya Loverne que estudia derecho en Columbia y…
– La hija de David Loverne. ¿Qué más?
– El de la casa de sus padres en Oregón.
– ¿Qué más?
– Su teléfono móvil, también. La policía no lo encontró en su apartamento, así que se supone que lo lleva encima. Están intentando localizarlo, por si comete la estupidez de llevarlo encima.
– Seguro que no. Si es un poco listo, se deshará de él -dijo el Hacha-. ¿Eso es todo?
– Por ahora, sí.
El Hacha asintió con la cabeza.
– Ahora, tu precio -dijo DiForio. Se enderezó la corbata y tomó un vaso de agua de la mesa. Se lo llevó a los labios pero no bebió. La habitación quedó en silencio. La mitad de los ojos estaban fijos en el Hacha; la otra mitad, en DiForio.
– Te ofrezco tu tarifa habitual -dijo Michael. Vaciló un momento, bebió un sorbito de agua y añadió-: Multiplicada por dos.
El Hacha sacudió la cabeza.
– Por diez -dijo.
DiForio silbó suavemente.
– Un millón de pavos. Es mucho dinero por encontrar a un mocoso.
– No habrías recurrido a mí si Parker no amenazara la santidad de tu organización -contestó el Hacha con desdén-. Voy a trabajar contra la policía y el gobierno federal para encontrar a un hombre al que se busca por matar a un policía de Nueva York. El precio es un millón. Ni más ni menos.
DiForio miró al techo como si consultara al dios del amianto, volvió a bajar la mirada y dijo:
– Dejémoslo en la mitad. Quinientos mil.
Sin previo aviso, el Hacha dio media vuelta, abrió la puerta y salió de la habitación.
– ¡A mí no me dejes plantado! -gritó DiForio. El Hacha no le hizo caso; echó a andar por el corredor-. ¡Eh, gilipollas! ¡No te he dicho que podías marcharte!
El Hacha se dio la vuelta. Su mirada no expresaba ningún interés por nada de lo que dijera DiForio.
– Casi se te ha acabado el tiempo, Michael. No encontrarás a Henry Parker. Por lo menos, antes de que lo encuentre la policía. Y por tu mirada me parece que preferirías que la policía no encontrara ese paquete.
Blanket vio que DiForio enrojecía, que los músculos de su mandíbula se tensaban.
El Hacha se volvió para marcharse. Michael dijo:
– Iba a preguntarte -dijo DiForio con un asomo de sonrisa en los labios-, ¿qué tal está tu mujer?
El Hacha se paró en seco. Lentamente, el asesino bajó la cabeza hasta que quedó en sombras. Cuando se volvió, Blanket vio, a pesar de la poca luz que había en el pasillo, que en sus ojos ardía el odio, un odio más intenso del que creía capaz a un mortal.
El Hacha volvió a entrar velozmente en la habitación. Se sacó una pistola de la chaqueta y apoyó el cañón contra la base del cuello de Charlie. Se tomó un momento para mirar a DiForio; luego apretó el gatillo, incrustando una bala en el cráneo de Charlie. La detonación retumbó en la pequeña sala. Todos se taparon los oídos. Charlie parpadeó. Sus sesos y los fragmentos de su cráneo habían quedado esparcidos por la pared como una sangrienta mancha de Rorschach.
– ¡Charlie! -gritó Blanket al ver que el cuerpo de su amigo caía al suelo. Miró al Hacha con ojos homicidas. El otro le devolvió la mirada, fría como el hielo, y Blanket apartó los ojos. El Hacha fijó los ojos en DiForio. La pistola humeante trazaba una línea recta hacia el corazón del capo.
– Podéis estar todos muertos antes de que vuelvas a abrir la boca -dijo-. Y si abres la boca y no me gusta lo que dices, no sólo desaparecerá ese paquete, sino que colgaré la cabeza de toda la escoria que hay en esta habitación del edificio más alto de la ciudad y veré cómo tuesta el sol vuestras feas caras cada día hasta que sólo quede el cráneo podrido y hueco.
DiForio apenas pareció reparar en lo que el Hacha acababa de decir, ni en el muerto apoyado contra la pared. Sonrió y juntó las manos delante de sí.
– Está bien, un millón -dijo-. Pero quiero mi paquete y a Henry Parker. El paquete me lo entregarás sin un solo rasguño. En cuanto a Parker… decide tú.
El Hacha asintió lentamente y salió.
El Hacha entró en su Ford negro y cerró la puerta. Sentía el calor del sol en la cara. Se hundió en el asiento de cuero, cerró los ojos y comenzó el proceso.
Se llevó distraídamente la mano al pecho, posándola sobre el levísimo abultamiento del bolsillo de la camisa. Tocó lo que había debajo, apretó suavemente para asegurarse de no dejar ninguna marca, ninguna arruga. Después de tantos años la foto estaba desgastada, difuminada por los bordes, pero los colores seguían siendo fuertes y brillantes. Igual que su recuerdo de Anne. La única mujer a la que querría en su vida.
Imaginó su cara, sus impresionantes ojos azules. Casi podía tocarla, sentir los mechones sedosos de su cabello cuando lo miraba con una felicidad que él jamás había sospechado que pudiera existir. Anne había aceptado la vida que él había elegido. Una vida egoísta, pero que habría abandonado en un abrir y cerrar de ojos si hubiera sabido sus consecuencias.
Si respiraba hondo, podía sentir un atisbo del perfume preferido de Anne, el olor acre del sudor cuando hacían el amor. Sus suaves gemidos y sus caricias en la espalda, el cosquilleo de sus dedos, que sabían cómo hacerle estremecerse. Anne era su primer y su último amor. Su único amor.
Anne.
Entonces el dolor crispó su cara. Vio sus propias manos salpicadas de sangre. Los ojos de Anne se agrandaron un momento y luego se velaron cuando cayó, muerta, en sus brazos. Los gemidos del Hacha sacudieron las paredes mientras las llamas comenzaban a lamer el techo. Gritos que Dios mismo habría oído. Gritos que habrían hecho reír al diablo.
Vio al asesino de su mujer en la oscuridad. La capucha de punto le oscurecía la cara. Manos pálidas, piel suave. Un hombre joven. Sólo se le veían los ojos y la boca. Unos ojos que el Hacha nunca olvidaría.
Su venganza estaba casi completa. Sólo quedaba un hombre.
El Hacha abrió los ojos y tomó el periódico. Miró la fotografía de Henry Parker. Sólo tenía veinticuatro años. Y ya era un asesino. Igual que él.
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