No debía haberle dicho nada a su padre acerca de su amistad con Lowell. Por supuesto, se había guardado para sí los súbitos elogios que a menudo hacía Lowell del doctor Holmes, y que introducía sin venir a cuento. «No sólo dio nombre a The Atlantic, Junior -decía, evocando los tiempos en que el padre sugirió el nombre de The Atlantic Monthly-, sino también al Autocrat.» El regalo paterno por el bautizo no era sorprendente; era un experto en categorizar la superficie de las cosas. Cuántas veces se había visto obligado Junior a escuchar en presencia de huéspedes la historia de cómo su padre había llamado anestesia al invento de aquel dentista. Pese a todo, Junior se preguntaba por qué el doctor Holmes no podía haberle puesto un nombre mejor que Wendell Junior.
El doctor Holmes llamó a la puerta protocolariamente, y luego se asomó con un brillo salvaje en los ojos.
– Padre, estamos un poquito ocupados.
Junior mantuvo una expresión de desagrado ante los saludos excesivamente respetuosos de sus amigos. Holmes exclamó:
– Wendy, ¡debo saber algo ahora mismo! ¡Debo saber si entiendes algo de larvas!
Hablaba tan aprisa que su voz sonaba como el zumbido de una abeja. Junior dio una calada a su cigarro. ¿Es que no se acostumbraría nunca a su padre? Después de pensar acerca de ello, Junior se echó a reír ruidosamente, y sus amigos se le unieron.
– ¿Has dicho larvas, padre?
– ¿Y qué hay de nuestro Lucifer en esa celda, haciéndose el mudo? -preguntó Fields ansiosamente.
– No entendía el italiano, eso lo vi en sus ojos -aseguró Nicholas Rey-. Y lo ponía furioso.
Estaban reunidos en el estudio de la casa Craigie. Greene, que había ayudado en la traducción toda la tarde, regresó a casa de su hija en Boston para pasar la noche.
El breve mensaje contenido en la nota que Rey había pasado a Willard Burndy -«a te convien tenere altro viaggio se vuo' campar d'esto loco selvaggio»-podía traducirse como «a ti te conviene emprender otro viaje si quieres escapar de este lugar salvaje». Eran palabras de Virgilio a Dante, quien estaba perdido y amenazado por unas bestias en un oscuro lugar salvaje.
– El mensaje era simplemente una última precaución. Su historia no concuerda con nada de cuanto tenemos sobre el perfil del asesino -dijo Lowell, sacudiendo su cigarro fuera de la ventana de Longfellow-. Burndy no tiene cultura. Y no hemos hallado otras conexiones en nuestras pesquisas sobre cualquiera de las víctimas.
– Los periódicos presentan el caso como si estuvieran acumulando pruebas -dijo Fields.
Rey asintió.
– Tienen testigos que vieron a Burndy acechar la casa del reverendo Talbot la noche antes de que fuera asesinado, la noche en que robaron mil dólares de la caja fuerte de Talbot. Esos testigos fueron entrevistados por buenos patrulleros. Burndy no quiso decirme gran cosa. Pero eso encaja con las prácticas de los detectives. Echan mano de un mero indicio para construir sobre él su falso caso. No tengo la menor duda de que Langdon Peaslee los tiene bien agarrados. Se quita de delante a su principal rival en Boston en materia de cajas fuertes, y los detectives le deslizan una sustanciosa parte del dinero de la recompensa. Ya trató de llegar a un arreglo así conmigo cuando se anunciaron las recompensas.
– ¿Y si estamos olvidándonos de algo? -se lamentó Fields.
– ¿Cree usted que ese tal señor Burndy podría ser responsable de los asesinatos? -preguntó Longfellow.
Fields frunció sus hermosos labios y sacudió la cabeza.
– Supongo que sólo quiero unas respuestas que nos permitan regresar a nuestras vidas.
El sirviente de Longfellow anunció que estaba en la puerta cierto señor Edward Sheldon, de Cambridge, y que buscaba al profesor Lowell.
Lowell acudió a toda prisa al vestíbulo principal y condujo a Sheldon a la biblioteca de Longfellow.
Sheldon llevaba el sombrero calado.
– Le pido perdón por venir a molestarlo, profesor, pero su nota parecía urgente, y en Elmwood me dijeron que podría encontrarlo aquí. Dígame, ¿está a punto de reanudarse la clase sobre Dante? -preguntó, sonriendo con ingenuidad.
– ¡Pero si yo envié esa nota hace casi una semana! -exclamó Lowell.
– Ah, pues… Yo no la he recibido hasta hoy. Y se quedó mirando al suelo.
– ¡No me diga! ¡Y quítese el sombrero cuando esté en la casa de un caballero, Sheldon!
Lowell le arrancó el sombrero de un manotazo. Entonces pudo ver que tenía una hinchazón roja alrededor de un ojo y la mandíbula contusionada. Lowell se arrepintió inmediatamente.
– Pero, Sheldon, ¿qué le ha pasado?
– Una tremenda tunda, señor. Estaba a punto de contarle que mi padre me envió a recuperarme a casa de unos parientes, en Salem. Quizá como castigo, también para meditar bien mis acciones -dijo Sheldon, con una recatada sonrisa-Por eso no recibí su nota. -Sheldon dio un paso para recoger su sombrero y la luz le dio de lleno. Entonces percibió la mirada de horror en el semblante de Lowell-. Oh, en gran parte ya se me ha ido, profesor. El ojo apenas me duele últimamente.
Lowell se sentó.
– Dígame cómo sucedió, Sheldon.
Sheldon se quedó cabizbajo…
– ¡No pude evitarlo! Usted debe saber que ese horrible sujeto, Simon Camp, anda merodeando por ahí. Y si no lo sabe, se lo contaré. Me paró en la calle. Me dijo que estaba haciendo una inspección encargada por la dirección de Harvard sobre si su curso acerca de Dante podía tener repercusiones negativas en el carácter de los estudiantes. Estuve a punto de darle un puñetazo en la cara, ¿sabe?, por semejante insinuación.
– ¿Fue Camp quien le hizo eso? -preguntó Lowell con un fiero temblor paternalista.
– No, no, se escabulló, como corresponde a esa clase de tipos. La cosa sucedió a la mañana siguiente con Pliny Mead. ¡Un traidor como jamás conocí otro!
– ¿Por qué lo dice?
– Me dijo encantado que se sentó con Camp y le contó los «horrores» de la melancolía que experimentaba Dante. Me preocupa, profesor Lowell, que cualquier indicio de escándalo pudiera resultar peligroso para su clase. Está bastante claro que la corporación no ha cedido en su lucha. Le dije a Mead que lo mejor que podía hacer era llamar a Camp y retractarse de sus pésimos comentarios, pero se negó y me gritó un juramento y, bien, maldijo el nombre de usted, profesor. ¡Me volví loco! Así que allí mismo, en el cementerio viejo, tuvimos una pelea.
Lowell sonrió, orgulloso.
– ¿Empezó usted una pelea con él, señor Sheldon?
– La empecé, sí, señor -afirmó Sheldon. Le dio un temblor y se acarició la mandíbula con la mano-. Pero la terminó él.
Después de escoltar a Sheldon al exterior y hacerle abundantes promesas de reanudar pronto sus clases sobre Dante, Lowell volvió corriendo al estudio, pero no tardó en sonar otra llamada en la puerta.
– ¡Maldita sea, Sheldon, le he dicho que un día de éstos daremos la clase! -exclamó Lowell abriendo la puerta de par en par.
A causa de la excitación, el doctor Holmes se había puesto de puntillas.
– ¿Holmes? -Las carcajadas de Lowell revelaban una alegría tan espontánea que atrajeron a Longfellow al vestíbulo-. ¡Ha regresado al club, Wendell! ¡No tiene ni idea de cuánto lo hemos echado de menos! -Lowell les gritaba a los demás, en el estudio-: ¡Holmes ha vuelto!
– No sólo eso, amigos míos -dijo Holmes, entrando-. Creo que sé dónde encontraremos a nuestro asesino.
La forma rectangular de la biblioteca de Longfellow había sido un ideal comedor de oficiales para la plana mayor del general Washington, y en años posteriores sirvió como salón de banquetes de la señora Craigie. Ahora, Longfellow, Lowell, Fields y Nicholas Rey se sentaban a la bien pulida mesa, mientras Holmes caminaba a su alrededor y se explicaba.
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