Denton asintió y se dirigió a la puerta. Mauser alargó el brazo y lo agarró del hombro. Denton se volvió, sorprendido. Mauser apretó más fuerte, sintiendo el movimiento de los huesos de Denton bajo la piel.
– Pero no te confundas. Amanda Davies es una posible cómplice de asesinato. Si creo que se dirigen al oeste, quiero estar en el aire antes de la próxima pausa publicitaria. Si alguien encuentra a Henry Parker antes que nosotros…
Denton palideció. Mauser notó que le entendía.
– No -dijo-. Nosotros llegaremos primero.
Cuando Denton salió de la habitación, Joe cerró la puerta y levantó el teléfono. Respiró hondo, sintió que un peso caía sobre sus párpados. Temía aquella llamada, temía cada segundo que pasara hablando con ella. Aquello era culpa de Parker. Era él quien le había hecho temer una simple conversación con su hermana.
Pasado un momento, cuando su respiración se hizo más lenta, empezó a marcar. En parte confiaba en que no contestara nadie. Ojos que no ven, corazón que no siente. Le dio un vuelco el corazón cuando oyó la voz cansada de Linda.
– ¿Diga?
– Linda, soy Joe.
– Joe -dijo su hermana con voz densa. Parecía sedada-. ¿Cómo estás?
– Bien, Lin.
– Me alegra oír tu voz, Joe. Esa gente no para de llamar. Los de la prensa. Malditos buitres.
– Quizá convendría que pasaras unos días en un hotel -dijo Mauser-. El departamento correrá con los gastos -casi la oyó negar con la cabeza al otro lado de la línea.
– Los chicos tienen que poder llamarme. No quiero esconderme. No quiero trastornar sus vidas todavía más.
– A los chicos no va a pasarles nada, Lin. Tienes que cuidarte -oyó una risa melancólica al otro lado. Luego Linda empezó a sollozar. Joe sintió que le ardían las mejillas mientras su hermana lloraba a su marido muerto-. ¿Linda? -dijo notando una opresión en el pecho. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. Lin, por favor, háblame -ella se sonó la nariz, un sonido lastimero.
– Tiene gracia -dijo-. John siempre decía que cuidaría de mí. Nunca decía que me cuidara. Supongo que yo creía que siempre estaría ahí, y que no tendría que preocuparme por nada. ¿Por qué ha tenido que dejarme? Dios mío, Joe. Lo quería tanto…
Mauser sintió que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Los sollozos le arañaban la garganta.
– Lo sé, Lin. Yo también. Sé que no es mucho consuelo, pero yo voy a estar ahí. Ahora y siempre.
– Gracias, Joe. Ya lo sé.
– ¿Quieres que me pase por ahí?
– No -contestó ella con decisión-. Ahora mismo necesito estar sola. Sé que suena egoísta porque John también era parte de tu familia, pero lo necesito. ¿Lo entiendes? Dime que sí, por favor.
Mauser dijo que sí.
– ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Llevarte alguna cosa?
– Sí, puedes hacer una cosa -contestó Linda. Mauser sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– Lo que tú me digas.
– Quiero que mates al hombre que mató a mi marido. No me importa lo que haga falta, Joe. Encuéntralo y córtale la puta cabeza.
– Lin…
– Lo sé, lo sé -dijo ella-. Gracias por llamar, Joe.
– Volveré a llamarte pronto.
– Te quiero.
Las palabras se le escaparon de la boca como el último soplo de aire de un globo.
– Yo también a ti.
Mauser colgó el teléfono. Apoyó la cabeza en las manos mientras un estertor de rabia y tristeza se apoderaba de su cuerpo. Cuando levantó la mirada, le ardían los ojos y tenía la vista nublada.
«Por Linda», pensó.
«Por mí».
Recostado en su asiento, el Hacha repasaba de memoria la conversación. Acababa de hablar con el árabe dueño de la charcutería y había confirmado que, en efecto, el hombre había visto y ahuyentado a Henry Parker esa mañana.
– Agarré mi bate -le había dicho, dándose golpecitos con el bate en la palma de la mano. El Hacha levantó las manos, haciendo como que se rendía-. Y ese mamón salió corriendo. Una de las mejores cosas de este país es el béisbol, ¿sabe? Seguro que ese tal Parker me lo vio en los ojos. Si yo hubiera nacido aquí, habría llegado a un equipo de los grandes. Le habría dado una buena tunda.
El Hacha pasó un minuto aplacando al árabe y luego volvió a su coche. Sintonizó una emisora de noticias y oyó que circulaba el rumor de que la policía había encontrado a Parker (y lo había perdido) cerca del campus de Columbus.
Mya Loverne. La policía ya se había echado sobre ella. ¿Por qué se había arriesgado Parker a que lo atraparan? Tenía que haber alguna razón, aparte de la chica. Aquel tipo era listo. Tenía que haber alguna otra explicación.
Parker tenía un pedigrí zarrapastroso, pero aun así había conseguido llegar a una universidad prestigiosa, había sacado buenas notas y conseguido trabajo en uno de los diarios más respetados del país. Era el arquetipo del hombre hecho a sí mismo, del que salía adelante sin ayuda de nadie. El Hacha los odiaba, odiaba perseguirlos. Si uno se veía obligado a salir adelante solo desde pequeño, sus habilidades a ese respecto sólo aumentaban con la edad. Sabiendo esto, era probable que Parker hubiera huido de la ciudad y que la policía estuviera buscando una aguja en un pajar. Pero eso le venía bien. Al menos estaba en las mismas condiciones que la policía.
Abrió su cuaderno y anotó todas las rutas posibles para salir de Nueva York que se le ocurrieron. Tachó los aeropuertos y las terminales de autobús. Era imposible que Parker superara los controles de seguridad. El metro era un problema, pero sólo podía llevarlo de un lado a otro de la ciudad. Por lo que decían DiForio y Blanket, Parker no tenía contactos fiables en Nueva York, aparte de su novia y su jefe.
Su jefe era Wallace Langston, director editorial de la New York Gazette. El mismo periódico que (de mala gana, estaba seguro de ello) había sacado esa mañana un artículo de primera página sobre el asesinato de John Fredrickson. En el editorial, Langston se refería a Parker como a «un joven redactor que había superado con creces sus expectativas al contratarlo y que no había mostrado ninguna tendencia agresiva, y mucho menos homicida». Luego añadía: «La Gazette hará todo lo posible por aclarar los hechos, sin prejuicios ni parcialidad».
Si Langston hacía algún intento de ayudar a Parker, su diario estaría en peligro. El Hacha conocía a los periodistas. Casi todos ellos se consideraban nobles, incluso altruistas, cuando en realidad ansiaban la fama, la gloria asociada a una firma. No había duda de que muchos se morían de ganas de escribir la historia de Henry Parker y John Fredrickson. Traicionar a un amigo por hacerse famosos.
Columbia. No tenía sentido.
El Hacha levantó el teléfono, marcó el número de información y pidió que le pasaran con el directorio de la Universidad de Columbia. Una mujer joven y encantadora, aunque algo tímida, contestó al teléfono. El Hacha pidió que le pasara con la oficina que se ocupara del transporte de alumnos.
Esta vez respondió un hombre malhumorado que parecía no recortarse la barba desde hacía varios meses.
– Hola, me llamo Peter Millington -dijo el Hacha-. Y estoy pensando en ir a estudiar a Columbia. Vivo en California y quería saber qué medios de transporte hay para los estudiantes en el campus.
– Bueno -dijo el operador-, los aeropuertos JFK y La Guardia están a poco tiempo en taxi o metro…
– Eso no me sirve, mi familia no va a pagarme el billete en avión. ¿Qué medios de transporte baratos hay si tienes que hacer un viaje de larga distancia desde el campus?
– Hay muchos autobuses, trenes… Están la Autoridad Portuaria y Penn Station…
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