Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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SEXTA ENTREGA

Todo lo que quedó de Edwin Drood está aquí publicado.

Más allá de las pistas que en ella se ofrecen sobre su desenlace, no subsiste otra cosa Y creemos que lo que más habría deseado el autor queda garantizado, al ofrecer al lector, sin otras notas ni sugerencias, el fragmento de El misterio de Edwin Drood. El relato queda a medio contar; el misterio será un misterio siempre.

El misterio de Edwin Drood

Edición de 1870 Sólo las seis primeras entregas

Publicado por Fields, Osgood & Co.

40

Boston, diciembre de 1870, cinco meses después

Después de atravesar el recargado vestíbulo, el hombre de la vaporosa barba blanca se detuvo con elegancia ante el mostrador de recepción.

– ¿Está el señor Clark?

Dirigió esta pregunta a un aprendiz, indiscutiblemente de Nueva Inglaterra, cuyo sueño era cumplir algún día los trece años y algún otro día escribir un libro como los que se veían en las rutilantes vitrinas. Por el momento se conformaba con sentarse allí y leerlos.

– Creo que no -fue su respuesta, demasiado absorto en la lectura para romper su concentración.

– ¿Podría decirme cuándo regresará?

– Creo que no.

– ¿El señor Osgood o el señor Fields, entonces?

– El señor Osgood está de viaje de negocios y el señor Fields no quiere que le molesten hoy, creo que no sé por qué.

– Bueno -rió por lo bajo el visitante-. Entonces, caballero, a usted le confío estos importantes papeles.

El muchacho miró los documentos y cogió la tarjeta que descansaba encima de ellos con expresión sorprendida y asombrada.

– Señor Longfellow -dijo saltando de su taburete para ponerse de pie. Observó al visitante con la misma intensidad que estaba dedicando al libro-. ¡Oiga, amigo! ¿En serio me está diciendo que es usted el auténtico Longfellow?

– Lo soy, joven.

– ¡Vaya! ¡Nunca lo habría imaginado! Veamos, ¿qué edad tenía usted cuando escribió Hiawatha ? Eso es lo que quiero saber.

Después de satisfacer esta y otras incontenibles curiosidades del aprendiz, el poeta se giró hacia las puertas de entrada, se cerró el abrigo, se caló el sombrero y se dispuso a afrontar el aire invernal.

– ¡Mi querido señor Longfellow!

El aludido levantó la mirada y vio que entraba James Osgood. Saludó al joven editor.

– Suba al piso de arriba y caliéntese junto al fuego de la Sala de los Autores, señor Longfellow -le sugirió Osgood.

– La Sala de los Autores -repitió Longfellow sonriendo como en un sueño-. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que holgazaneaba en ella con mis amigos! El mundo era un planeta de fiesta en aquel entonces y las cosas eran exactamente lo que parecían ser. Acabo de dejar unos papeles que necesitaban mi firma para el señor Clark. Pero tengo que regresar a Cambridge con mis chicas.

– Le acompañaré parte del camino, si me lo permite. Ya llevo puestos los guantes.

Osgood se agarró del brazo del autor mientras subían por Tremont Street en aquella desapacible tarde. Su charla, interrumpida a ratos por las ráfagas de viento helado, no tardó en derivar hacia El misterio de Edwin Drood . La edición de Fields, Osgood & Co. había salido a la calle apenas unos pocos meses antes.

– Creo que he interrumpido el disfrute de su aprendiz del relato de Drood -dijo Longfellow.

Ah, sí. Es el pequeño Rich. Hace dos años no había visto un aula de una escuela y ahora lee un libro a la semana. Drood es su favorito hasta el momento.

– Sin duda es una de las obras más hermosas del señor Dickens, si no la más hermosa de todas. Es una tragedia pensar que la pluma cayó de su mano antes de completarla -dijo Longfellow.

– Hace unos meses tuve en mi poder las últimas páginas -dijo Osgood sin pretenderlo realmente. ¿Qué le iba a contar Osgood? ¿Que Fred Chapman se había llevado el manuscrito a Inglaterra? ¿Que a bordo del barco había ocurrido un accidente y varias piezas del equipaje habían quedado destruidas, incluido el baúl en el que se encontraba el Drood ?-. Intervino la cruel desventura -comentó Osgood ambiguamente.

Longfellow hizo una pausa y tiró del brazo de Osgood para acercarle a él como si fuera a contarle un secreto antes de responder.

– Es lo mejor.

– ¿Qué quiere decir?

– A veces pienso, mi querido Osgood, que todos los libros buenos están sin terminar. Simplemente tienen que simular estar terminados por la conveniencia del público. Si no fuera por los editores, ningún autor llegaría nunca al final. Tendríamos muchos escritores y ningún lector. Por eso no debe derramar ni una lágrima por Drood . No, es una situación envidiable: me refiero a que cada lector puede imaginar su propio final ideal, y todos ellos estarán satisfechos con el final que han elegido en su cabeza. Tal vez podamos considerarla en un estado de verdad superior a cualquier otra obra de su clase, por muy grande que imprimamos la palabra Fin . ¡Y usted le ha sacado todo el partido!

Lo cierto era que su edición de Drood había tenido un éxito arrollador indiscutible y que superaba sus expectativas, poniendo a la editorial en un aprieto para poder imprimir las ediciones suficientes para satisfacer la demanda. Las aventuras que había vivido Osgood en su extraordinaria búsqueda del final de la novela se habían filtrado a la profesión, empezando, al parecer, por un bucanero que se hacía llamar Melaza. Fragmentos del relato de su gesta, algunos totalmente ciertos y otros rumores enloquecidos, se narraron en una interminable serie de artículos que el señor Leypoldt publicó en su revista, cuyo nuevo nombre era Semanario Editorial , como la primera de sus historias sobre el alma de la edición, que ganó para la publicación de Leypoldt la mirada de miles de ojos nuevos y tuvo como consecuencia que periódicos y revistas de todas las ciudades se hicieran eco de dichos lances. Eso despertó un enorme interés y atención por su edición de Drood , convirtiendo el nombre de Osgood en la primera página en garantía de venta, mientras las ediciones piratas de Harper que voceaban por las calles vendedores ambulantes se llenaban de polvo. La edición de Fields & Osgood llenaba los escaparates de las librerías, relegando los grabados indios y las cajas de puros a la parte de atrás.

La atención adicional que le brindaron las publicaciones gremiales no sólo ayudó a que se vendieran más ejemplares de Drood . Atrajo a nuevos autores que querían que les publicara un hombre como Osgood: Louisa May Alcott, Bret Harte y Anna Leonowens, entre otros. Osgood estaba a la sazón negociando las condiciones de una novela del señor Samuel Clemens.

Fue toda una revelación dentro de la profesión. La editorial no sólo podía sobrevivir, sino que floreció.

Al regresar al 124 de Tremont, después de separarse de Longfellow, y mientras colgaba su sombrero en un gancho, Osgood fue abordado por el fiable empleado que había sustituido al señor Midges.

– El señor Fields quiere verle enseguida -le dijo.

Osgood le dio las gracias y se disponía a partir ya cuando el empleado exclamó a su espalda:

– Oh, señor Osgood, el ascensorista ha salido. ¿Necesita usted ayuda con los mandos?

Osgood dirigió la mirada hacia el ascensor recién instalado en el ala este del edificio.

– Gracias -dijo-. Casi prefiero subir por las escaleras.

Mientras recorría los pasillos buscó a Rebecca, a quien unas semanas antes Fields había ascendido de asistente al puesto de lectora. El lector oficial había estado enfermo dos semanas y Rebecca había impresionado a Fields con su análisis de los manuscritos enviados al Atlantic .

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